DESDE
DENTRO
Ya desde
después de almorzar estaba en el tallercito que tengo en el patio. Tenía que
hacerle algunas cosillas a la moto y me metí allí sin nada mejor que hacer.
Sábado por la tarde, sin trabajar hasta el lunes, sin novia y con mis amigos
ausentes porque se habían ido a hacer una barbacoa, comí y allí me encerré a
cambiar el aceite, limpiar el carburador y limpiarla un poco.
Hacía
buen día, soleado de estos que te apetece cogerla y pasear con ella, a pesar de
que era invierno, pero sobre las 6 o por ahí comenzó a nublarse así, sin más.
Aunque la verdad es que en el telediario habían anunciado lluvia para el sábado
en la tarde.
Tenía el
equipo de música bastante fuerte, y vi a mi madre, que me había estado llamando
hace rato cuando ya estaba encima de mí. Me asustó. Me dijo que me acercase a
una farmacia de guardia a por unas pastillas que se le habían acabado y me dejó
el dinero y el nombre sobre el banquito. Yo seguí arreglando la moto y cuando
terminé me di cuenta que mi padre aún no había llegado con el coche. Era una
pena. La tenía recién limpia y había llovido para ir con ella, pero no podía
hacer otra cosa salvo esperar a mi padre y la verdad, sabría Dios cuando
volvería.
Me
coloqué la chamarreta del mono. Cogí el casco y los guantes y aproveché que
había escampado y apenas llovía para acercarme a por las pastillas.
La
farmacia estaba a 1 kilómetro de casa, no llegaba a 2, y pegué una escapadilla
rápida para volver a limpiarla cuando llegara.
Ya cuando
iba para allá había dejado de llover, y en el tiempo de entrar en la farmacia
se comenzó a levantar la niebla por momentos.
Salí de
allí y regresaba a casa, pero poco más recuerdo. Tan sólo que un par de
manzanas antes de llegar a mi calle, en el cruce, una luz me sorprendió de
entre la niebla. Venía despacio, y traté de esquivarla pero fue imposible. Se
me acercó de repente y segundos después yacía en el suelo con la moto sobre mí.
Recuerdo
que intenté levantármela, pero no podía. Mi pierna estaba enganchada en ella y
cada vez que tiraba hacia arriba parece como si me la estuvieran arrancando.
Sabía que me iba a costar estar allí hasta que alguien me ayudase pero
pensándolo bien, era la mejor opción esa de aguantar. Nunca había tenido ningún
accidente y aquel no me lo creía. De ir sobre la moto a verte rodando en el
suelo y con la moto encima en cuestión de milésimas es algo que en aquel
momento no llegaba a relacionar.
No sé qué
tiempo pasaría desde que me caí hasta que llegó la primera persona. Era una
chica joven, morena y muy guapa. Sobre unos 21 ó 22 años, más o menos de mi
edad, y al momento llegó otro señor que paró su vehículo para ayudarme. Entre
los dos echaron mano a levantarme la moto de encima. Yo les pedía que tuviesen
cuidado con mi pierna, y así lo hicieron. A pulso la levantaron y mi pierna
comenzó a sangrar a borbotones. Empecé a marearme y sólo recuerdo por último
como la chica se acercó a su coche para llamar a una ambulancia desde el móvil.
Ya no vi nada más. El dolor en mi pierna era tremendo y mi cuerpo me dolía como
nunca antes lo había hecho. Sentía como el agua - supongo que caería sobre un
charco - penetraba entre mis ropas rotas y temblorosas sobre el suelo frío,
tenebrosamente frío que describía la noche.
Aquel hombre,
digo yo que sería, apoyó mi cabeza sobre un chaleco o algo parecido. Advertí mi
ineficacia cuando quise abrir los ojos. No podía. Pesaban como si fuesen de
plomo y poco a poco notaba como el poquito de fuerza que tenía iba
desapareciendo sin que pudiese hacer nada para evitarlo. Trataba de hablar,
quería ponerme en pie y llegar a mi casa para curarme las heridas, pero me
percaté de un par de detalles sobre la marcha que me dejaron acongojado.
Primero que no sentía la pierna izquierda. Es como si nunca antes la hubiese
tenido, y segundo que estaba inmóvil y no veía. Intentaba pedir cuidado con mi
pierna pero no era capaz. A cada momento que pasaba cada parte de mi cuerpo iba
perdiendo un poquito de más fuerza, en contra de mi desánimo y mi desesperación,
que crecían por segundos.
Escuchaba
a ese hombre que me hablaba pero no lograba entenderle. Su voz era muy débil,
muy bajita, tanto que me era casi imposible escucharle. Y como suele ocurrir en
estos casos a los pocos minutos de caerme se originó una multitud entre
curiosos y gente que realmente quería ayudar. Desconozco si este hombre era
médico o no, si entendía algo a la hora de ayudarme, pero sin quitarse de mi
lado no consentía que nadie se me acercase y por lo poquito que le entendía
mandaba en la organización de mi posterior evacuación del lugar.
“Apartaos,
dejadle respirar” o “no movedlo”, son las pocas cosas que le entendí y que me
hacían sentir mejor.
Como
digo, se creó un revuelo en torno a mí, como si aquello fuese un espectáculo.
Yo no los veía, pero por momentos se iban acercando cada vez más curiosos que
me volvían loco. No dejaban de murmurar, y eso me hacía sentir en la cabeza
como el ruido de las avispas. “Qué dolor de cabeza Dios mío” - pensaba para mí.
Pero
entre tanta gente, entre todo aquel runrún que me atosigaba, quise reconocer
una voz que lloraba:
-¡Dejadme
pasar por favor, es mi hijo, dejadme pasar!
Era mi
madre. “¿Quién coño la ha avisado...?”, me pregunté.
Ya habían
llegado las sirenas que desde hacía un rato venía sintiendo. Imagino que sería
la policía o la guardia civil, porque no los podía ver. Pero seguía notando
alguna aún lejana que se acercaba al lugar en que me encontraba.
Nuevamente
apareció el agua que se había marchado cuando salí de casa. Tampoco ella quería
perderse tan dantesco espectáculo, con lo que alguien de los presentes con algo
que no reconocí me tapó evitándome un mayor enfriamiento del que ya tenía.
Yo, me
daba cuenta que a semejanza con momentos anteriores seguía sin ver nada, pero
ni siquiera trataba de abrir los ojos. Antes me pesaban. Ahora, además de que
pesaban es como si me diera igual. En unos minutos me había como acostumbrado
sólo a sentir, aunque eso sí, quería sentir mi pierna, esa que parece que ni
estaba allí.
“Otra
sirena joder, con el terrible dolor que tengo ya en el sentido” me insistí. Era
la sirena antes lejana, ahora cercana y transformada en humana cuando bajaron
los médicos de ella.
-
¿Alguien ha visto la caída, sabe alguien que ha pasado?... - preguntó alguno de
allí.
Yo quería
decirle que una luz me había dado y de paso tranquilizar a mi madre, pero
hablar era algo de otro mundo para mí.
A la de
tres me cogieron y me cambiaron de postura, pero mi mareo no permitía que me
doliese siquiera. Me sentía en un estado totalmente nuevo para mí. Estaba allí,
lógicamente, pero ya no sentía dolor corporal. Sabía que estaba mareado, que me
dolía mucho la cabeza, pero no sentía aquel tremendísimo dolor del momento en
que caí. No sé explicarte. Era una sensación tan extraña que tal vez intentando
descifrarla me dejó de doler todo. Que estaba vivo lo sabía, pero también que
no sabía tan siquiera si estaba. Pasaron muchas cosas en aquel momento por mi
cabeza, muchas muy diversas y dispares. Pensaba que había muerto, pero no
entendía como si era así podía sentir a la gente que me rodeaba. “A lo mejor se
siente después de muerto” me esperancé por desenredarme de aquella agonía.
Mi madre
está ahí, seguro, viendo desplomado en el suelo al único hijo que le dio la
vida y yo, inmóvil y desamparado ante lo que estaba por llegar sin tan siquiera
poder despedirme de ella.
Sabía que me estaban moviendo, imaginaba que me subían a una camilla
para trasladarme al hospital, creía que era mi madre quien me agarraba la mano
allí en la ambulancia, y no me equivocaba.
Con ella
a mi lado me sentía más seguro, pero más incómodo quizás por el trago que le
estaba haciendo pasar.
Nunca
había visto una ambulancia por dentro, y para ser la primera vez que me
montaba, me daba coraje no poder verla. Jugaba a imaginarla, creyendo saber cuántos
aparatos reformaban su formato original, pero me bajaron de ella sin conseguir
verificar mis fantasías.
Era algo
raro. Tan sólo me daba cuenta de la mano de mi madre apretando la mía
fuertemente, pero no notaba nada en mi cuerpo, ni cuando me subieron a la
camilla ni ahora que me bajaron. Eso sí. El mareo no se iba de mi lado por nada
del mundo. “¿Cómo he podido dejar de advertir sólo mi físico?” - me lastimaba a
mí mismo. La verdad es que tampoco tenía muchas ganas de pensar...
Pues se
supone que pasó el tiempo. Se supone porque yo no lo notaba, pero ahora sé que
pasó. Fue como un despertar bastante extraño. No sé. Me daba la sensación de
haber despertado de un largo sueño pero seguía en las mismas. No podía mover un
ápice de mi cuerpo y mi pierna izquierda se perdió. No la sentía para nada, y
el control de mi cuerpo lo contabilizaba a fracaso por intento.
¿Y qué
podía hacer? No entendía nada. Estaba bastante confundido respecto a todo lo
que sucedía en mí y fuera de mí. Volví a intentar abrir mis ojitos de plomo y
fue en vano, seguían siendo plomo y del reforzado. Así que me propuse
organizarme pues tan sólo recordaba que aquella inoportuna luz me había tirado
de la moto.
- ¿Y mi
moto, donde está mi moto? - me pregunté sobresaltado a la vez que inmóvil.
Me llegó
a dar igual de tal como estaba, y eso que la quería.
Bueno,
eso. Lo único que aparecía en mi cabeza cuando trataba de hacer memoria era el
momento del accidente. En aquellos momentos no recordaba nada más.
En mi
mente sólo tenía dos datos; la caída y mi presente. Postrado en una cama, sin
pierna izquierda aparentemente y lo peor era que me lo imaginaba, porque ni
siquiera lo sabía ciertamente.
Ya digo
que me propuse organizarme, y lo mejor que se me ocurrió hacer fue esperar. Y
“¿a qué espero?” me pregunté.
Allí, tratando de resolver mis faltas de memoria me tiré un buen rato -
y lo único que saco en claro es que cuando hablo de tiempo es el que yo
imaginaba, porque la noción del mismo la tenía perdida por completo - hasta que
cierto ruido débil y sospechoso me hizo recobrar la esperanza vaga que me
quedaba respecto a mi situación de vivo o muerto. Pensé que estaba vivo porque
había escuchado un ruido, aunque momentos antes pensaba que estaba muerto
porque no pasaba nada diferente al tiempo. Tal vez esa era la manera de esperar
para entrar en el cielo... o en el infierno, quien sabe. Pues mi siguiente duda
era la del ruido. Lo había escuchado, pero no sabía de donde procedía ni por
qué, así que intenté averiguarlo. Y lo conseguí. Era el ruido del picaporte de
la habitación donde me encontraba desalentado. Lo saqué en claro después de escuchar
unos pasos muy lentos que se acercaban a mí. Y logré entender algo más que me
alivió y despejó muchas de mis dudas.
Aquella
persona se acercó a mí y se sentó. El ruido de la silla me fue dando casi la
pista definitiva de que estaba vivo. O eso, o en el cielo también había
sillas...
Comenzó a
acariciarme la cara, lentamente, de arriba a abajo y de abajo a arriba, primero
con dos deditos, como si me fuese a partir, y luego con la mano entera.
Entrelazaba
sus dedos entre mi pelo y casi la quería escuchar sollozar, como si no me
quisiese despertar.
Vislumbraba que era mi madre y - aún recuerdo que me era imposible
adivinar sus palabras y jugaba intentando descifrar aquel mensaje que nunca
supe - creo ciegamente que no me equivocaba. Aunque aquel llanto me hacía
dudar...
Pero se
marchó sin conseguir entenderle. Fuera quien fuese no sabía que había venido a
hacer allí puesto que mi estado era pésimo, pero me hizo reflexionar y
aclararme en una cosa. Observé, tras muchos intentos y reparos, que estuviese
mal o bien, con mejor o peor aspecto estaba vivo. En aquel momento lo creí
obvio tras recapitular y ver que escuchaba, que sentía cuando me acarició, pero
lo que me jodía y más me atormentaba era no poder saber por qué no me podía
mover ni hablar, por qué no podía girarme cuando siempre he dormido de lado.
“Pero no estoy durmiendo” me alentaba, si no pensar no podría... ¡Ay Dios
mío!...
Allí
metido, aburrido, sin nada que hacer pasaba el tiempo bastante lento, o al
menos eso me parecía a mí. No podía ver la tele, no podía coger mi moto ni ir a
ver a los colegas. Mi vida empezaba a desmoronarse lentamente, como si no
quisiese hacerme daño al caer, pero que de hecho me daría.
Un día, y
otro, y otro más. Y así muchos días de mi vida que notaba que perdía porque
aquella maldita luz salió de aquel cruce sin mirar. “Por cierto, ¿quien
conducía aquella noche aquel coche que rompió mis ropas y ensució mi moto?”.
Aunque más razonable sería preguntar que por qué salió sin mirar del cruce y me
dejó así como estoy ¿no?
Jugaba
también a imaginarlo, maldiciendo la suerte de cuantos individuos se me pasaban
por la cabeza culpándolos de mi estado. Y sé que no iba a conseguir nada, pero
por lo menos me desahogaba y lo más importante, pasaba el tiempo
entreteniéndome en algo.
Dormía, -
o digo yo que lo hacía porque ya había perdido la noción del tiempo y de las
cosas; muchas veces no sabía lo que hacía fruto del desalentador tiempo - me
despertaba y volvía a dormir. No entendía ni un poquito que es lo que estaba
pasando fuera, pero no me gustaba.
Estaba
abandonado de la mano de Dios en una cama que supongo que sería en un hospital
de sabe dónde...
Sólo
conseguía saber que algo grave tenía pues no había vuelto a sentir desde hacía
mucho tiempo que me cambiaran de cama o de habitación. Hacía mucho que
exceptuando a aquella persona, nadie entraba en mis nuevos aposentos a rendir
culto al muerto.
“¡Qué no
estoy muerto! - me chillé a la vez que me consolaba yo sólo. Y parece que
surgió efecto.
Nuevamente,
lentamente una mano desconocida abrió el pomo de la puerta y la empujó
dejándome sentir el pequeño chirrido que desprendía, cerrándola después de
manera algo más brusca. Se hizo el silencio. En breves minutos un llanto de
mujer lo interceptó para hacerme comprobar, definitivamente, que todos mis
esfuerzos por moverme o por hablar eran exageradamente en vano.
Sentí,
comprobé la ausencia de vida que se respiraba en el ambiente, pero que aún no
palpitaba en mí porque yo me negaba tajantemente a ello.
Lloraba;
era mujer seguro. Tan seguro de ello que lo corroboré cuando quise reconocer a
mi madre.
Sus manos
acariciaban mi rostro y mi pelo indistintamente, a la vez que emanaban lágrimas
de sus pupilas que como con un altavoz las creía escuchar caer sobre mis
sábanas desprendiendo todo el cariño y amor que una madre como la mía puede dar
a su único hijo.
Su
monólogo, como si de un teléfono móvil cuando se queda sin cobertura se
tratase, quería entenderlo poniéndole toda la atención del mundo. Ella era lo
único que me consolaba, porque la espera poco a poco me iba venciendo. Era
difícil hacerse a la idea de que no volvería a ver jamás las puestas de sol
allá en la playa, pegada al horizonte. Saber que perdería mis antiguos
recuerdos de cuando andaba enamorado y de que no volvería a ver ni una más de
las carreras de motos que hasta entonces me habían apasionado con tantísimo
entusiasmo.
- ¿Sabes?
Los médicos me han dicho que es bueno que te hable. Dicen que cuando se está en
coma los pacientes sienten, escuchan, entienden lo que se les dice y en
ocasiones hasta renacen de ese estado por provocarles fuertes sentimientos o no
sé qué. Y eso es lo que hago hijo mío. Te hablo...
“¡Claro,
ahora encaja todo! Estoy en coma. Por eso todos me dan casi por muerto y no lo
estoy”, me aclaré. - ... sin saber bien que decirte, tan sólo que todo esto me
parece una pesadilla.
Nunca
imaginé, aunque siempre creí que esto podía llegar a pasar, pero no me lo
esperaba.
Tú, estas
ahí, como dormido con tu carita de ángel, tan bueno, y yo estoy aquí sentada a
tu lado, con el alma encogida y el corazón que se me va a salir por la garganta
porque ya no aguanto más tiempo esta situación.
Hijo mío,
son más de 2 años, son cerca de 3 los que llevas ahí tumbado enchufado a esas
máquinas que te mantienen con vida según me dicen, pero yo ya no lo sé. Me
desesperanzo cada vez que entro a verte y te miro y te acaricio, y no haces
siquiera un mal gesto de dolor...
“3 años
Dios mío”, me lamenté en mis adentros. 3 años en esta cama sin saber nada de
fuera, ni nada de nadie. ¡Es tremendo! ... y es que ya la situación se está
haciendo insoportable.
- Los
médicos me dicen que te hable, y eso hago desde hace 2 años largos, pero no da
resultado...
Mi madre
me siguió hablando. La mujer se desahogaba conmigo porque según me contaba en
mi casa se hacía la fuerte ante las vecinas, pero por dentro estaba destrozada.
Yo, sin
embargo quería ayudarla, y para ello me proponía con todas mis fuerzas salir de
aquella situación. Más que por mí por mi madre, pero me enfrentaba a dos graves
problemas dejando a un lado que no encontraba mi pierna izquierda. Uno es que
no sabía que debía hacer para salir del estado en que me encontraba, y dos, es
que no podía pedir ayuda a nadie, ni médicos, ni familia... así que opté por la
única opción a la que tenía acceso. Rezar y esperar.
No sé me
daba mal lo de rezar, pero esperar lo llevaba demasiado mal. Era demasiado
tiempo el que andaba allí acostado y pensaba que cuando me levantara me
dolerían todos los huesos de haber estado siempre en la misma posición. No
sé... por distraerme pensando en algo.
Y es que
de tanto pensar a veces yo mismo me asombraba de las barbaridades que podían
pasar por mi cabeza. Mil y una historias sin sentido que hacían menos monótona
mi espera de... de no sé cuánto tiempo más...
Así que
poco a poco me dormía, me despertaba, intentaba moverme como siempre en vano,
intentaba recordar cosas de amigos o de los vecinos, pero que va. Parece como
si hubiese perdido la memoria y sólo conseguía recordar a mi madre, porque me
había hablado, y el momento del accidente. Ese no se borraba de mi cabeza para
nada, e incluso sin pensar en él, aparecía a su antojo.
Menos mal
que de vez en cuando pasaba algo de nuevo en mi vida. De vez en cuando mi
suerte cambiaba sin saber bien la razón, pero era de agradecer. Sobre todo
cuando creí que la cosa mejoraba. Mi madre había estado 3 años hablándome y ese
día por primera vez la escuché. En algo había mejorado mi estado, ¿no?
Pensaba
que sí, sin hacerme ilusiones, pero estas crecían cuando inesperadamente aquel
suspiro junto a aquel llanto de mujer se instalaban en una ¿butaca? junto a mí.
Nunca antes, al igual que a mi madre, le había escuchado, pero ya digo que todo
comenzó a cambiar porque ahora si escuchaba... o eso me parecía a mí.
Su mano
cogió la mía y la acariciaba sin que pudiera descubrir su rostro. Escuchaba su
llanto sólo interrumpido por suspiros que me llegaban al corazón. Sentía mucho
amor en sus caricias, en su manera de tocarme y de mimarme. De cómo con sus
dedos trababa mi pelo y con su yema, despacito, hacía carantoñas a mi nariz
despavorida ante lo desconocido, para bajar luego por mi cuello y entretenerse
en mi pecho perdiendo la noción del tiempo.
Cada
gesto suyo iba reforzado por una lágrima que caía a veces sobre mi rostro, a
veces sobre mi pecho, con lo que suponía de su postura alzada sobre mí.
En
ocasiones sentía el olor de su pelo a recién lavado e incluso el roce de
algunos de sus cabellos en mi rostro, con lo que además de asegurarme en mi
idea de su postura, descubrí que también olía.
Tan sólo
me faltaban por percatarme del gusto, el tacto y la vista, aunque pensándolo
más detenidamente, si sentía sus caricias el tacto también lo tenía.
“Ni veo
ni como”, me alenté, no sin dejar de suponer y bendecir el suero que seguro me
alimentaba.
Poco a
poco iba recobrando mis sentidos, o tal vez perdiendo los otros dos, no sé.
- ¡Qué
triste Dios mío!, que mal. - Qué situación de desánimo algunas veces corría por
mis venas hasta romper mi corazón sabiendo que vivía y que no podía hacer algo
diferente que esperar. Pero en fin. Con el paso del tiempo conseguí hacerme a
la idea de resignarme.
Y como
hacía a menudo me puse a recapitular nuevamente.
Estaba
desde según entendí hacía tres años postrado y macilento en una cama de un
hospital desconocido. En tanto tiempo sólo reconocí que mi madre y otra chica,
supongo, habían estado acercándose a verme casi a diario. Mi pierna izquierda
seguía sin sentirla, no sabía dónde estaba mi moto y lo peor de todo, no sabría
por cuánto tiempo más duraría aquella mi tortura.
Incluso
pensé si alguien en mi casa, después de tantísimo sufrimiento habría puesto la
eutanasia sobre la mesa. ¡Qué horror! No, no lo creo, aunque quizás... no, no
puede ser. Sería una desilusión muy grande para con mis padres, pero en fin,
quien sabe...
Y es que
de vez en cuando me ponía melancólico yo sólo, conmigo mismo...
Pero como
siempre dije hay que tener esperanza mientras que se tenga vida. No es que yo
tuviese mucha, pero aún no estaba agotada. Todavía me quedaba un hilito de
aire, un haz de luz que no pensaba desaprovechar. Tirar la toalla nunca fue mi
estilo y ahora mucho menos.
No
pasaría mucho tiempo de todo aquello que te cuento cuando creí ver el cielo
abierto. Y no es una metáfora. Bueno, exactamente el cielo no. Lo que vi fueron
mil cables conectados a otras tantas máquinas a las que luego daría las gracias
por haberme mantenido con vida aquellos 3 eternos años. Ahora mismo no soy
capaz de poner en pie aquella impresión. Es como si hubiesen volado aquellos
recuerdos de mi mente y se hubiesen ido con todos aquellos que desaparecieron
mientras “dormía” en mi habitación de “alquiler”, aquella que la seguridad
social me prestó por tanto tiempo...
Aunque a
decir verdad, mis ojos duraron abiertos como dos segundos poco más o menos.
Seguían siendo revestidos de plomo. Pesaban tremendamente hasta el punto de
imposibilitarme mantenerlos en posición de búsqueda de mi ansiada pierna
izquierda.
Quería
tocarla, ver si estaba allí postrada a mi lado, pero me fue inútil. Me
encontraba terriblemente cansado como para buscarla.
Sí. Lo
único que recuerdo a ciencia cierta de aquellos momentos es el motivo por el
que desperté. Mi cuerpo sintió una sensación extraña, inédita, pero no en ese
tiempo de hospital, si no durante toda mi vida normal anterior. Aquella chica
extraña me besó en los labios tras haber estado un buen rato acariciándome y
llorando a mi lado.
Aquel fue
el motivo exacto de mi despertar, pero hasta ahí. Intenté hablarle, intenté
mover un ápice alguna parte de mi cuerpo, pero fue en vano. Me encontraba
bastante débil.
Ella, al
ver que abrí los ojos por un momento corrió de la habitación, y en un breve
espacio de tiempo aparecieron mil “ángeles de la vida”, como yo les llamo. Unos
segundos antes las máquinas que me mantenían vivo habían comenzado a pitar
incesante y diferentemente, lo que por poquito aumenta el mareo que ya tenía en
mí. Y no sé qué me hicieron que me volvieron a dejar dormido. Para mí que me
sedaron. Creo que fue eso porque en unas horas o en unos días, no lo sé, volví
a despertar. Pero esta vez muy diferente a la anterior. Ahora desperté como si
de una operación se hubiese tratado.
Mis ojos
seguían pesando, aunque cierto es que muchísimo menos, y mis manos querían
moverse dando signos de supervivencia, pero parece como si me hubiesen puesto
tres sacos de cemento encima. No podía, y se me desmoronaba el mundo pensando
que todo volvería a ser como antes.
Gracias a
Dios me equivoqué y gracias a Él que conseguí salir de aquello, digo yo...
Ahí
comenzó de nuevo mi vida. Ahí volví a nacer y desde entonces que celebro dos
cumpleaños...
No sé
bien si antes o después me cambiaron de habitación. Me subieron a una camilla
junto con todos mis trastos de vivir y cambiaron mis aposentos. Yo ya escuchaba
mucho mejor, ya tenía mis sentidos al día, aunque algo fraccionados y aún
debilitados.
Y al poco
de estar allí hice realidad mi sueño desde que empecé de nuevo a vivir. Poco a
poco comencé a abrir mis ojos y pude ver el cielo abierto tras la ventana que
estaba junto a mí. Ya por entonces mi habitación estaba casi repleta de flores,
y la Virgen del Rocío posaba para mi rodeada de las más bellas florecillas que
adornaban mi cuarto.
Comencé a
recordar poco a poco. Mover la mente en demasía no era mi propósito pues me
atacaban los dolores, pero despacito, muy despacito, iban llegándome pasajes de
mi vida anterior, de cuando era estudiante, de cuando conducía, de cuando... de
cuando mi madre me mandó una noche hace más de tres años por unas pastillas...
Por
supuesto que mi accidente no era culpa suya, pero sentí en mí un vano recelo
hacia mi madre sin saber muy bien por qué. Quizás por un momento e
inconscientemente la culpé de mi suerte, y eso me hizo sentir tremendamente
mal. Ella fue la que me dio la vida, la que me había criado, la que cambiaría
su vida por la mía a ciencia cierta, y aquello me hizo sentir fatal hasta el
punto de que algunas lágrimas empezaron a descender por mis mejillas.
Pero quitando
de esto me sentía mucho mejor anímicamente. Mis fuerzas se iban recuperando muy
despacio, casi en semanas diría yo. Pero me faltaba algo. Desde que me
cambiaron de cuarto nadie había venido a verme. Aquella pregunta me hacía
pensar, y no quería que me doliera la cabeza. Así que como en anteriores
ocasiones, después de reorganizarme, me propuse, me propuse lo de siempre,
esperar a que alguien recordara que estaba allí.
Mi ruego
no se hizo esperar. Al no sé cuánto de estar aburridísimo un médico entró...
- ¿Qué? ¿Cómo
te encuentras?
- Mal -
le contesté con el hilito de voz que había recuperado.
- ¿Y eso?
- Me
duele la cabeza un montón, tengo mucha hambre y ganas de ir al baño.
- Me
alegra oírte.
- Pues a mí
no - le contesté.
- Eso es
señal de que te estas recuperando sin ningún problema. Demasiado a prisa, diría
yo.
- ¿A
prisa por qué? - le pregunté extrañado.
- Hombre,
no es muy común que pasando por donde has pasado tengas hambre y ganas de ir al
baño. A estas alturas normalmente sólo se tiene ganas de descansar.
- Claro
que tengo ganas de descansar, pero también de ir al baño - le dije con la
poquita voz que me quedaba.
Y es que a
medida que iba hablando mi voz iba desapareciendo hasta casi quedarme sin ella.
- ¿Dónde
están mis padres?
- Están a
fuera, deseosos de verte. Si me prometes que no te forzarás los dejaré pasar
pero sólo un momento. No es conveniente que tengas emociones fuertes, que
tengas recaídas...
- ¡Mamá,
papá! - les grité como pude cuando los vi entrando.
- ¿Qué te
acabo de decir? - me recriminó el doctor desde la puerta.
- Vale,
vale - le respondí.
Enseguida
mi madre se echó encima de mí llorando como una magdalena. Y mi padre, que
parecía estar mucho más entero que mi madre - aunque con las lágrimas a punto
de saltárseles - la apartó de mí.
- Perdona
mamá, es que me falta el aire...
Llevaba
allí, con mi madre a mi lado como dos semanas. Mi madre ya me había contado
muchas cosas de mis amigos, quien había ido a verme o quien preguntaba por mí
casi a diario en el pueblo.
Durante
ese tiempo yo, poquito a poco me había ido recuperando de las secuelas que me
habían ido quedando en el accidente, pero que ingenuo de mí, que hasta esa
fecha no me di cuenta de la secuela más importante que me había quedado. Quería
que el mundo se me cayera encima, quería que la tierra me tragase, retroceder
en el tiempo y que nada de todo eso hubiese pasado. Pero no podía hacer más que
resignarme a seguir mi vida con 24 años y una pierna...
- ¡Mi
pierna! - recuerdo que grité fuertemente. ¿Qué le ha pasado a mi pierna?
Era
escalofriante, al menos para mí, ver mi pierna en aquel estado. Tenía un
fijador inmenso que me imposibilitaba en todo el porcentaje su movimiento.
“¿Cómo no he podido verlo antes?”, me pregunté bastante confundido.
Sus
tornillos atravesaban mi pierna casi entera, rodilla incluida, de un lado a
otro dándole un aspecto infernal. Casi me llegaba a la ingle y a mí se me
desmoralizó por completo.
Mi madre
decía que si seguía al pie de la letra las instrucciones de los médicos
recuperaría mi pierna, y yo pensaba que ya nada sería igual después de aquello
por muy buenos que fuesen los médicos que me atendían.
Pero con
el paso de los días me fui concienciando que tenía que ser así. Tan sólo me
quedaba esperar, y aunque me costaba lo hacía.
Una
mañana vino a verme una chica de la cual yo no recordaba. Me extrañaba mucho,
porque era lindísima. Pelo largo rizado y moreno, con los ojos negros. Poco más
o menos como yo de alta – o por lo menos cuando tenía mis dos piernas – y muy
bien vestida. Aunque en sus ojos se le notaba cierta tristeza. En mis tiempos,
eso era un arma letal a la hora de enrollarme con las tías. Les sacaba que les
pasaba y me dejaba utilizar como paño de lágrimas...
- Buenos
días – saludó.
- Buenos
días – le contestamos mi madre y yo.
- Y qué,
¿cómo está el enfermo?
- Bien –
le contesté. – O al menos eso creo.
Mi madre
se levantó y con la excusa de ir por café nos dejó solos.
Yo
actuaba como si la conociese de siempre, como si fuese una amiga que había
venido a verme, pero la curiosidad me mataba y después de un rato hablando con
ella sobre mi situación y lo que me habían dicho los médicos y demás, tuve que
preguntarle:
- ¿Sabes?
Estoy aquí hablando contigo, pero tengo que preguntarte algo.
La chica
cambió el gesto de la cara notablemente. En un principio no entendí que razón
le llevó a ello, pero mi pregunta fue crucial.
- ¿Quién
eres? Es que no te conozco. Perdona mi torpeza. Quizás con el accidente he
perdido memoria o algo, qué se yo.
- ¿No te
acuerdas de mí? – me preguntó casi haciéndome culpable de no recordarla.
- Lo
siento pero no. Llevo un ratillo observándote y no recuerdo de tu voz ni de ti,
de verdad que lo siento.
- No lo
sientas, no me conoces.
- ¿No?
- No.
- Pues
ahora sí que no entiendo nada. ¿Qué haces aquí entonces?
- Si me
prometes que no te enfadarás te lo digo.
- Te lo
prometo.
- No, no.
Prométemelo no para que te lo cuente, sino para que de verdad no te enfades.
- No será
muy bueno lo que me vas a contar cuando me lo pides con tanta insistencia ¿no?
- ¿Me lo
prometes, no te enfadarás conmigo de verdad?
- Que no
mujer, de verdad.
No creí
que hasta ahí iba a llegar la cosa, que de verdad no me enfadaría, pero si
llego a poder levantarme de la cama en aquel momento te hubiese matado.
- Soy
Sonia.
- ¿Sonia,
qué Sonia?
Me miró a
los ojos fijamente. Queriéndose retener comenzó a sollozar sin poder evitarlo y
con un leve tartamudeo me lo contó.
- Soy la
chica con la que chocaste. Yo conducía el coche con el que tuviste el accidente
aquella noche. Sé que no merezco que me mires a la cara pero...
- Haz el
favor de salir de la habitación – le dije volviendo mi cara hacia la ventana. –
Eres la última persona que he querido conocer en este mundo y no tienes más que
encima venir aquí, a ver como he quedado.
Aquellas
palabras le hicieron daño, lo sé. En el tono de su voz se le notaba el total
arrepentimiento y ahí tal vez no me porté acordé con mi manera de ser. Era
tanto lo que sufría con mi pierna, con las secuelas que se me iban a quedar
aunque los médicos y mi madre dijesen lo contrario, que reaccioné mal, muy mal.
Pero cuál
fue mi sorpresa que por aquel momento el médico entró.
-
¿Interrumpo algo?
- No
doctor, dígame.
- Tengo
buenas noticias para ti, y no tan buenas también. ¿Recuerdas todo lo que te
había comentado sobre la pierna?
- Si
doctor.
- Pues
nada de eso vale. La posibilidad de amputar está descartada tras las pruebas
estas últimas que te hicimos, pero eso no te exime que tal vez se te quede algo
mal.
- ¿Cómo
de mal doctor?
-
Hombre... ahora mismo no lo sé. Pero creo que aunque te quedaras en una silla,
lo de no amputar es buena noticia ¿no?
No me
hacía la menor gracia, pero tras como me lo había pintado...
- Si es
buena sí, gracias doctor.
Sonia me
miraba con los ojos desencajados cuando el médico marchó. En ellos se le notaba
la alegría por la noticia, que la sentía de verdad. Ahora que lo pienso, ¿qué
hacía allí si no fuese sincera?
- Y bien,
¿tú qué? – me dirigí a ella con cierto grado de chulería. - ¿Piensas que se
puedes ir por ahí saltándote los semáforos y derribando motos como si no
costase? Mira la que me has liado en la pierna. Casi me la cortan y ahora
probablemente me sienten en una puta silla cuando me levante de esta puta cama.
¡3 años llevo aquí encerrado por tu culpa, en coma, a punto de morir!
La verdad
es que me pasé. La chica no sabía cómo salir de aquella, si decirme o callar,
si sentarse o marcharse para siempre.
- ¡Calla
hijo, calla! – me regañó mi madre que entraba en la habitación. Se te oye desde
el pasillo.
- ¡Mamá!
El médico me ha dicho que no me tendrá que cortar la pierna, aunque...
- Ya lo
sé hijo mío. Yo me alegro mucho, he hablado con él.
- Pues no
parece que te alegres mamá.
- Si me
alegro, de verdad. Lo que no concibo es que le chilles a Sonia como acabo de
oír.
Su
respuesta me dejó anonadado.
- Es
cierto que ella te dio el golpe, y que por “su culpa” tú estás ahí, como estas,
pero para que lo sepas te diré que la chica está arrepentida. Los 3 fatídicos
años que llevas postrado en esa cama ha estado viniendo casi a diario, llorando
día tras día por su fatalidad y por la tuya. La he escuchado llorar y rezar
durante todo este tiempo para que salieras de esta tanto como yo y...
Las
palabras de mi madre me hicieron caer la cara de vergüenza y tuve que apartar
la vista de Sonia. Luego la volví a mirar y esperé a que mi madre terminara de
hablar.
- Lo
siento Sonia, perdóname. De verdad que no sabía nada.
- No, perdóname
tú a mí. Si no hubiese sido por mí ahora no...
- Ssss.
Ya basta. Ven, acércate.
Ella se
arrimó y la abracé. Llorando y en voz baja seguía pidiéndome perdón mientras mi
madre nos dejó solos. Le sequé sus lágrimas con mis dedos y mirándola fijamente
la besé. Ella se sonrojó y se apartó de mí, sentándose en la silla. Poco a poco
iba recobrando la respiración después de tanto llanto.
Y así,
pasaron unos días más, en aquella mi amiga cama, mi amiga habitación, hasta que
el doctor volvió a aparecer por allí. Habrían pasado como dos semanas, tiempo
en el que no fui capaz de confesarme.
- ¿Sabes
Sonia? El día que el doctor me traiga una buena noticia te confesaré algo que
llevo mucho tiempo guardándome.
- ¿Cómo
que mucho tiempo? No hace ni 3 semanas que nos conocemos.
- Si,
puede ser, pero hace más tiempo que quiero decirte algo.
- No te
entiendo – me contestó sorpresivamente.
- Bueno,
no te preocupes que ya te lo diré.
2 días
más se pegó preguntándome que qué era, que se lo dijera. 2 días porque al
segundo día después de aquello el doctor entró con una buena noticia. Comenzaba
la rehabilitación allí mismo, en el hospital.
El primer
día me costó muchísimo. Comencé a andar después de tres años y pico, y no
podía. Mi pierna estaba realmente mal, y me costaba mucho mantenerme en pie.
Unas veces mi madre, otras mi padre, pero siempre tú a mi lado derecho, me
ayudabas a dar largos y lentos paseos por los interminables pasillos del
hospital, a ir al baño cuando por fin me quitaron las sondas, a cambiar el
compact...
Pero
cuando volvimos a la habitación tras el primer día de rehabilitación, no se te
había olvidado nuestra conversación.
- ¿Qué es
lo que me tenías que decir?
- ¿Pues
no lo sabes ya? – le contesté intentando evadir mi promesa.
- No,
dímelo.
- Está
bien, te lo voy a contar.
Ella se
sentó a mi lado, y agarrándome la mano se me acercó muy atenta a lo de que mi
boca saliera.
- No sé
cuánto tiempo hace – como 3 años más o menos – comencé a sentir una extraña
sensación.
- ¿Una
extraña sensación?
- Espera,
déjame terminar. Dicen que cuando se está en coma la persona en cuestión siente
y padece, aunque no se pueda mover, aunque no de muestras de ello. Sin embargo,
es cierto. Ya te digo. Hará como 3 años que comencé a sentir como unas manos
que no conocía me acariciaban, poco a poco. Quería saber quién era, pero sólo
lograba sentir. Supongo que la ciencia todavía no responde a averiguar quién te
habla, o quien está a tu lado.
-
¿Entonces es cierto que estando en coma se siente?
- Yo he
sentido. Sí, es cierto, o al menos eso me pareció a mí. Y también sentí aquel
beso que me diste. Ese fue el detonante para saber que no estaba muerto por un
lado, y que no era mi madre quien me visitaba por otro. Los recuerdos de este
tiempo los tengo muy difusos. No logro recordar con exactitud todo cuanto
quisiera...
Sonia se
sonrojaba.
- ¿Qué te
pasa? Estas colorada como un tomate.
- No creí
que te habrías dado cuenta, y ahora me da vergüenza. Pero dime, ¿qué es lo que
me tenías que confesar? – me preguntó evadiendo así el tema.
- Quizás
creas que es una tontería, pero igual que sabía lo del beso, también he notado
a cada caricia que me has dado día tras día, y has ido provocando en mí una
extraña sensación que con el paso del tiempo se ha ido arraigando en mí.
- ¿Qué
sensación?, explícate.
- Creo...
creo que me he ido enamorando de ti tras todo esto. Pero claro, tú con tu
cuerpo, con lo guapa que eres no te irás a enamorar de un pobre inválido
sentado para siempre en una silla de ruedas.
- ¿Sabes?
– me fue a contestar si no es porque mi madre entra en ese momento.
- Hola
hijo, hola Sonia.
- Hola,
le contestamos al unísono.
Se sentó
frente a nosotros y abrió una revista. “Pero seguid vosotros” nos dijo – que yo
estaba cansada ya de esperar a tu padre en el bar.
Los dos
reímos a la vez, y Sonia se levantó.
- Salvado
por la campana ¿eh?
- Pues sí
– le contesté.
- ¿Qué
pasa? – preguntó mi madre queriéndose enterar del asunto.
- Nada
mamá hija, que siempre te quieres enterar de todo.
- Huy lo
que me ha dicho. ¿Será sinvergüenza?
Los 3
reímos ante la contestación pueblerina de mi madre, y Sonia se despidió.
- Luego
me paso ¿ok? Me quedo yo esta noche ¿no Salvadora?
- Si
hija, como quieras. Así duermo en casa y estiro las piernas un poco.
Sonia
marchó, y en cuanto salió por la puerta mi madre ocupó su silla situada junto a
mi cabecera.
- ¿Qué?
Te ha gustado la chiquita ¿no?
- Venga
mamá, por favor.
- Que soy
tu madre Julio, a mí me lo puedes contar.
- No
empieces ¿eh? No me gusta. ¿Quién te ha dicho semejante barbaridad?
- Se te
nota en los ojos chiquitín mío. Ese brillo en ellos y ese color de cara es de
cuando se está enamorado, que lo sé yo.
- Ya vale
mamá, ¿no te he dicho que no? Pues déjalo ya.
Nunca
comprenderé como las madres se dan cuenta de todo. Quizás sea por aquello de
que te han parido.
- Vale,
es cierto – me dirigí a ella retomando el tema. Se lo iba a decir justo cuando
entraste.
- ¡Vaya
hombre, lo siento!
- No pasa
nada, no te preocupes.
Con la
mirada se quedó a la expectativa. Quería que le contara y a decir verdad, no
sabía por dónde empezar.
- Casi no
la conozco, pero me gusta. Se ve amable y sincera, y además es guapísima.
Pienso que también le gusto, no sé. Mamá, dime tú que seguro que has hablado
con ella más que yo.
Se
sonrió.
- ¿Yo?
Que te lo cuente ella esta noche. Eso son cosas de vosotros dos – me dijo
mientras se levantaba. – Voy a ver si ha venido tu padre.
Cuando
llegó a la puerta se volvió, y con esta medio encajada me dijo:
- Pero
inténtalo, verás como sale bien.
Aquellas
palabras me tuvieron toda la tarde dándole vueltas a mi cabeza. Por lo menos
ahora pensaba en cosas coherentes.
Como a
los 10 minutos me llamaron a la puerta. Pensé que eran mis padres.
- Entrad
coño, ¿para qué llamáis?
Pero me
equivoqué. Era mi primo Agu y la novia que habían venido a verme. Estuve dos
meses viviendo con ellos en Palma de Mallorca, donde fui a trabajar un verano.
- ¿Qué
pasa primo? Hola Mª del Mar.
- Hola.
¿Qué pasa, cómo estás?
- Pues ya
ves, un poco jodido. Tengo la pierna hecha un cacharro, pero me han dicho que
no me la van a tener que amputar. ¿Y vosotros qué, estáis bien?
- Digo,
todo bien. Hemos venido varias veces este tiempo, pero era para nada. Más que
nada le preguntábamos a tu madre. No veas el susto que nos has dado. Tanto
tiempo en coma que creíamos que te perdíamos.
- Qué va.
Bicho malo nunca muere, ja, ja, ja...
Allí
estuvieron conmigo un buen rato. Les pregunté por Fede y por González, por
Antonio Carolina y Carlitos Lacachumbi. Por todos mis amigos, al fin y al cabo.
- Vendrán
el sábado a verte cuando el Antonio termine en el taller.
- Ah, muy
bien. De todas maneras darles recuerdos míos. Y si veis por ahí a Macarena y a
Sonia, la de Valencia, también ¿ok?
- Muy
bien.
Se
despidieron de mí. Iban a salir cuando se cruzaron con Sonia que venía entrando.
Mª del Mar iba delante, y mi primo, en medio de las dos me echó una mirada como
diciendo: “¿Y esto, de donde ha salido?”
- Nos
vemos primo, hasta mañana.
- Venga,
hasta luego – les contesté.
-
¿Quiénes son?
- Mi
primo Agu y la novia. El sábado vendrán todos y los conocerás.
- Ah, muy
bien. Me he cruzado con tus padres. Me han dicho que ahora subirán. ¿No te han
traído la cena aún?
- Que va.
- Es que
los he visto por el final del pasillo con los carritos y pensé que ya habían
pasado. Mejor, con eso me da tiempo a cambiarme.
- ¿A
cambiarte?
- Hombre
claro, si voy a dormir aquí me tendré que poner el pijama ¿no?
- Si
claro. No, si yo no digo nada.
Sonia
entró al baño a cambiarse casi al mismo tiempo que entraron mis padres.
- Bueno
hijo, nosotros nos vamos para casa a descansar, que nos ha dicho la enfermera
que aún tardarán un ratito en traerte la cena. ¿Y Sonia? – preguntó mi madre.
- ¡Aquí!
– les chilló desde el baño.
-
Nosotros nos vamos ya hija, hasta mañana.
- Hasta
mañana Salvadora. Un momentito que salgo.
Salió con
un batín celestito muy bonito que me dejó impresionado.
- Hasta
mañana – les dijo ahora cara a cara.
-
Encárgate tú de que cene ¿sí?
- No se
preocupe, lo deja en buenas manos.
- Pues
nada, buenas noches a los dos. Mañana en la mañana vendré.
- No
tenga prisa, no tengo nada que hacer.
Mis
padres marcharon, y cuando iba a decirle lo guapa que estaba llamaron
nuevamente a la puerta.
- La
cena.
La
enfermera empujó la puerta con el carrito y me dejó lo que yo le pedí. Aunque
Sonia había cenado ya, pedí un poco más por si le entraba hambre a media noche.
Me dejó la cena y se fue.
Sonia
posicionó la silla enfrentándola a mi cabecera, y yo mirándola le pregunté qué
hacía.
- Tendré
que darle de cenar al enfermo. Tú estás malito y yo te he de cuidar.
- No
digas tonterías mujer. Sé comer solito.
- Ah ¿sí?
Pues muy bien – me contestó con un tono ironizante. Se fue al sillón más lejano
de mí y abrió una revista. Sin mirarme, pasaba las páginas a prisa, como
queriéndome dar coraje. Pero lo que consiguió fue remover mi sentido de la
culpabilidad.
- Vale,
perdona. Dame tú de cenar.
- No,
ahora no. Y aligera que vendrán a recogerte la bandeja y no habrás terminado –
me contestó haciendo como la que estaba enfadada.
Yo me reí
y empecé a cenar solo. Pero no estaba contenta, y seguía chinchándome.
- Además.
Ahora te quedarás sin el postre.
- No. He
pedido 2 yogures.
- No me
refería a ese postre, bien lo sabes... – me dijo acercándose a mí.
- Ah ¿no?
- ¡Venga
a comer mal pensado!
Jugó
conmigo todo lo que quiso y más. Que si esta por papá, que si esta por mamá, el
avioncito, el camión... como si fuese un crío de 2 ó 3 añitos. Pero me hizo
comérmelo todo, la muy...
- ¿Puedo
retirar la cena? – preguntó la enfermera que asomó la cabecita por la puerta.
- Si por
favor – le dije sin reparos.
La chica
salió y cerró la puerta, dejándonos solos a Sonia y a mí. No sé por qué pero me
entraron unos nervios diversos y dispares a la vez. Casi seguro que me
preguntaría por lo que no le dije cuando en la tarde mi madre nos cortó. Aunque
nunca antes me había pasado, me daba vergüenza confesárselo. Quizás, es que
nunca antes me había enamorado.
- Me
pidió un hueco y a mi lado se tumbó, tapándose con mis sábanas.
Era
preciosa. Su pijama se componía de un palabra de honor y un pantaloncito cual
calzonas de los futbolistas, de color el conjuntito rosa pasión.
En
ocasiones anteriores yo le supuse una 100 de pecho, pero ahora que no llevaba
sujetador parecía más grande.
- ¡Oye!,
que el enfermo soy yo.
- ¿Qué es
lo que me tenías que decir? Entró tu madre y no terminaste – me susurró al oído
mientras la yema de su índice acariciaba mi nariz hasta alcanzar mis labios
repetidamente.
Mi
secreto mejor guardado comenzó a crecer sin poder hacer nada para evitarlo, y
que lo notara me mataba de la vergüenza, con lo que la opción más viable era
revelarle mis sentimientos. Puesto a pasar vergüenza, sería mejor la 1ª opción.
“Aunque desaprovechar esto...” pensé.
Le pasé
mi brazo bajo su cuello, y consiguiendo posicionarla boca arriba, fijé mi
mirada en el techo evadiendo así su pupilar en mí clavado.
- ¿Sabes
Sonia? Como te decía esta tarde, siempre había escuchado que los que están en
coma sienten y padecen, con la única diferencia de que no pueden exteriorizar
sus sentimientos. Pero como yo gracias a Dios, y a mi madre y a ti ya he salido
de ese trance, quisiera ahora contarte por lo que he pasado. Y es que como te
dije, sentía tus caricias y sentí tu beso ese día que no recuerdo cual es.
Ella se
ruborizó y también miró al techo de la habitación, buscando así y consiguiendo
mi mismo objetivo de no pasar vergüenza.
Tal vez
no lo recuerde todo, pero creo hacerlo en la mayoría de los casos. Te he
sentido acariciarme el pecho, acariciar mi pelo y he de confesarte que hasta he
tenido alguna polución nocturna cuando te tenía en mi pensamiento.
- ¿Qué es
polución?
- Joder
Sonia, ¿me vas hacer explicártelo? ¿De verdad no sabes lo que es?
- De
verdad que no – me contestó con cierta ignorancia.
-
Polución es... es cuando el chico ha estado, ha tenido la sensación de... Vaya,
a ver como te lo explico. Cuando... coño Sonia, cuando el chico se corre con
tan solo recordar o pensar en una chica, en su cuerpo y eso. ¿Entiendes ahora?
- Ahora sí.
¿Y has tenido polución conmigo? No me lo creo.
- Es
cierto. Cuando me acariciabas y no podía moverme ni decir nada, imaginaba que
lo hacía contigo y... bueno, no me cambies de tema.
El caso
es que poco a poco, cada vez que venías y te escuchaba rezar, o llorar por mí,
cada vez que sentía como me acariciabas, día a día, poco a poco, iba sintiendo
un algo por ti, a pesar de que no sabía quién eras. Lo único que conseguía
diferenciar era que no eras mi madre. Vaya, que poco a poco y desde dentro, me
he ido enamorando de ti. Y ahora que estoy “bien”, quería decírtelo. A
sabiendas de que tú a mí no me quieres para nada. ¿Cómo te vas a enamorar de
alguien como yo, que si no me terminan cortando la pierna me quedaré para
siempre en una silla de ruedas?
- ¿Y qué
pasa? – me preguntó levantándose de la cama mostrando cierto enfado. ¿Es que no
se puede enamorar una de un chico porque le falte una pierna?
- Mujer,
no es lo mismo que a tu pareja le pase algo cuando ya estas con ella que a
empezar una relación con un lisiado, es lo que quiero decir.
-
Entonces... Parece mentira que pienses así – me recriminó. Entonces si yo
quisiera empezar una relación contigo ahora, como estas mal de la pierna ya no
te puedo querer, ¿no es eso?
Yo callé
sonrojado y avergonzado de mis pensamientos, aunque así lo creía.
- ¡Pues
que sepas que sí, que estoy dispuesta a empezar una relación contigo, que me da
igual como estés, porque he empezado a quererte y eso no lo puede cambiar ni
una pierna menos ni una pierna más! Lo que sí que lo puede cambiar son
pensamientos tan obsoletos como ese que tienes tú – concluyó mientras se fue a
la otra punta de la habitación, a la silla de antes.
“Joder,
la he cagado” me dije a mí mismo. Calle unos segundos, buscando la manera de
arreglar las cosas, y me aventuré después de saber que ella también se había
enamorado de mí.
-
Entonces... ¿estamos saliendo?
Ella me
miró con el rabillo del ojo, y con una leve voz que casi no escuché me dijo:
- Si me
prometes cambiar esos pensamientos tan antiguos que tienes sí.
No me lo
creía. Me había hecho falta casi perder una pierna para enamorarme. Antes con
las dos, todos los fines de semana me enrollaba con una, o dos, pero nunca
había sentido nada tan fascinante como lo es el estar enamorado.
El sábado
tendría una nueva noticia que contar a mis amigos, pero no llegué a hacerlo. El
viernes por la mañana, después de desayunar salí junto a mi madre a pasear por
el pasillo, pero a los 5 minutos la pierna se me hinchó y cogió un color entre
rojo y morado bastante feo. En seguida mi madre llamó al médico y tras ver mi
pierna, me trasladaron a hacerme pruebas y más pruebas. A las 8 de la tarde del
sábado llegaba de nuevo a la habitación, donde me esperaban mis padres, Sonia y
mis amigos.
- ¿Qué ha
pasado doctor? ¿Por qué se le ha hinchado? – le preguntó mi madre con el susto
en el cuerpo.
- No se
preocupe, solo ha sido un sustillo por culpa de la circulación. Para que nos
entendamos. Es como si se le hubiese congelado parte de la sangre a la altura
de la ingle, detrás, en el muslo, y ese “tapón” es lo que le ha hecho que se le
hinchara. Pero no hay ningún problema. Únicamente un pero.
- ¿Pero?
- Si,
como en todos los casos hay al menos uno.
- Díganos
doctor.
-
Considerando el estado del que vienes, habrá que esperar, pero si el tratamiento
al que te hemos remitido no da el efecto que deseamos... habrá que operarte.
- Mamá,
papá, Sonia. Y vosotros chicos, ¿queréis dejarme un momento a solas con el
doctor?
Todos
salieron sin poner ninguna pega, y entonces pregunté al doctor Márquez.
- Doctor,
acérquese. En confianza. ¿Por qué estoy aquí?
El doctor
se retiró de mí un poco mientras reía a carcajadas. Luego se acercó y al oído
me preguntó ironizando: ¿Porque te has caído de la moto y casi te matas?, y
siguió riendo.
- No es
eso – casi le chillé. ¿Que si estoy aquí por el coma o por la pierna?
- Por la
pierna muchacho. Del coma ya has salido y nosotros ahí no podemos hacer más que
rezar.
-
¿Entonces tengo muy mal la pierna?
-
Bastante hijo – me dijo en un semblante mucho más serio. – La pierna la
tienes... pero vamos, que eso no significa que la vayas a perder ni nada por el
estilo. Ya hemos descartado la opción de amputarla con lo que puedes estar
tranquilo.
- No lo
estoy doctor, no veo el día en que salga por esa puerta por mi propio pie.
- Yo que
tú me iba apuntando a eso del baloncesto de silla. Es broma muchacho,
tranquilízate.
En
seguida entraron todos excepto mi madre, por la que pregunté en cuanto advertí
de su ausencia.
- Está
fuera hablando con el médico.
Y allí
estuve un rato, bromeando con mis colegas, que por cierto...
- No
habéis ni esperado a que os la presente ¿eh? Ya os habéis presentado vosotros
solitos.
- “¡Vaya
cacho de hembra canalla!” – me dijo mi primo al oído. Le choqué la mano con
júbilo y los demás en seguida preguntaron.
- Cosas
nuestras, ¿verdad primo? Oye, ¿y Gali?, ¿no lo veis por el pueblo?
- No
mucho, pero la última vez que me crucé con él me dijo que había estado aquí con
Inma.
- Pues el
que lo vea que le diga que se pase por aquí. Aun no me deja el médico usar el
móvil.
Todos
habían marchado ya hacía rato, y mi madre a un lado de mi cama, no hacía más
que mirar por encima de la revista una vez a Sonia y otra a mí. Yo me había
percatado de ello, y cuando me desquició los nervios salté.
- ¿Qué
miras mamá?
Con el
gesto ladeado y con los ojos me respondió.
Sonia,
que al escucharme levantó levemente la vista, en un pis se metió en el juego de
gestos y de miradas.
- Ah, muy
bien. Pues si pudiera levantarme os juro que ahora mismo me iba y os dejaba que
charlarais vosotras solitas, pero como no puedo, ¡ala, iros vosotras!
- No hace
falta Julio, ya está hablado todo lo que había que hablar. Tu madre y yo hemos
conversado largo y tendido en la cafetería.
- ¿Ah sí?
¿Y cuándo, si se puede saber? Si no una otra, habéis estado aquí todo el
tiempo.
-
Coincidimos en el bar cuando “nos echaste” para hablar con el médico.
- Así que
ya sé que estáis saliendo.
Sonia me
miraba con sentido de culpabilidad, y cuando le fue posible, a escondidas de mi
madre me hizo algunos gestos para aclararme que más tarde hablaríamos.
- No te
preocupes Sonia hija. Me voy a por café y así podéis charlar tranquilos.
- No hace
falta Salvadora, no se moleste, de verdad que no... – insistió. Pero todo fue
en vano. Cuando se le metía algo en la cabeza... con lo que se fue al bar.
Sonia se
acercó a mí con esa carita de niña buena que tan solo ellas saben poner cuando
quieren algo, y me pidió perdón. Lo que me contaría yo ya lo sabía, porque
conozco a mi madre y sé que se lo sacaría tarde o temprano. Las madres son
así...
Pero
bueno, a pesar de que no se lo había dicho yo, mi madre ya sabía que tenía
novia.
El
domingo por la mañana, como cada día salí a dar mi vueltecilla matutinal.
Acompañado de mi madre – pues Sonia había dormido en casa aquella noche – me
dispuse a saludar las plantas que de plástico adornaban los bajos de las
ventanas. Tanto tiempo llevaba allí que el personal del “hotel” ya me conocía,
y me saludaba cada vez que tropezaba con alguno de ellos. Pero un brazo me
sorprendió por detrás agarrando el mío y ayudarme así a estabilizarme un poco
mejor.
-
¡Enhorabuena muchachote!
Era mi
padre, que el pobrecillo aunque no lo miente, cuando no estaba trabajando
estaba en el hospital. Entre otras, por no hacerse de comer en casa y fregar y
eso...
- Hola
papá. Vaya, ¿ya te has enterado tú también?
- Pues
claro hijo, me lo ha dicho tu madre – me dijo muy efusivo.
Yo miré a
mi madre regañándole con la mirada. Ella me miró con cara de sorpresa y...
- Te
podías haber esperado que se lo dijera yo ¿no te parece?
- Yo no
le he dicho nada – me comentó.
- Ah ¿no?
Pues dime tú como lo sabe. Está diciendo que tú se lo has dicho.
- ¿Por
qué no me lo puede decir, Julio? Soy tu padre. Y si no me lo hubiese dicho el
doctor, que lo acabo de ver en las escaleras.
- ¿El doctor?
A ver, ¿qué te ha dicho mamá?
- Pues
que no te tienen que amputar la pierna. ¿Por qué, hay algo más?
Mi madre
y yo reímos a carcajadas. Incluso se me llegaron a saltar las lágrimas a causa
de la risa.
- ¿Qué
pasa, de qué os reís?
- De nada
papá – le dije echándole el brazo por encima. – Luego te lo cuento en la
habitación.
Era una
de las primeras veces que me había reído tanto y tan a gusto desde hacía más de
3 años. Pero poco me duraría la alegría cuando ese mismo domingo por la tarde
el cirujano me visitó en la que ya era mi suite.
- Sin
rodeos chaval. Hay que operarte la pierna.
- Muy
bien doctor. Si ello vale para que se quede bien adelante. Tan solo dígame que
es lo que tengo que tanto está dándome que hacer – le contesté con arrojo
delante de Sonia.
- Pero
como en todo, seguimos teniendo un pero.
- ¿Otro
doctor?
- La vida
es así chiquitín, con la única diferencia de que ahora no te lo voy a decir. La
sorpresa te llegará el mismo día de la operación – dijo mientras regresaba por
sus mismos pasos.
Sin
quererlo, sin pensarlo, nuevamente se me caía el mundo encima. Ese mundo que
ansiaba. Quería seguir viendo grandes premios de motociclismo, salir con mis
amigos de barbacoa y por supuesto, ahora que me acompañaras tú, Sonia. Quería
divertirme, tener ese niño que era la ilusión de mi vida, plantar un árbol y
escribir un libro. Ver todo lo que había podido cambiar en más de 3 años y
medio ahí fuera. No sé, todo a la vez, pero claro. Debía esperar una nueva
intervención.
En mi
cabecita se me metió que al final me cortarían la pierna. Tenía otra vez las
mismas sensaciones que cuando estaba en coma, pero con alguna salvedad. Es como
si estuviese fuera de mi cuerpo. Aunque no estuviese anestesiado – cosa que me
chocó porque desde mi posición elevada vi como me anestesiaban – nada debía
dolerme, por eso mismo, porque andaba yo sobrevolando mi cuerpo, junto a todas
aquellas luces.
El mal
estaba cerca de mi rodilla, o en ella misma, no lo sé, porque por ella
abrieron. Me ponía los pelos como escarpias ver tanta sangre que manaba de mi
rodilla abierta en canal. Cada vez que escuchaba “bisturí”, me ponía nervioso,
y cuando lo veía entrar, limpio y resplandeciente cual cuchillo afilado que
destrozaría tendones y huesos, casi me echaba a llorar.
Pero algo
inexplicable ocurriría dentro de aquel quirófano. El bisturí dio paso a un
serrucho, enorme y frío que me hacía sangrar sin que los cirujanos hiciesen
nada por detener la hemorragia. Chillaba, y en milésimas de segundo baje de
nuevo a mi cuerpo. El doctor Márquez me daba guantazos, repetidamente hasta que
en uno de ellos desperté de mi pesadilla. Era Sonia quien me golpeaba la cara
hasta que logró despertarme.
- Eh,
¿qué ha pasado? Estas sudando.
Pasé mi
mano por la frente y aparté aquel sudor de mí. La mire muy fijamente. Aún no
sabía si ciertamente era un sueño o había despertado ya.
Se lo
conté, mientras que con un pañuelo ella me secaba bien.
- ¿Pero qué
sueños tienes? Nadie te va a cortar la pierna, ni con serruchos ni con nada.
Esa piernecilla saldrá andando de aquí, ya lo verás.
Así, un
día tras otro, seguí con mi rehabilitación. Ya me había hecho al fijador de mi
pierna, porque cierto es que al principio me daba vergüenza salir tan siquiera
al pasillo con aquel armatoste adherido a mí. Entre tanto pasaron 2 semanas más
en las que no dejaron de hacerme pruebas. Pero aquel día llegó. Yo notaba que
mi pierna no había adquirido fuerza alguna. Cuando salía a pasearla, iba a
rastras, sin poder siquiera elevarla un poquito del suelo, y este último día,
como algunos otros más, venía acompañado de Sonia, mi madre y el doctor
Márquez, que seguía muy de cerca mi evolución.
Llegados
a la habitación, el ambiente se enrareció en cuestión de segundos. Yo como
siempre, encendería el televisor, el doctor me daría su charla de sigue así
muchacho, mi padre vendría por mi madre y Sonia me haría mimitos antes y
después de la cena. Pero no, nada más lejos de lo cotidiano que toda mi rutina
diaria y aburrida no sé cuánto tiempo ya.
- Julio –
se refirió el médico a mí con cara de muy pocos amigos.
- Si
doctor...
- A ver,
para que nos entendamos todos sin tantos tecnicismos. Después de realizarte
tantas y tantas pruebas, después de haber hecho lo imposible porque recuperaras
en ella la movilidad... - yo lo miraba a los ojos, descubriendo así que no me
mentía, y haciéndome el fuerte para no llorar. Ya tendría tiempo en soledad
-... he de comunicarte de que nada de lo que te hemos hecho ha servido para
nada.
- ¿Eh?
¿Cómo es eso doctor? – le pregunté guardando hipócritamente todo mi mal genio.
- Te
explico. En la pierna tienes algo, es evidente.
- Sí.
- Pero el
problema está en que no sabemos que es...
- Lo que
quiere decir que me la amputarán para evitar cualquier sorpresa y listo,
¿verdad? – le contestó con ímpetu mi mala leche escondida e irrefrenable. – Me
cortan la puta pierna y ahora yo a vagar por ahí como un gilipollas en su
sillita. ¿Por lo menos me daréis la silla no? – le pregunté nerviosito perdido
y fuera de mí.
Sonia me
miraba fijamente, callada, acariciándome la cara y con lágrimas en sus ojos que
no tardarían en caer, y el doctor, como si supiese de ante mano cual iba a ser
mi reacción, me miraba y escuchaba pacientemente dejándome así desahogarme.
-
Julio... escúchame, por favor. Vamos a mandarte a casa, en una silla sí, lo
cual no significa que vayas a perder la pierna. Te mandaremos un tratamiento y
rehabilitación para que la hagas en casa, y periódicamente tendrás que ir
viniendo a realizarte pruebas y ver cómo vas. Lo hago con mi mejor intención,
para sacarte de aquí que casi llevas 4 años, aunque no te hayas dado cuenta de
como ha pasado el tiempo. Tú haces una vida normal...
- ¡Dígame
como coño se hace una vida normal sentado en una silla de ruedas! No comprende
doctor, que no podré volver a montar en moto, que no podré jugar al fútbol, que
no podré hacer nada, que ya nada será lo mismo... – le dije sin poder aguantar
por más tiempo el llanto.
- Te
entiendo muchacho, no creas que no. Mi mujer está en una silla de ruedas desde
que tuvimos aquel accidente, pero por ella no puedo hacer nada. Por ti, si me
ayudas sí. No sé qué es lo que pasa ahí, pero dame tiempo y verás como vuelves
a plantar el pie en el suelo.
- Lo
siento doctor, no lo sabía.
- No te
preocupes, ya no tiene solución. ¿Y...?
- Lo que
usted diga doctor, usted es el que entiende.
Mi madre
alegró la cara bastante más de lo que la tenía, y Sonia volvió a llorar esta
vez de alegría. Después de todo llevaba razón. 4 años allí era mucho tiempo,
aunque solo tuviese constancia de uno. Aunque en una sillita, quería, ansiaba salir
y ver de nuevo el mundo y disfrutar con Sonia de ese nuevo amor que me había
costado una pierna.
- Mamá.
Si me quedo sin pierna ¿me comprarás una silla de esas que tienen motor?
- Calla
muchacho. No digas tonterías. Tan siquiera hemos salido del hospital y ya está
pensando en que te quedarás sin pierna.
Me quedé
a solas con Sonia pues mi madre acompañó al médico fuera de la habitación.
- Estoy
muy orgullosa de ti. Tu iniciativa de querer salir de nuevo a la calle, de no
echarte atrás en este problema hace que me sienta verdaderamente orgullosa de
ti.
- ¿Y qué
voy a hacer? ¿Qué remedio me queda sino que joderme con una pierna menos?
Tendré que rehacer mi vida, es...
- Y yo
estaré a tu lado para ayudarte en todo lo que te haga falta, te lo prometo – me
interrumpió dándome una muestra más de su amor.
Al poco
de aquello llegó el día. Sábado, para más señas.
- Sábado,
como el día que tuve el accidente.
- ¡Julio
por favor! No seas tan negativo.
Una silla
de ruedas me esperaba bien equipada al pie de mi cama. Junto a ella,
resplandecían de alegría las caras de mis padres y de Sonia. “Al carrito”
pensé, por no hablar para evitar nuevas broncas.
Debía
asumirlo. Tenía que asumir que a partir de ahora mi vida se me complicaría aún
más si cabe, y que debía ser así. No había vuelta atrás. Mi vida se regía por
nuevas normas que acataría contra mi voluntad pero sin otra alternativa que
joderme, para el resto de mi vida.
A la vez
que mis posaderas se acomodaban en su nuevo, perpetuo y siniestro sillón,
comenzaron a descender por mis mejillas ríos de lágrimas que escenificaban en
una mi personalidad, todos mis sentimientos a la par.
No sé.
Aun contando con mis padres y con Sonia, me sentía solo ante todo lo que
suponía se me vendría encima. Aunque fue llegar a las puertas del hospital y
sentir como había errado en cada uno de mis sentimientos.
Un gran
alboroto me esperaba fuera. Todos mis amigos, mucha gente de mi barrio, vecinos
y demás me esperaban a las puertas del que hasta ahora había sido mi zulo,
recordándome y haciéndome imaginar que sin ser ellos, poco más o menos así
estaría rodeado el día en que caí de mi moto.
Detrás,
casi todo el equipo médico del hospital, con mi cirujano a la cabeza, posaba
como para una foto. Tuve que llorar casi obligado cuando tanta gente como allí
había me demostraron su apoyo y su afecto en forma de un tronador aplauso que
estalló en cuanto las correderas me dieron paso al para mí, mi nuevo calvario.
Todos se
me acercaron a la vez. Todos ellos querían estrecharme la mano, y ellas besarme
como muestra de gratitud. Debía salir de aquella encrucijada y no sabía cómo,
con lo que algo pasó por mi cabeza.
Busqué a
Sonia, pero no la encontraba. Ella estaba en un lado de toda aquella gente,
sola, y con la cara rebosante de alegría de ver cuánto me apoyaba tanta gente.
Me dejó a mí todo el protagonismo, y eso me gustó. No por el hecho, sino por su
actitud, con lo que decidí hacerla partícipe de él y aprovechar así el momento
de presentar a “mi novia”.
Estaba la
mañana de aplausos y acto seguido a decir que estábamos saliendo, otro sonó.
Incluso he de reconocer que me daba vergüenza ser el centro de atención de
tanta gente, de esa gente que sabía que me quería pero uno por uno, y que no
era mi intención reunir hasta el día de mi entierro.
Pero como
todo en la vida termina, mi momento de gloria también terminó.
Regresamos
a casa y dos manzanas antes de llegar vi el cruce y nuevamente se me vinieron
las imágenes grabadas de mi cabeza, e intentaba reconstruir el siniestro tal y
como había sido. Cuál fue mi sorpresa que cuando llegamos a casa me dieron una
noticia que de momento no fue de mi agrado, pero pasadas unas horas la archivé
junto a mis videos de motos casi como un “trofeo”. Mi madre había conseguido la
cinta de video de la cámara de seguridad del banco situ en la esquina, y fue lo
primero que hice. La pusimos en el televisor y vi en el horror de las imágenes,
el tremendo impacto contra el coche de Sonia y después con el suelo. Después de
4 años conseguí ver por primera vez la cara de aquel hombre que me cubrió con
el paraguas y que me ayudó a vivir. Era un enfermero de un centro médico
cercano que pasaba por allí. Días más tarde, tendría la oportunidad de
agradecerle en persona todo lo que hizo por mí.
La
grabación no se veía muy bien por culpa de la niebla, por lo que cuando me
restablecí en casa me acerqué a casa de un colega que vivía del ordenador, y le
di la película para que hiciera lo que hizo. No sé con qué ni como, pero
eliminó en un alto porcentaje la niebla y las imágenes quedaron mucho más
nítidas. Conseguí entonces tener un imborrable recuerdo de todo aquel
sufrimiento aparte del que tenía en mi cabeza.
¡Mi
habitación! Estaba igual que aquel día de hace 4 años que me levanté, excepto
que estaba la cama hecha y la ropa recogida. ¡Qué sería de mí sin mi madre!
Mis
videos, mis libros, mi carpeta con todas las cosas que escribí, mis intentos de
novelas inacabados, mis poemas sin terminar de rimar, mi alfombra, mis
cortinas... todo, sin más.
Ahora
debía adaptarla, modificarla a gusto de mi silla pues su amplitud no me
permitía deambular por ella como antes lo hacía. Y con ayuda conseguí ponerla
más o menos apta para su uso.
Encendí
mi ordenador después de tanto tiempo parado, me tumbé en mi cama – como la
echaba de menos – y desde allí observé a modo de diapositivas todo mi pasado,
como queriendo dejar a un lado desde aquel accidente hasta el día de hoy. Pero
casi era imposible. No era capaz de dejar de recordar aquello y una y otra vez
lo veía en el video intentando así, no sé, desahogarme tal vez.
Sonia
venía a casa a verme, y muchos de mis amigos también, con lo que al principio
no quería salir de casa. Como a la semana lo hice. Fue el primer día que puse
el pie en la calle desde que salí del hospital. Bueno, que puse “mis ruedas” en
la calle. Fue entonces cuando comprendí a tanto inválido que se quejaba, y con
razón, de lo mal hechas que están las cosas.
Yo
trataba de hacer una vida normal, pero no podía. Recuerdo que me acerqué al
cajero automático a sacar dinero para invitar a Sonia a cenar, y ahí fue mi
primer cabreo. El cajero más cercano que estuviera a la altura de una silla de
ruedas estaba como 5 calles más abajo. Como me costaba tanto desplazarme yo
solo, tuve que andar a tientas y con la intuición más aguda posible para poder
adivinar que números marcaba. Como a los 10 minutos conseguí sacar el dinero y
para colmo, tuve que esperar que alguien pasara y que no me quisiera robar para
que me alcanzara el dinero y el justificante.
Y es que
ese mismo día en la cena, de nuevo me jodieron. Fui al servicio y Sonia tuvo
que venir conmigo para ayudarme a orinar. No tenía donde coño agarrarme para
incorporarme al inodoro. Ya te digo. Ahora comprendo cuánta gente se ha quejado
mientras que yo, y el resto de la sociedad, sacábamos el “aparato” y orinábamos
de lo más normal. ¡Qué desastre! ...
- Arriba
muchacho, a desayunar – irrumpió mi madre en mi habitación con mucha vitalidad.
- ¿A qué
viene tanta alegría madre?
- A que
te tengo aquí a mi lado hijo mío, ¿te parece poca cosa?
Mi madre
muchísimas veces ocultaba su dolor y sus lágrimas, pero delante de mí siempre
se mostraba optimista, ayudándome así a no pensar en mi problema y a que
saliera de él.
-
Desayuna y haz los ejercicios. En un rato Sonia vendrá por mí e iremos a por
ese profesor que tanta falta te hace.
- No
mamá, por favor.
- ¿Cómo qué
no? Has perdido 4 años de instituto y ahora debes ponerte al día si quieres
seguir estudiando...
Y así
fue. Ni por culpa del accidente conseguí librarme del instituto. De modo que
ahora tenía más obligaciones que antes. Las horas del día las tenía repartidas
entre la rehabilitación, las clases particulares, escribir y Sonia. A veces
pensaba que no me daría tiempo a salir con ella con tantos que haceres. Pero
desde mi silla también aprendí que bien organizado hay tiempo para todo en la
vida.
El tiempo
pasaba. Gracias a Dios que iba aprobando el instituto hasta que terminé el
bachiller, donde no quise seguir estudiando. Eso de escribir me gustaba, y en
mi estado... con lo que estudié aparte varios cursos de informática hasta que
conseguí algunos títulos, hasta que conseguí ponerme a trabajar. Menos mal que
hay empresas en las que los minusválidos tenemos cabida preferentemente, si no,
no sé qué sería de nosotros. Cuando uno está “entero”, todo es más fácil.
Sonia
sacó las oposiciones de correos. No es que le gustara mucho, pero era de los
pocos trabajos donde se ganaba un buen dinero y le dejaba bastante tiempo para
estar conmigo. Así que poco a poco fue pasando algo de más tiempo. Le pedí
matrimonio y sin titubeos me dijo que sí.
Cuándo
volvimos de la luna de miel, cierta bajona se apoderó de mí. Me daba la
sensación de que ella era mucho para mí. Vamos, que yo no era digno de ella. A
pesar de que fue todo por “culpa” de ella, ya había pagado con creces todo el daño
que me hizo con solo su comportamiento para conmigo, o al menos, así lo
entendía yo. Lo que pasa es que no se lo podía decir porque hasta se me ponía
de mal humor, pero en fin...
Compramos
una casita allá en las afueras. La tuvimos que reformar poco a poco para
adecuarla a las exigencias que me pedía la pierna, y Sonia no puso ni un solo
pero. Todo lo pusimos justo a mis necesidades e incluso hicimos el cuarto de
baño de mis sueños. Desde siempre había soñado con un cuarto de baño azul y
blanco con la bañera oculta tras el tabique del lavabo. Desde que se lo comenté
por primera vez me dijo que le gustaba, pero que nos harían falta muchos metros
para poder realizar mi sueño.
Yo,
empeñado en que si, al final lo conseguí. Ella trabajó como si hubiese sido oficial
de albañil toda su vida. Lo mismo hacía un cubo de mezcla que ponía un
azulejo... una cosa majestuosa. A mí me dejó prendado.
Entre día
y día trabajado aún tenía tiempo para bromear cuando me veía decaído, y para
salir conmigo a pasear y ayudarme a ejercitar mi rehabilitación diaria, como le
prometí al cirujano. Me había dado cita para un año, y yo cada vez que lo
pensaba solo creía que me la daba de tanto tiempo para ir dándome largas, y que
al final no se me pondría bien la pierna nunca. Aunque otras veces dudaba de mí
mismo, porque a medida que iba pasando el tiempo notaba una lenta mejoría que
me daba alas para seguir intentándolo. No sé. Ni creía, ni dejaba de creer.
Me daba
mucho coraje cuando quería salir con ella, cuando veía un lugar bonito en una
revista y no podíamos ir por el mero hecho de que no estaba acondicionado para
mí. Llamaba Sonia y poco a poco iba cambiando el gesto de la cara cuando iba
preguntando cosas tan tontas como si tenían una agarradera para cuando saliera
de la ducha y le decían que no.
Así que
poco a poco tuve que armarme de valor e igual que cuando estaba en coma, quise
reorganizarme, reorganizar mi vida. Además de trabajar, dediqué todos mis
esfuerzos en poner en pie aquellas novelas que años antes había dejado empezadas.
Pasaba horas y horas encerrado en mi estudio con mi ordenador escribiendo y
escribiendo, y ni por esas Sonia no me reprochaba nada de tanto tiempo como
pasaba enfrentado al ordenador. Incluso se venía a leer lo que escribía y me
hacía las veces de crítica constructiva. A cada día que pasaba, más la quería,
más enamorado de ella estaba.
Así de
aburrida llegó a ser mi vida, pura y dura, sin conservantes ni colorantes.
A decir
verdad, dicen que el desamor es el mejor tema para escribir. Yo tuve que buscar
la inspiración en lo más hondo de mi ser, en otros temas diferentes, pues no tenía
nada que ver con eso y escribirle al amor no lo había hecho nunca. “Pero lo voy
a intentar” pensé.
Otra noche más
Otra
noche más estoy aquí, tratando de escribir sin saber muy bien qué.
Como
nunca, me encuentro como siempre; como siempre escribiré como nunca buscando
humildemente las palabras austeras que deliberadamente darán de sí todo lo
mejor, sin miedo al fracaso o a la incredulidad en mí mismo.
Otra
noche más estoy aquí, tratando por medio de este vicio mío de escribir
solventar y ahuyentar despropósitos personales en pos de la felicidad que en
breve arriesgué y de la que me tengo prohibido arrepentirme por más piedras que
tenga el viejo sendero que pocos coronaron.
Otra
noche más, como siempre. Otra noche más, sin nada que decir aparentemente. Otra
noche más en que necesito a quien por ahí viene, antes en mis pensamientos y
ahora, con él, adherida a mi compañía en forma humana y sobrehumana, sin casi
entender nada, mejor así. Ya que buscarle podría sin esfuerzo alguno, más con
esmero las palabras que aprendí sinceras de un tiempo a esta parte pero callo.
Devuelvo
con la misma moneda porque es posición en mí considerada más propicia, bonita y
por encima de las demás en mi papel personal de principios, ese que muchos
siempre consideraron obsoleto; defendido por quienes bien me conocieron.
Otra
noche más, sentado ante mi estado. Otra noche más, pasando el tiempo y viéndome
obligado para terminar sin tan siquiera intentos otras viejas historias
reemplazadas hoy por mis sentimientos.
Y sé que
me las pedirán, y prefiero regalar esta sin pudor, todo ofrecimiento, escondido
tras mis letras impunes cuando no debo. Porque contradigo el daño causado si lo
hubiere sólo con esto, porque no sé defenderme si no es en forma de texto...
mejor o peor sí... pero en texto.
Otra
noche más. Otra noche más desde que comenzó el destierro voluntario en
emociones, palpiteos y sentimientos. Otra de tantas que aunque con dolor de
espalda, ahora siento... otra de tantas, amada mía, otra de tantas...
Otra de
tantas noches más en que confesarte debo que fueron muchas en las que sólo
hacía lo que sólo hago, más con la salvedad del rostro añorado complaciente a
mi lado.
Otra
noche más en la que estoy en las batuecas, sin nada que ofrecer diferente a
este vicio mío de escribir, y utilizando mí medio de defensa para maldecirme
por no haber estado atento desde el día primero en que te conocí.
Otra
noche más, la de hoy. Otra noche más en la que pienso que fue larga mi espera;
más largo fue el trajín para llegar a mis aposentos donde hoy me dedico
nuevamente tras tanto tiempo a mi vicio de esto de escribir...
Otra
noche más, como las amigas de antaño en que mi cabezonería ganaba a mi talento
en el arte de esperar.
Otra
noche, otra noche más sí, de nostalgias a los que de mí alejé, de
remordimientos por pelear los fracasos a sabiendas, de temores de voces en las
instalaciones donde crecí, de tantas y tantas letras sin sentido empapadas en
lágrimas hasta reventar en mí... otra, otra noche, otra noche más de
inquietudes en el alma y desasosiego en mi corazón queriendo alcanzar la
libertad de mi hombre robándole al prójimo su beatitud en pos de mi aliento
perdido ya.
Otra, y
otra, y otra noche más de desavenencias que parecieron alejarse por el exilio
decidido tajantemente, tras soportar las críticas y bromas amigas de mi
experiencia negativa anterior.
Otra
noche más, como cada una de las que pasa en que se disfraza la verdad de que me
iba a casa del amor y que de momento no volvería, temiendo revivir alguna que
otra noche más.
Otra
noche más, como de entre las que ya he repetido incondicionalmente sin ánimo de
desanimar, para contarles desde mi viejo vicio de esto de escribir que no puedo
dormir, que hoy, junto a ella paso una noche más...
... Otra
más, a sabiendas de que mi alma se va inundando poco a poco y sin fuerzas casi
para contar que cada día me es más imposible poner un torniquete a disposición
del boquete que se ensancha en mi corazón en cada mirada, en cada gesto que me
recuerda que hoy, que hoy paso una noche más.
Otra más,
y otra, y otra en que cada cerrar de ojos es para recordarme que la
desesperación se apodera de mí cuando pasan por mi mente mi gente, sin piedad
la ciudad que me vio de nacer y a la que no me dejan regresar y me hace
desesperar en cada intento fallido y continuado de dar rienda suelta a mi
estabilidad emocional.
Otra
noche más, en la que sigo recordando el antaño de cuando quería cubrir con
ansias la faceta del amor verdadero y austero. ¡Pero que inepto!, otra noche
más...
Sí. Otra
noche más en que rememorar me atrae cruelmente recuerdos infundados
aparentemente, pero que por poca cosa que parezcan a mí me dan alas para seguir
soñando una noche más, aunque sólo sea, solo, en mi vicio de esto de escribir,
aunque tras esa pared de papel este lo que más quiero en este mundo; no quiero
que me vuelva a sentir llorar una noche más.
Y es
cierta mi encrucijada, y mi llanto, y mi desesperación y mi pánico. Y es cierta
mi destemplanza adherida al tabaco como única medicina desaconsejada por los
facultativos que entienden de esto, mas no de mis males que recurren a ella una
vida más como sola escapatoria a mis noches frías y sinceras hoy en este mi
vicio de escribir.
Otra
noche más. Otra noche más en que blanqueo mi vieja barca a la orilla del mar
elevando mí anclada y oxidada alma por ver si el aire me deja llegar. Tan solo
encuentro la brisa de sus labios en mi rostro y un poco de agua natural para
calmar mi acongojo cuando de lágrimas empapado vuelvo a despertar... otra noche
más.
Otra
noche, otra más. Otra en que miro el calendario para atrás, queriendo tal vez
deshacer así el entuerto de cuando dormía sin ansiar, pero que va...
Otra
noche más mi lamparilla resplandece cual sol se va a iniciar, atrayendo
impunemente el desánimo del que está cansado de remar contra viento y marea,
contra el que no es capaz de una remada avanzar.
Otra
noche, otra noche más en que de nuevo vuelvo a caminar entre los pasajes de mi
niñez queriendo imaginar que nunca la he abandonado, que es mentira, que nunca
pasará, aunque el despertador me lo desmienta, aunque también lo haga ella; ya
todos me dan por perdido, pero aún queda mucho que luchar y sin querer ser
desagradecido, pues tan solo son... “otra noche más”.
Otra
noche más, en la que amedrentado comparto mis desvelos con diferentes ruidos,
sombras y algunas voces que abundan en nuestra habitación desoyendo cuantas
plegarias formulo.
Aunque no
solo son ellos quienes las desatienden, o ellas, porque sin ser nadie para
juzgar creo que alguien más lo hace, otra noche más, por más que en ella
confíe, y quiera confiar.
Otra noche
más, velas y pensamientos me alumbran y me resguardan de ciertos males
apadrinados por antedichas sombras desde el extremo opuesto a mi territorio, de
allí donde nacen certeros mis sentimientos, por donde ansío y desespero.
Una, dos,
tres... otra noche más.
Otra en
la que pierdo en lo oculto los estribos y estallo en lágrimas y quejidos cual
pesadilla asedia a un niño chico. Mis brujas son mis pueblos, mis escobas los
caminos, y sobresaltado se me desquebraja el alma sin encontrar aire que me de
alivio. Y voces nuevamente me despiertan, y recomendaciones de los que saben
rechazo a pie juntillas porque conozco de mis males aun sin encontrarle
solución... otra noche más de oscuros pensamientos.
Son
viejas letras amigas la que sin querer me hacen daño, otra noche más. Son
ciertos besos los que no encuentro, otra noche más. Y no quiero, ya no quiero
más. Pero no puedo, y no puedo más.
Sé que mi
alma cumplirá condena y entristeceré a cada día que me espera, lloraré sin
consuelo y sin motivo sin depresión alguna encontrando el amargo fruto que me
concedió la vida.
Otra noche más. Otra noche en que a la par que
mi musa duerme saldrán de mí los peores impulsos negándomelo mi corazón, sin
opción de disfrutar la ocasión de demostrar que no habrá ninguna noche más.
Pero me
equivoqué, parece. No sé qué hice mal para cabalgar a lomos de mi caballo
castigo del que no me sé bajar, pues otra noche más vuelvo a soñar con lo
mismo, esperando que el sólo se canse de galopar porque yo, yo no puedo con
otra noche más.
Y mi alma
se estremece, y tengo los sentimientos encogidos evitando que sea yo mismo,
desparramándome mutilado el corazón, el corazón con el que vivo. Otra noche
más, trato de asumir que entre rebollones y espárragos mí tiempo va pasando...
otra noche más.
Quizás
este escrito exprese mi estado de ánimo en ese momento, o tal vez no pues sólo
soy un aficionado. Desde luego esa era mi intención a pesar de que a Sonia no
le ha gustado. Se niega a verme caer por el simple hecho de que esté en una
silla de rueda... pero así es la vida.
“Aunque
pensándolo bien, ya no por mí, sino por ella lo tengo que intentar, tengo que
seguir sacrificándome todo lo que mi cuerpo y mi mente den de sí para hacer
feliz a la mujer que quiero con locura” – me dije a mismo indignado.
Se lo comenté
a ella y le pedí perdón. Como siempre me apoyó, y me recriminó eso de pedirle
perdón. Me decía que no era por ella, sino por mí por quien debía salir de
aquella situación ya que contaba con la opción de hacerlo.
- Hombre.
Si te hubiesen amputado la pierna ya no habría nada que hacer. Pero si el
doctor te ha dicho que con el tiempo y la terapia a seguir lo puedes conseguir
no entiendo esa actitud tuya tan tonta de tirarlo todo por la borda. ¿No te
gustaría poder volver a andar, poder pasearnos en esa moto que nos compraremos
en cuanto estés bien para poder conducirla, en...?
Sus
palabras una vez más llegaron a tocar mis sentimientos, y fue la gota que colmó
el vaso para hacerme reaccionar.
Aquella
noche la sentí. Salimos a cenar y luego empujó mi sillita hasta la arena de la
playa. Cuando me quise dar cuenta, había desaparecido de mi lado. La busqué
pero no estaba junto a mí, e incluso pensé en un primer momento que me había
abandonado, no sé...
Resbalé
sobre la arena fría y blanquecina por el brillo de la luna llena que me
acompañaba en esta noche repleta de estrellas.
Con las
manos en los bolsillos quedé mirando al mar en calma, sólo alborotado de vez en
cuando por alguna ola que otra que rompía en favor de la belleza de una noche
mágica.
Mis ojos
ya llevaban un ratito acostumbrado a aquella oscuridad. Eran mis pies los que
no aguantaban por mucho aquella situación, así que en un tremendo esfuerzo por
no llenarme de arena retrocedí sobre mis pasos buscando una tumbona que no muy
lejos de allí encontré.
La brisa
contra mi piel me producía cierta sensación de paz y tranquilidad. Más fría que
caliente me transmitía un bienestar que me hacía despreocuparme de cuanto había
llevado en mi cabeza hasta allí. Pasaba a mi lado suave, sin levantar arena,
sin hacer el menor ruido, contribuyendo a la esplendidez de la parte más
cercana del ocaso.
Desenfadada,
alguna vez silbaba en voz baja alguna melodía escondida entre las rocas,
mientras yo cerraba mis ojos y moría...
De vez en
cuando me obligaba a abrirlos para compaginar aquella música con aquel paisaje
negro habitado de olas que buscaban la armonía de las notas improvisadas por el
viento, con sus más altos filitos bordados de plata por la luna.
Nunca
había sentido nada semejante. Es precioso estar así. Sin nada más que hacer que
no sea disfrutar de la belleza de la naturaleza.
Fijamente
miraba al horizonte, aquel que con sus negros tonos difuminó el arte del agua
de absorber al sol poco a poco, y en total decadencia confundir sus vivos
colores con sus negros rallillos...
Sí... Me
gustaba, me encontraba bien conmigo. Disfrutaba de ello hasta que al abrir los
ojos todo casi se derrumbó al verle pasar. Llevaba ya 10 ó 12 metros por
delante de mí, andando descalza por la arena del mismo color que la mía, muy
despacito y aspirando aquel olor a mar, a sal que envolvía la noche.
Me
incorporé un poquito en mi tumbona y en silencio la seguí con la vista hasta
perder su silueta ennegrecida allí donde mis ojos ya no alcanzaban.
Paseaba.
No sé qué tiempo pasó, si 15 ó 20 minutos los que tardó en volver de nuevo a la
dirección en que yo posicionaba mi tumbona. Su rostro hacía ver que no me había
visto antes al pasar y sorprendida se encaminó hacia mi tan sigilosamente como
lo venía haciendo desde que la vi aparecer por la playa.
No dejó
de mirarme desde que varió su caminar hasta que llegó a donde me encontraba
expectante. Sus piernas flexionaron y aquella niña se agachó a mi lado ya
desviando la atención hacia el cielo.
- Está
hoy bonita la luna ¿verdad? - me dijo con su voz sutil y dulce a la vez.
“Sí que
lo está” - le contesté sin levantar la vista del primor de su cabello. Volvió
su mirada hacia mí, mostrando estuosidad en ella, y con ligera carantoña me
pidió le dejase un poquito de sitio en la ya poblada tumbona. Haciendo honor a
mi galantería espacié todo lo que mi volumen me permitió antes de caer por el
lado, acomodándose en mi regazo.
Mi brazo
rodeaba su cuello, sirviendo tal vez de almohada mientras observábamos el cielo
saciado de estrellas.
Su mirada
distraída en la luna, su mano haciendo la más provocativa caricia sobre mi
pecho con cada uno de sus dedos a turnos, devolviéndole cada mimo
minuciosamente mi mano en su brazo abrigando la zona más expuesta a la brisa
que poco a poco, aumentaba su bravura.
Sentía su
respiración cerca de mi oído, consternada por un beso en una tarde sombría,
oscura y de recelos. Así que hube de moverme tímidamente haciendo ver que me
dolía la posición, adoptando postura más cómoda aunque con la misma intención.
La
incredulidad me podía a la vez que me daba una extraña fuerza inédita en mí, y
acercar así mi rostro a su cara, mi boca a sus labios dejándola a su merced a
escaso trecho de su responsabilidad que no dudó en asumir levemente,
provocándome para desencadenar una guerra de besos que no teníamos horas antes
intención de librar. Pero a la que jugamos, casi sin parar a respirar,
lentamente, junto al mar...
Allí a la
orilla de los dioses nos deslizamos mientras jugábamos a amar; única testigo la
luna, único testigo el mar, de como empapados de arena comenzamos un juego de
mayores por desabotonar lentamente su camisa, sin nada que me impidiera detrás,
dándome absoluta confianza eso de que cerrara los ojos para no volver a hablar.
Obsoleta
fragancia de cuellos en mí me provocó sus pezones lamer, suavemente,
lentamente, hasta el amanecer... Más sin dejar suplente su mano, también con su
carné de manipulador, buscó como quitar un ajustado botón en mi pantalón.
Lo
deslizó sin miramientos, y yo, descubriendo a la vez en el tacto su tersa piel
que me invitaba a besar cada poro erizado casi de amor, mientras sus manos
acariciaban mi cabello en un claro gesto de placer, direccionando el sentido de
mis labios de más arriba, a más abajo... hasta saciarnos de tiempo y girarnos
en la fría arena.
No encontraba
ahora su boca, así que besaba lo que iba encontrando ante mis labios. Me da la
sensación que a ella hubo de pasarle lo mismo. Pero sin problema alguno. Dudo
sin fueron un par de minutos o algunos más cuando me volví hacia atrás hallando
su linda carita aún, o por lo menos en ese momento, aún con sus ojitos
cerrados. Sólo los abrió para enfrentar nuestra mirada viciosa, y sin lugar a
profundizar, seguir jugando a sentir placer con nuestras pieles como única
arma.
Seguía el
mar en lo que a su parte tocaba agitándose a cada roce que comenzábamos, seguía
la luna allá en lo más alto avisando que poco a poco sería el sol quien se iría
abriendo paso. Pero seguía la arena plateada y fría, la tumbona alejada tanto
como de ella nos habíamos distanciado, y nuestros cuerpos desafiando las leyes
oscuras de la intimidad, allá donde la noche salva a ciertos pescadores que
hacen buena su paciencia.
Mi mano
apartaba su pelo de la cara, mis labios buscaban incesantemente los suyos que
ya venían de camino, cuatro manos en dos cuerpos casi desnudos, tan solo
arropados por las caricias pertinentes que no queríamos que acabasen.
Pero la
noche empezó a clarear. El sol como siempre puntual ocuparía en breve su
oficio, y mi segunda piel aquella noche se hizo ya desnuda a la mar,
invitándome a que la siguiera, sin pararse a pensar que aunque quisiera no me
podía bañar.
Y sí. En
aquel encuentro casi fortuito engendramos la que para mí sería mi primera y más
bella flor.
Desde que
nos enteramos de la noticia mis manos temblaban a cada gesto de acariciarle por
encima de tu barriga, e imaginaba como sería su cara aniñada sin temores. Sonia
iba engordando, y con ella mis esperanzas de tener una nueva lucha en la vida.
¡Mi hijo! ¿Qué podría querer en este mundo como a Sonia? Mi hijo, o mi hija,
claro está.
Soñaba...
soñaba con poder darle todo lo mejor, con poder darle lo que quisiera, cuanto
quisiera, como sueña cualquier padre, supongo. Ahora me llegaría la hora de la
responsabilidad y todo eso, como me decía mi madre. Ella fue la primera a quien
di la noticia y a mi suegra la segunda. Las 2 estaban locas de contenta y se
encargaron de ir corriendo la voz cual marujas de pueblo sin nada que hacer,
pero se precipitaron. Si mala suerte tuve en mi vida con aquel accidente, peor
fue cuando Sonia tuvo un aborto natural que nos dejó destrozados.
Yo miraba
al cielo, y rezaba cada noche al acostarme pidiendo explicaciones a quien allí
arriba hubiere, “si es que hay alguien” me llegué a plantear.
Nuevamente
volví a hundirme. Quise dejar la rehabilitación y tirar así por la borda cuanto
esfuerzo y trabajo habíamos realizado tanto Sonia como yo. Pero es que no podía
más. Todo aquello podía conmigo y rendía mis fuerzas hasta agotármelas sin
encontrar salida alguna a aquella caótica situación.
Volvía a
pasarme las noches enteras en vela delante de mi ordenador escribiendo,
dedicándole versos a quien no conocí y consiguiendo así desahogarme.
Mi
actitud llegó a ser tan negativa que puse en tela de juicio mi matrimonio.
Menos mal que Sonia una vez más, antes de acabar con todo consiguió hacer
rienda de mí y nuevamente sacarme de los pozos tan hondos que yo mismo me
creaba.
Pasaba
los días en la cama llorando y llorando casi sin saber del motivo que me
obligaba a ello y Sonia, desquiciada estuvo hablando con mi madre que enseguida
se personó en aquella casita que con tanto amor habíamos construido y que yo
estaba desvaneciendo con mi comportamiento.
A ella
también la rechazaba. No quería ver a nadie, ni comer, y en un momento dado
incluso dejé de escribir. No sabía hacer nada diferente a llorar y llorar sin
encontrarme a mí mismo. Era incapaz de cómo había hecho otras mil veces,
reorganizarme y buscar mis puntos débiles. Eso para mí era un mundo. Un mundo
que casi me deja solo, sólo acompañado de mi penosa silla.
¿Pero qué
querías que hiciera? No era mi intención joderme la vida ni mucho menos a los
que estaban a mi lado.
Entre las
2 me obligaron a ir al médico de cabecera. “El Moro”, como le conocían todos en
el vecindario, aunque el hombre era sirio.
Comenzó a
hablar conmigo, a preguntarme que me pasaba en un principio y luego preguntas
que yo las consideraba absurdas donde las haya. Mi voz entrecortada y un nudo
en la garganta no me dejaban explicarle nada al doctor, aunque no tenía muchos
argumentos para convencerle. Me encontraba totalmente perdido y sumido en una
depresión que por suerte... no llegó a cogerme del todo. Mi madre, que también
sufre depresión se dio cuenta de lo que me pasaba y sin decirme nada me mandó a
él sin temor a equivocarse. No lo hizo. Gracias a ella no llegué a profundizar.
Sólo 2
clases de pastillas me recetó sin decirme por qué lo hacía. Lo descubrí por el
nombre de una de ellas. “Motivan”.
Seguí un
tratamiento de unos 3 meses que bastaron para ayudarme a salir de aquel estado
de gracia que no sé cómo ni por qué me entró. Si bien he de reconocer que
algunas veces he tenido que tirar de ellas cuando me he visto algo mal. Pero
bueno. Gracias a Sonia, a mi madre, al médico y a aquellas maravillosas
pastillas, y gracias también a la paciencia que has tenido conmigo desde que
nos conocimos, conseguí rehacer nuevamente mi vida.
Me
encontré mucho mejor, con ganas de seguir viviendo que las había perdido por
completo. Con ganas de volver a esforzarme todo lo que hiciese falta en parte
por mí, y en la mayor parte por darles una alegría a mi madre y a Sonia. Como
si poniéndome bien pudiera recompensarles así por tanta paciencia y ayuda que
me brindaron sin pedirme nada a cambio.
Y poquito
a poquito iba pasando el tiempo. Diariamente iba a trabajar y diariamente hacía
mis ejercicios en casa, hasta que pasó 1 año y llegó la cita de la consulta.
Muchas
veces antes había intentado levantarme por mi cuenta, siempre cuando Sonia no
estaba. Pero una de las veces me caí y no fui capaz de levantarme, con lo que
consecuentemente me cogió. Me pegó una bronca increíble. Todavía... la recuerdo
como me miraba aguantando la risa que le provocaba verme en el suelo, metida en
su papel de “tienes que hacer lo que te dijo el médico”. Madre mía...
- ¡Hombre
Julio! ¿Qué tal estás? Hace 1 año que no nos vemos ¿no es así?
- Si
señor, así es.
- ¿Y qué,
cómo te encuentras?
- Pues
mal, ¿no me ve? Sigo sentado en esta silla justo desde que no nos vemos – le
contesté con muchísima ironía.
Sonia me
miraba con cara ofuscada pidiéndome a escondidas que no le contestara mal.
- Él no
tiene la culpa – me dijo al oído. Trata de ayudarte todo lo que puede y tú
pagas con él toda la culpa que yo tengo – se lamentó dejándome sólo con el
doctor.
Y vuelvo
a casa entre paisajes desolados que aumentan mis nervios y mi cabezonería de
preguntas sin respuestas. Una ducha bien fría me irá bien para calmar el calor
y el dolor que me corroen por fuera y por dentro. Una jarra de leche también
bien fría, pura y sin mentiras, me acompaña en mi avisado desvelo venidero.
Y vuelve
a sentarse la impotencia ante el escritorio, y la rabia le pide por favor un
hueco. Con la mirada encendida coge la pluma, y la suelta y la vuelve a
coger... una, y otra, y otra vez...
Y me
levanto de repente asustando a mi silla que cae de espalda y despavorida en el
suelo. Recorro mi zulo de un lado a otro, del otro al uno, manando sentimientos
de odio con sus respectivas lágrimas de arrepentimiento a cada corto y rápido
paso que doy.
El sudor
comienza a interesarse por mi estado de ánimo, y me trae algunos escalofríos de
regalo.
Caen
todos mis libros de las repisas de sendos manotazos secos y limpios sobre
ellas, sin mentiras. El resto de enseres observan amedrentados lo que allí
acontece, inmóviles. Mi lamparilla y algún curioso más que andaban por mi mesa
caen también violentamente acompañando lo que ya había en el suelo.
Miro el
teléfono, sin llamada. Lo apago y lo tiro cual papel a la candela del desorden
de nervios con epicentro en el suelo de mi dormitorio. Fotografías del tocador
acompañan a repisas junto a las cortinas. No sé por qué suena el despertador, y
le he callado la boca a patadas ya fuera de mí. Mis manos tiemblan sin motivo,
mis piernas no me mantienen en pie.
Abatido
de derrota de ensueño y acaparado de desconsuelo recojo los pies sobre mi cama,
abrazo mis piernas y apoyo la barbilla sobre las rodillas. No puedo, me niego,
necesito expulsar mis esfuerzos y lo hago en paño de lágrimas.
Al poco,
observo el resultado de mi guerra conmigo mismo, impulsado por la
incomprensión, más sin poder excusarme. Entre todo aquel desastre diviso mi
paquete de tabaco. He cogido un cigarrillo y para encenderlo he tenido que
escarbar minuciosamente. Tras un rato de búsqueda lo he hallado junto al porta
fotos roto y sin cristal que siempre me recordaba a ti cuando te sentía y no
podía siquiera tocarte en sueños.
He
necesitado de varios intentos para encender el cigarrillo, y otros tantos o más
entre mil dudas, para coger tu bonita imagen del suelo.
Me tumbo
sobre mi cama y con ella en una mano y mi cigarrillo en la otra te miro
fijamente a los ojos, casi como si me estuvieras oyendo la mente.
Casi no
acertaba a dar con la boquilla entre mis labios con mis manitas temblorosas,
así que tuve que aplastarlo medio entero a golpes con el cenicero, a golpes
contra el calendario...
Adopté
postura ladeada en mi cama, aposté por mi postura, ladeada...
Pero he
de abrir mi ventana pues el ambiente está algo cargado entre el humo y el
coraje, entre desorden y lágrimas. Más he levantado también mi silla todavía
con el corazón sobrecogido y le he pedido disculpas.
Y he
girado la cabeza y me he asustado, parece que hayan querido robar en mi
habitación. Mi amigo ventilador sigue dando vueltas y el tabaco me llama a
gritos en forma de nervios.
No sé qué
hacer; me levanto despacito para recoger el diploma que me han otorgado por mi
obra ante mi propia vergüenza. Luego, ordeno mi habitación... mañana debo
comprar un porta fotos nuevo para ti.
Necesito
una ducha bien fría. Sin motivo ni razón, mientras el agua congelada me golpea
en la cabeza se mezclan con ella lágrimas que manan de mi alma. Y pasan por mi
invención mil reacciones, mil recuerdos, mil historias, pero ninguna resolución
tan importante como quitarme de en medio.
La toalla
que dudo si arrojar no tiene suavizante y rasga mi piel cual tu amor mi pecho.
Desnudo y aún mojado, con mis ojitos húmedos no del agua y erosionados por el
desgaste del rozamiento, vuelvo a mi habitación sediento de amor. Y me he
tumbado en mi cama abrazado a tu ausencia. Mi cabecita a punto de explotar no
da basto para ningún pensamiento más, despreciándolos en llanto sin saber dónde
acudir.
Mi amigo
tabaco sigue ahí callado, aunque me deja entredicho que en breve se ira si sigo
con mi actitud de nervios. Quedan dos más y poco para amanecer.
Después
de la tormenta siempre llega la calma, pero hoy le han prohibido el paso. Me he
despertado con el corazón aún en un hilo, pues soñaba contigo... Mi libreta
ronda la almohada, y me ha sorprendido...
Te he
buscado en nuestra cama junto a mí y tan solo encuentro tu ausencia bordada a
nuestras sábanas. La luz del baño encendida me tranquiliza de momento, sin
dejarme aun contento hasta que te veo regresar.
Tu
cabello liso, no preso, negro, lo apartaba con sigilo minuciosamente a un lado,
el derecho, pelo a pelo, encontrando la sonrisa de tus ojos, el sabor de tus
dedos ordenando silencio, y besos... y más besos. La mirada deseosa, de mi cara
estuosa más cerca que el mismo aire, de mi alma, más cerca que mi te quiero
anudado en mi sangre.
Aquellas
tus manos rodeando mi cuello, entrelazadas las mías a tu cabello deslizando
suavemente hacia tu cuello, tu pecho...
Aquella
tu espalda bañada morbosamente de leves besos... Suaves caricias en mis
mejillas y en mis labios buscando de mi boca el susurro de tus besos frenados
por falta de aire, y otra vez, volver a cogerlo...
E hicimos
el amor como nunca antes lo había hecho. Los 2 sentimos aquella noche amor en
el pecho...
Y mi
rehabilitación seguía por buen camino. Empecé a confiar en mis posibilidades y
a creerme en no sé cuánto tiempo podría volver a caminar. Pero tanto dolor se
me estaba acumulando en la rodilla que una mañana Sonia decidió que pediría el
día libre para llevarme al médico.
Fuimos
primero al de cabecera y éste me derivó al cirujano nuevamente. Me estuvieron
haciendo muchísimas pruebas. Radiografías por aquí, resonancias por allá, hasta
que llegó el médico que me dio una noticia.
- Aún no
sabemos bien lo que tienes Miguel. Te daremos el alta y te avisaremos en cuanto
tengamos el resultado de las pruebas.
- Muy
bien – le dije queriéndome ir lo antes posible…
… -
¿Dónde has estado Sonia? Llevo toda la mañana esperando a que vuelvas.
- ¿Tú no
dices que te vales por ti sólo y que no te haga las cosas? Pues me he ido con
las amigas a desayunar. ¡Qué no, mal pensado! He ido a hacer dos cosas.
- ¿Ah sí?
¿Qué cosas?
- Es que
son una sorpresa. Tengo dos noticias, una buena y otra mala. ¿Cuál prefieres
primero?
- La
buena.
- La
buena es que he solicitado una excedencia de un año en correos para poder estar
contigo y me la han aceptado.
- Muy
bien ¿no? Gracias. ¿Y la mala?
A Sonia
le cambió la cara por completo. Toda la alegría que radiaba en su rostro
minutos antes fue reemplazada por lágrimas que sin remedio comenzaron a
descender por sus mejillas cual niño pequeño con su juguete roto.
¿Qué pasa
Sonia, por favor?
- No, no
pasa nada. So lo que he estado hablando con el doctor y me ha dicho el
resultado de las pruebas.
- Si
lloras es que no voy a poder volver a andar, ¿verdad?
- No Miguel
no, y es que no sé cómo decirte esto.
-
Suéltalo ya mujer, sea lo que sea.
- Me ha
dicho que tienes en la rodilla un osteosarcoma. Por eso te duele la rodilla.
- Hasta
ese momento no me afectaba sino que la cara de Sonia, pues no sabía lo que era…
-¿Un osteo
qué?
-Un
osteosarcoma. Es un tumor maligno en la rodilla.
¡Mierda!,
pensé. ¿Tan difícil era tener un poquito de suerte?, o por lo menos no tener
tan mala suerte.
Se me
volvió a caer todo mi mundo encima. Llevaba no sé cuánto tiempo ya luchando con
mi pierna, haciendo la rehabilitación… y ahora esto. Es lo que me faltaba.
Llamé al
doctor por teléfono y me dijo que por teléfono no, que me acercase por la
consulta y que él me lo explicaría todo sin ningún problema.
-También
he estado en casa de tus padres Miguel.
-¿Se lo
has dicho?
-Sí, el
médico me dijo que era mejor que os lo dijera yo a que os lo dijera él. No por
quitarse la responsabilidad, sino porque por experiencia, me ha dicho que es
mejor que de la noticia un familiar sereno que el propio médico.
Llegó el
día de la consulta, y allá que fuimos todos a enterarnos bien que es lo que
estaba pasando en mi rodilla.
-Siéntense,
por favor- nos indicó el doctor Márquez amablemente.- Permítanme que me dirija
a Miguel, que es el paciente, y un poco más tarde podrán preguntarme todo y
cuanto quieran.
Nadie
contestó. El doctor se dirigió a mí en primera persona, y comenzó mi pesadilla…
-Miguel,
te seré muy sincero por 2 motivos. El primero es porque soy un profesional, y
el segundo y en consecuencia es que he de mirar por el paciente, aunque ello en
algunas ocasiones, me lleve a actuar con esta crueldad. Y también te seré
sincero porque, te explico.
Cuando se
termina la carrera de medicina, los médicos firmamos lo que se llama el
“juramento hipocrático” que prohíbe a los médicos, en su forma original, la
realización de abortos, eutanasia o cirugía; se exige también promesa de no
mantener relaciones sexuales con los pacientes y guardar secreto profesional de
las confidencias que éstos hagan. Ya sé que es algo que ni te va ni te viene,
pero te lo debía explicar.
Bueno,
vamos a lo que nos incumbe. Como sabes, te hemos realizado varias pruebas en la
rodilla, y no una, sino varias, como te digo. De ellas se desprende que se te
ha localizado un osteosarcoma. Esto es un tumor maligno, que se te ciñe a la
parte superior de la rodilla.
Una vez
dicho esto comentarte como funciona y por qué lo tienes.
- Mire
doctor. Llevo casi año y medio de rehabilitación. Todos me animábais para que
siguiera porque lo estaba haciendo muy bien. Que si mucha fuerza de voluntad,
que si mucho sacrificio… y ahora me encuentro con algo nuevo, que en tantas
pruebas como se me hicieron no salía, y que ahora me afecta a la rodilla. Estoy
cansado, de verdad.
-Y yo te
entiendo, pero he de decirte que este cáncer no tiene nada que ver ni con el
accidente, ni con la operación ni con la rehabilitación. Y prueba de ello es lo
que te comentaré al final, que ya Sonia te lo habrá comentado.
Sonia le
negaba con la cabeza, mirándonos a los 2 repetidamente intentando ocultar así
su sentido de la culpabilidad.
-¿Qué
pasa Sonia, hay algo que no me has dicho?
Ella me
afirmó con la cabeza nuevamente, tendiendo a llorar sin posibilidad de
evitarlo. El doctor, que ya había cogido de que iba el tema, siguió hablando
con la intención de desviar el tema hasta su justo momento.
- Como te
decía, nada tiene que ver con el accidente. Te explico. Los tumores son
diferenciados entre benigno y maligno. Los 2 son malos, son tumores claro, pero
el maligno lo es aún más. En este caso el osteosarcoma, es un tumor maligno que
nace de la misma célula cancerígena. Esta está en tu caso justo encima de la
rodilla. Ahí se ha formado y ahí ha crecido. ¿Qué pasa? Pues pasa que en un 95%
de los casos, en el momento que el tumor se manifiesta y se procede al diagnóstico,
el tumor ya ha infiltrado la cortical y el periostio. El hueso y el tejido de
alrededor, para que me entiendas. Se pierde entonces la posibilidad ni de
biopsia ni de extirpación del tumor ni nada de eso. Ni que decir tiene que no
puedes vivir con eso ahí, porque poco a poco iría creciendo y a su vez
dañándote la pierna.
-Pues
entonces no le veo la solución doctor.
-Tiene
una, muchacho, sólo una.
Yo seguía
sin entender nada. Miraba a mis padres y a Sonia y ellos a mí con mucha pena en
sus semblantes, pero no se me había pasado siquiera por la imaginación lo que
el doctor me dejaría caer.
Yo, en
aquel momento me quise morir. Me eché las manos a la cabeza y comencé a llorar
imaginando sólo lo que me había dicho. Los mocos me ahogaban, me faltaba el
aliento y no podía respirar. La verdad, no me lo esperaba.
Marchamos
a casa después de coger cita para la consulta. En el camino, todos callaban.
Sonia me pasó la mano por encima y me hacía carantoñas de las que yo no tenía
ni pizca de ganas, pero quizás fue aquello lo que me hizo reaccionar y darme
cuenta de que no me podía hundir. Si lo hacía yo, lo harían Sonia y mis padres,
y mis suegros, y mis amigos también después que yo, por lo que fui cavilando de
regreso a casa cual era la mejor manera para que aquel momento pasase
desapercibido, por duro que fuese y por trabajo que me costase.
Yo
intentaba que no sufrieran, intentaba hacer la vista gorda y hacer ver que en
nada me afectaría que me “arrancasen” mi pierna con la excusa de que ya estaba
acostumbrado a aquel carrito. Total, gracias a Dios, tenía mi casa adaptada a
salvar todas las adversidades posibles, ¿qué problema podía tener?
Pero
aquel mi razonamiento no me lo creía ni yo mismo. En cuanto tenía la mínima
oportunidad de quedarme a solas con mi tristeza, lloraba cual niño chico con su
juguete roto, hecho pedacitos, poco más o menos como en el estado que mi
corazón quedó tras la noticia.
Pero ya
que tenía que sufrir yo, no estaba dispuesto a que Sonia y que mis padres, y
por qué no, mis amigos –que tenía muchos y muy buenos- sufrieran a la par mía.
Mi mundo
se había destruido en un momento, sin saber cómo ni por qué. O mejor dichos,
sin querer saberlo.
A veces,
me costaba entender el porqué de mi mala suerte. “Hay mil cabrones por ahí
maltratando a sus mujeres, o etarras poniendo bombas o simplemente mala gente y
me tiene que pasar todo a mí” pensaba en un pavoneo de desesperación que poco a
poco me iba consumiendo.
Y
también, toda mi buena voluntad de sufrir en silencio, ¿cómo no?, se me fue al
traste. Enfermé. Enfermé de insomnio, y enfermé de depresión sin siquiera darme
cuenta. Dejé de escribir, de ver carreras de motos televisadas que era mi
pasión desde que salí del coma, maldecía mi mala suerte a todas horas,
lamentando haber nacido.
Pero tuve
suerte. Por una vez en mi vida tuve suerte. Tenía a mi lado a las dos personas
más maravillosas que puso Dios sobre la faz de la tierra. Por un lado tenía a
Sonia, que no me dejaba ni a sol ni a sombra, y de igual manera a mi madre.
Entre las dos consiguieron hacerme enfrentar a mi situación. No me dejaban
parar. Me obligaban a escribir cosas que ahora repaso y yo mismo me quedo
anonadado. Me obligaban a salir a los billares, a jugar algún videojuego
incluso a pesar de tenerme que desplazar de mi sillita a un banquito para poder
alcanzar. Me paseaban por el parque, hacían que fuese a comprar a la frutería
de mi vecina…
Pero se dé
algo me di cuenta en aquel tiempo, era que todo el mundo me facilitaba las
cosas no por pena, sino porque me querían ayudar. Entre todos al unísono y tal
vez inconscientemente me hicieron ver la realidad de una vida tan bonita para
vivirla (y más yo que conocía y tenía el amor verdadero a mi lado), y no para
hundirse en ella.
Bien
mirado, en el telediario salían niños que como yo, le faltaban una pierna, o
dos, o los dos brazos e incluso en la mayoría de los casos la vida. Y ¿qué
culpa tenían ellos de haber nacido allí? ¿Qué culpa tienen ellos de que una
panda de indeseables que juegan a conquistar el mundo, sieguen sus vidas sin
importarles ni su edad ni su sexo, ni su raza…?
En
África, al que no le faltaba algún miembro, moría rodeado de moscas fruto del hambre,
que esa misma pandilla de criminales, con tanto poder como tienen, podían ceder
un poquito. Y “malgastar” el dinero en hacer pozos para que puedan tener agua
potable, en hacer hospitales para salvarles de la muerte con una simple vacuna
de las que usamos aquí.
Y si nos
vamos a Centroamérica… allí donde desaparecen miles de mujeres que después de
ser violadas son descuartizadas para vender sus órganos… ¿qué me debe importar
a mí perder una pierna y tener todos los días un plato de comida encima de la
mesa, tener mi médico asignado para no coger una simple gripe, tener agua
caliente en mi baño… tener a mi madre y a mi novia que darían la vida por mí?
Daría la
otra si con ello dejasen de pasar hambre la mitad de los que hay por ahí. Me
costó, pero concluí pensando así.
Mi madre
y Sonia, y mi padre, decían que se sentían orgullosos de mí, más no lo hacía
por agradarles, sino por mí.
-Si tiene
que amputar hágalo doctor –le dije seguro de mí.
-¿Sabes
todo lo que eso conlleva no?
-Sí. Lo
mismo que tenerla y no poderme levantar de la silla. Para estar sentado lo
mismo me da.
-¿Por qué
dices eso muchacho?
-A ver.
Usted dirá…
-Miguel.
¿No sabes que hay mil maneras de reemplazarte la pierna? Bueno, mil maneras no, pero hay
posibilidades.
-¿Una
pata de palo, quizás?
-Parecido.
Una pierna ortopédica. Hay personas que las tienen ajustadas e incluso salen
todas las mañanas a hacer su gimnasia.
-¿Es eso
cierto doctor?
-Lo que
oyes, Miguel. No te desanimes y déjalo todo en mis manos. De una manera u otra
conseguiremos que vuelvas a andar. Pero no me digas cuando, que eso es
imprevisible. Depende de tu cuerpo y de ti.
Yo, a mi
edad, creí que todo lo sabía, pero nunca aprendí. No sabía nada de la vida.
Perder la información de un disquete del ordenador me hacía perder la paciencia,
así que perder mi pierna… Francamente. Entendía todo, pero no me explicaba
nada. Muy al fondo de mí, dentro de mi cuerpo de hombre fuerte capaz de
resistir cualquier adversidad, mi alma lloraba en la más íntima de las
soledades. Me invadía cierta controversia que poco a poco, algunos días que
otros, me hacía caer en ciertos “bajones” que me dejaban hundido, sin venir a
cuentas, sin saber por qué si ya estaba todo decidido. Estaba convencido de la
operación, pero me asustaba el después. Tendría que adaptarme ahora ya sin
solución a la silla, hacerlo todo desde ella, pues aunque sabía de la
posibilidad de la pierna de “palo”, como yo la llamaba, me veía incapaz de
soportarla atada a mí el resto de mi vida. Cierto es. Algo más que sin pierna
haría…
Pero no,
que va. Aquello no me podía estar pasando a mí. Era inaudito para mis sentidos
tener que conformarme sin que cupiera otra alternativa para poder barajar… Sin
embargo, no tuve más remedio que dejar “mi vida” en manos del doctor y confiar
en mi suerte.
-Entonces
doctor, ¿dejo de hacer la rehabilitación verdad?
-No. No
la dejes. Necesitamos que tu pierna esté muy sana, muy fuerte para cuando
llegue la hora de la operación.
Verás
muchacho, te lo explicaré si quieres escucharlo.
-Dígame
lo que quiera. Si total, me la va a cortar…
-Te digo
que no debes asustarte ante la idea de una prótesis. Una pierna ortopédica es
una prótesis al fin y al cabo. Con una prótesis conseguimos reemplazar la falta
de algún órgano.
-Póngase
en mi lugar doctor. Primero haremos una operación para cortarme la pierna.
-Para
amputar Miguel, para amputar…
-Eso
mismo, para cortarme la pierna, al fin y al cabo, como dice usted. Y cuando se
cure, si llega a quedar bien, otra operación más para ponerme la pata de palo.
¿Cuánto tiempo voy a estar aquí metido? Me van a dar un carné de socio en el
hospital.
-¿Has
terminado?
-Sí.
-Pues
déjame que te explique ¿de acuerdo?
-Explique,
explique…
-Es
cierto que tendremos que operarte para, como tú dices, cortarte la pierna. Pero
hasta ahí. No hay una segunda operación.
-¿No?
-No. Una
prótesis va… como te lo explicaría… va como enganchada a tu pierna natural.
-A lo que
queda de ella.
-Sí, a lo
que queda de ella. En este caso al muslo. Tu pierna habría que cortarla poco
más o menos de unos 10 a
unos 15 centímetros
por encima de la parte superior de la rodilla. Justo donde se localiza el
osteosarcoma.
De camino
a casa seguía pensando que mi vida era una mierda, y que con aquella jodida
operación lo sería aún más si cabe, aunque el médico me garantizase un 100% de
efectividad de mi nueva pierna a la hora de andar. Cuando tenía un momento de
soledad, por pequeño que fuese, trataba de imaginar cómo quedaría físicamente
mi persona en un futuro, pero no lo conseguía. Me había hecho reacio
inconscientemente a una idea como esa. Otra de mis grandes disyuntivas en
aquella etapa de mi vida fue, obviamente, elegir el tipo de prótesis que me
implantarían para que fuese mi fiel compañera durante el resto de mi vida. La
bonita y la fea, como yo las llamaba. La bonita se asemejaba bastante a una
pierna normal. Era de color carne, ancha, mucho más estética que la fea a la
hora de vestir o de un bañador. Sin embargo, la fea tenía más movilidad que la
bonita. Esta era de color plata, y era como un palo. Simulaba los huesos de la
pierna, y estéticamente era mucho menos bonita a la vista.
Pasó
mucho tiempo mientras que me decidí por una y por otra, tanto como pasó
mientras que sufrí una nueva operación que me arrancó la pierna para siempre de
mi cuerpo.
-Todo ha
salido muy bien Miguel –me comentaba el cirujano en “la sala de despertar”
cuando pasó a verme.
-¿Está
seguro de eso?
-Claro
que sí muchacho. He estado hablando con el cirujano que te ha intervenido y me
ha dado un informe positivo en su totalidad. Sin ninguna complicación ni nada.
-¿Pero no
me ha operado usted?
-No, yo
no. Te ha operado mi colega Law. Es el mejor en esta rama.
-Pero
usted estaba allí ¿no es cierto?
-Sí.
Estaba allí porque sabía que tú creerías que yo te iba a operar. Aunque sé que
está mal decirlo, sé que tienes mucha confianza en mí, pero reconozco que mi
colega es mejor que yo para solventar estas situaciones.
-Bueno,
todo sea porque haya salido todo bien.
-¿Te
duele?
-Siento
un pequeño resquemor.
-Eso es
normal. Y… ¿se te ha ocurrido de levantar la sábana y mirar debajo?
-No, pero
me niego. Ya noto desde aquí que falta un bulto en este lado de la cama, a todo
lo largo, como si este que hay aquí fuese mi pierna derecha y la izquierda no
estuviese –le dije con toda la socarronería posible.
-No te
preocupes muchacho. Va todo bien.
-¿Me
avisará cuando algo vaya mal?
-¿Alguna
vez te he ocultado algo?
Cierto
era. Desde el primer día no me había escondido nada. Todo me lo había dicho en
la cara aunque siempre le reproché que la noticia de que tenía un tumor me la
tuviese que dar Sonia, y no él.
A las 4
horas más o menos me subieron a planta. En ella me esperaban Sonia, mis padres
y mis suegros junto a grandes amigos verdaderos que siempre llevé por bandera,
llámense Gali, Agu, Fede, González y algunos más que no recuerdo ahora.
El paseo
se me hizo muy corto. Mientras la enfermera empujaba mi cama por los pasillos
hacia el ascensor, quise recordar casi igual que cuando pasé el coma, aquellos
años de mi infancia en que jugaba a la pelota con mis amigos en la puerta de la
carpintería que había en la calle de al lado, en la “manzana” que le
llamábamos, con mis dos piernas bien puestas. Recordaba las caminatas que por
la mañana me daba para ir al instituto, los paseos que me daba con los perros
por entre los naranjos… Recordaba –que por ahí en algunas fotos está- mi
primera moto, aquella Yamaha DT roja y blanca que un día me llevó a la
concentración de Pingüinos, en Tordesillas (Valladolid). Ascensor arriba,
sentía como la enfermera me comentaba algo, pero yo no la entendía ensimismado
en recordar cuántas veces mis dos piernas, corrieron rodeando los naranjos que
hay en mi casa para que mi madre no me pegase por cualquier trastada de las que
había hecho.
Sólo me
distrajo de mis pensamientos el “clin” del ascensor al abrir la puerta en la 4ª
planta. Como si de una aparición de esas paranormales se tratase, tras ella se
encontraban emocionadamente esperándome mis padres, mis suegros, mis amigos y
como no… Sonia.
A ella le
noté en el gesto de la cara la alegría de saber que la operación había salido
bien, aparentando tras él el dolor que sentía por tener que haber acabado con
una pierna menos.
Todos,
queriendo evitar que yo me diese cuenta, miraban disimuladamente al vacía que
había desarrollado mi pierna ausente, y yo, trataba de disimular a su vez que
el alma se me caía al suelo cuando los notaba a todos mirar a la pierna.
Sonia, en
un acto de galantería, dejó a mis padres que fuesen los primeros en abrazarme.
Ella fue la siguiente seguida de mis suegros y mis amigos uno por uno detrás,
que me daban la mano como si hubiese ganado el premio Planeta. Pero no. Seguía
siendo un escritor novel que no había tenido tiempo de presentarse a ningún
concurso; a reclamar a cualquier editorial una oportunidad para que mi novela
viese la luz.
Pero
quizás el momento más amargo de toda aquella bienvenida al mundo de los cojos,
fue cuando una enfermera llamó a la puerta acompañada de 2 muletas. Pasó y las
dejó a mi vera. Volvió a salir y entró entre el ruidoso silencio que todos
guardábamos para acercarme mi sillita de ruedas.
-¡Hombre,
mi silla! –chillé animado para enfriar las caras de los presentes. Pero se notaba
que no era momento de bromas. Y se notaba porque a mi madre y a Sonia se les
cayeron un par de lágrimas sin remedio a sostenerlas.
-Eh, no
llorar por favor. Me ha tocado a mí y ya está. No soy ni al primero ni al
último que le van a “robar” una pierna, por favor…
Mi madre
se me abrazaba queriendo dejar de llorar, pero no podía.
Poco a
poco se fue acercando la hora de comer, y mi habitación se fue despejando. Mis
padres y mis suegros, que eran los últimos junto a Sonia, fueron al bar a
comer. Yo quería que Sonia bajase con ellos, pero no me quería dejar sólo. Me
costó un rato convencerla y al final, con ayuda de mi padre lo conseguí.
Quería
quedarme sólo, porque la curiosidad me mataba, y aunque no podría ver nada con
el vendaje que me habían puesto, necesitaba mi minuto de soledad para levantar
la sábana y mirar bajo ella, y descubrir así lo que había pasado en el
quirófano. No me equivocaba. Mi pierna estaba segada cual tronco fino de un
hachazo certero en el centro. El vendaje, se asemejaba en sus formas a un gorro
de esos que usan los rusos para el frío. Igual que me quedé yo cuando lo vi.
Otra vez –y ya he perdido la cuenta- el mundo se me cayó encima. Rápido lo
tapé, a sabiendas de que algún día tendría que ver lo mismo sin la venda. Pero
me reconfortaba saber que no tendría que ser en ese preciso momento cuando lo
viese todo.
No tardaron en llegar, y noté en sus caras
como querían verlo, pero sin dar el primer paso. Yo, ante tal situación y como
si no hubiese notado nada, preferí callarme. De esa manera lo verían cuando me
retiraran las vendas y sólo sería un golpe. Conociéndolos sabía que sería un
golpe, y no pequeño.
En unas
dos horas de todo aquello apareció el cirujano por la habitación. Me estuvo
comentando que todo había salido bien, y que el tumor que me habían detectado
era importante. Lo suficiente como para que cediera mi ex pierna para estudios
y demás.
-¿Y que
quiere que haga con ella? ¿Me la llevo a casa de recuerdo?
-No
Miguel. Te lo digo porque en la mayoría de las amputaciones los pacientes
entierran sus miembros.
-Dinero
que me ahorro, y si además conseguís sacar algo en claro para evitar
amputaciones… pues mira… Que no tengan que pasar por esto ni mis peores
enemigos es algo que no me importa. Doctor, usted no sabe lo que es esto.
-Me gusta
tu actitud muchacho, de verdad te lo digo. Sólo ha sido mala suerte, en esta
vida… no hay más.
-Ya lo
sé, pero es una mala suerte detrás de otra, y llega a cansar. Y no me diga que
soy joven y que la juventud todo lo puede, que ya lo he escuchado en otras
ocasiones. Todavía me queda que se me cure el muñón sin problemas, que no me lo
creo.
Era
cierto lo que Sonia me decía. Era muy negativo, pero tras todo lo que estaba
viviendo de unos años a esta parte no podía ser de otra manera. Antes, cuando
tenía mis dos piernas no era así. Pero hay veces que la vida te obliga a
cambiar, aunque no quieras.
-Sonia
cariño. Necesito que me hagas un favor.
-Dime
Miguel.
-Coge la
moto y llama a Chávez que la arregle. Dile que venga a casa a por ella y que la
deje nueva para venderla, que en cuando pueda iré a verle.
Y así lo
hicieron. Mi amigo Alfonso Chávez ya me había llamado por teléfono alguna vez
al hospital, pero ahora me llamó para algo diferente. Me quería comprar la moto
el mismo. Claro, él la conocía. Cada vez que tenía que pasar alguna revisión o
algún cambio de algo la había tocado él desde que la compré. Sabía que lo único
que tenía era chapa y pintura, porque el golpe que yo tuve no fue importante
como para que se tocase nada de motor. Estuvimos hablando un buen rato y al
final llegamos a un acuerdo económico. Me gustaba la idea de que la comprase
él, que así por lo menos la podía ver y sabía que estaba en buenas manos, a que
se la llevase otro, y aunque él luego la vendiera. Pero total. Por mi cabeza ya
hacía algún tiempo que me había hecho a la idea de que no volvería a pilotar
una moto…
-¿Ya está
todo arreglado? –me preguntó Sonia con cara de pena.
-Sí, ya
está. Sin moto y sin pierna.
-Lo
siento mucho Miguel –me dijo su sentido de la culpabilidad.
-No te
preocupes Sonia, cariño. Sabes demás que de aquel accidente estaba ya casi
recuperado. Tú no tienes la culpa de que me entre un cáncer así sin venir a
cuento y de estas dimensiones.
-Ya lo
sé. Pero yo sé también que las motos son tu ilusión, y quedarte ahora sin poder
conducirlas a mí me duele.
-No te
creas. Me duele más no tener mi pierna que haber dejado las motos para siempre.
Bueno, siempre me quedarán las carreras.
-Te
prometo que cuando lleguemos a casa y ya esté todo solucionado… me refiero a
que tengas tu pierna nueva y puedas andar algo y todo eso, te llevaré a una de
esas concentraciones que tanto miedo me dan.
-¿De
verdad harías eso por mí?
Era otra
prueba más –o así lo pensaba yo- de que Sonia me quería. Había cambiado mi
pierna y mi moto, que hasta entonces era lo que más quería por encontrar un
amor verdadero, cosa que también había soñado mil veces por mor de mi
romanticismo innato.
Pasé en
el hospital… no sé, ya no me acuerdo cuanto tiempo hasta que mi muñón estaba
listo para volver a casa. Tras algunas complicaciones (como no) conseguimos
volver a casa “sanos” y salvos.
Y se me
planteaba ahora un nuevo reto casi obligado por Sonia y por mi madre. Querían
que me hiciese con las muletas para poder manejarme sólo algo mejor en caso de
que hiciera falta, pero en honor a la verdad diré, que una vez acostumbrado a
la silla era más cómoda. Y tenía mis motivos, a pesar de que nadie parecía
entenderlos. Uno era que ya estaba cansado de forzarme y rehabilitarme para que
luego nada saliese como estaba programado, y otro es porque me había hecho algo
perro. Esperaba con ahínco a que llegase el día en que me pusieran la pata de
palo, a ver si era verdad que podía andar aunque fuesen unos metros sin caerme.
Lo malo
fue hasta que llegó la hora de volver al médico para la primera revisión tras
abandonar el hospital. Supuestamente aquel dolor era normal, cosa poco extraña
después de la envergadura de la operación, pero al que le dolía era a mí. Y lo
que más me mosqueaba era que aún seguía con el vendaje puesto, y no podía ver
el cariz que iba tomando lo que me quedaba de pierna.
Uno de
los principales problemas que me encontré al llegar a casa, y no era nuevo para
mí, fue el psicológico. Ya digo. A pesar de que mi casa estaba muy bien
adaptada para las circunstancias… que no. Que ver que te falta una pierna y no
te puedes defender es lo peor del mundo, y ya está. Es que no tiene vuelta de
hoja. Aunque con mi actitud lo único que conseguí fue recaer en mi antigua y
desestimada depresión.
Bien
acompañado por ella fuimos al médico nuevamente. Tuve que esperar un poco, pero
enseguida el doctor me dio paso en cuanto me vio.
-¡Hola
Miguel, encantado de volver a saludarte! ¿Qué tal va todo?
-Pues
mire, ayer mismo estaba recordando con Sonia de la primera vez que me dijo que
no tendría que amputar.
-Ya, ya
lo sé. Per sabes que me refería al accidente. Esto es otro problema diferente.
-Si lo
sé…
-Bueno.
Espera que me lave y vamos a ver esa pierna. ¡Enfermera! –chilló para que
viniese a ayudarle.
-Con
cuidado doctor.
-Tranquilo
Miguel. Tú mira para otro lado que yo te aviso cuando esté.
-¡Qué
fácil! –contesté a regañadientes.
-Dime…
-No,
nada…
-Pues
esto está muy bien. Hombre, aún le queda un tiempo para que se cure del todo y
cicatrice y eso pero vamos, en general bien.
-¡Hombre!
Por fin una vez sin complicaciones…
Como no
podía ser de otra manera, el tiempo siguió pasando, sin prisa pero sin pausa,
como se suele decir. Tenía tantas ocupaciones vacilando por mi cabeza, que
apenas reconocía que cada día pasaba sin pena ni gloria, tratando de adaptarme
sin más solución a como me había quedado.
Era de mi
interés buscar en Encarta o Internet por casos de amputaciones, de quiénes,
como lo habían conseguido superar, o de los tipos de prótesis para cada caso.
No quería
que cuando llegara la hora de implantarme una, el médico volviera a darme una
clase gratuita y que yo no supiera de qué me hablaba. Mientras, distraía mi
tiempo en el mismo trabajo que me mantuvo el jefe –pues ya no quedan
empresarios que miren por el trabajador- en un alarde de buena gente. Seguía,
por supuesto, visionando las carreras en directo o los videos de mi colección
cuando descansaban. Continuaba escribiendo, y así soñando, pues si tantas veces
había pedido un amor verdadero, ahora quería un hijo (sin problemas de salud)
para poder ver mi mundo de distinta manera. Necesitaba, como antaño,
reorganizar mi vida y darle emociones, ilusiones nuevas que me permitiesen
afrontarla con otro aire.
Llegó mi
aniversario, ¿quién lo diría? Tiempo atrás pensaba que no viviría ninguno más.
Como me costaba a mí más que a Sonia de ir a comprar un regalo, le propuse de
ir a cenar, y aceptó encantada. Llamé a su espalda al restaurante de un amigo y
le pedí que me lo preparara todo.
-Parece
mentira que me digas eso. Sabes que para ti lo que quieras –me contestó
Vicente. El muy cabrón me había preparado una mesa junto a la chimenea,
prevista de un ramo de rosas en el centro y velas aromáticas encendidas. Para
eso tiene una mano especial, y aunque le dijera lo que le dijese, iba a hacer
lo que le diera la gana.
No me
faltó el mejor vino en la mesa, ni el mejor champán para poner colofón a tan
magnífica cena. La Tasoguera, de lo mejor de toda la costa. Marchamos,
inocentemente creyendo que a casa con la barriga llena, pero no. El coche que
conducía Sonia tomó rumbo a la playa. Aquella playa donde tiempo atrás
engendramos nuestro primer aborto.
Cual
calco de aquella ocasión, nos tumbamos en la arena, iniciando así un rastro de
caricias y besos que poco a poco me iba enfermando de amor…
Por estar
centrado en la pierna, había dejado descuidados los deberes de la cama,
pagándolo injustamente Sonia, con lo que cambiando el escenario le seguí el
juego a pesar de mi inestabilidad. Casi me hincaba en la arena para poder
mantenerme sentado, postura que a la postre no resultaría buena para tanto amor
sobre ella.
El vino
acompañaba a la luna. Las olas, hacían estragos en el reflejo de ésta sobre la
mar. Las estrellas, describían que la noche era mágica.
Su
mirada, azul de mar y brillante por el reflejo de la luna, discernía sobre la
mía, hasta confundirse ambas al acercar nuestros labios levemente, hasta su
roce perpetuo. Como mi tiempo, lento, sus manos desabotonaban mi camisa
mientras las mías jugaban a atrapar en su plenitud sus dos pechitos cual
volcanes en erupción. Mis dedos rodeaban sus pezones girando hasta hacerlos
crecer estupefactos ante tanto amor de mi corazón latente para corretear luego
por praderas como tu espalda y de tus labios beber la técnica exacta que un
novato ha de aprender a aprender.
Y me
perdí. Me perdí entre tus laderas buscando la cueva de tejidos ensanchada. Y la
encontré, pero no quise ni siquiera llamar por respeto y aún menos a tan alta
hora de la madrugada. Así que volví y me entretuve en pasear volcán arriba
volcán abajo mientras a la puerta de la antes citada cueva, semejabas jinete al
trote.
No
recuerdo, por más que lo intento de cómo tus manos quitaron mi pantalón sin
apenas darme cuenta. Andaba entretenido escalando y ni siquiera noté penetrar
de extasiado que me encontraba.
No podía,
era incómodo, pero tal vez sería la última vez que podría encontrar mi postura
arriba sin resbalar como un barrilete. Le pedí su ayuda para nada negada, y
encontré mi porte un poco desequilibrado en la arena. Pero me valió. Nos valió
para disfrutar de una penetración poco a poco consistente que fue tomando tonos
verdes entre el oscuro cielo y el blanquiazul mar.
Desestimada
mi silla a la par de mis muletas, con Sonia bajo mi brazo nos encaminamos hacia
la orilla, a la patita coja, como dijo aquel. Y nos volvimos a reproducir como
“pez en el agua”, allí donde más o menos manejaba el poco equilibrio que me
quedaba.
Nuestros
ropajes descansaban junto a las tumbonas la última vez que los vimos, más
desaconsejada broma nos hizo algún marino. Ahora, lo recuerdo entre vinos.
“Tuvimos
que volver en el coche mojados y desnudos”, le contaba a mi madre omitiendo la
parte obrera.
-Mamá,
permíteme ahora que los cubatas me ciegan. Muchas gracias por tu comportamiento,
y a ti también papá. Y a vosotros “suegros”.
Todos
quedaron callados, esperando a que ultimase mi intervención. Quietos, y con
alguna que otra lágrima a punto de escapar, me miraban demostrando todo el amor
que en ese momento me podían dar.
Es cierto,
no miradme así, y lo siento. Necesitaba decirlo. Llegué a pensar que no estaría
aquí en este día, y no sólo estoy, sino que acompañado de las mejores personas
que un ser humano puede pedir.
A veces
pienso que ha sido mejor sacrificar una pierna y teneros a mi lado. Gracias a
vosotros… gracias a vosotros estoy llorando ahora, cuando yo no sabía lo que
era eso –concluí entre lágrimas.
Se me
echaron encima a abrazarme sin decir nada, y por poquito que me tiran de la
silla. Eso de mantener el equilibrio era lo que peor llevaba.
Ya no me
dolía el muñón, pero según las indicaciones del médico tendríamos que esperar
un tiempo aún para el tema de la prótesis.
-A la
fecha que estamos y a la vista del buen aspecto que tiene, te cogeré cita para
final de enero, ¿te parece?
-Sí, está
bien, mientras antes mejor.
-Vamos a
dejar pasar la Navidad y vuelves en enero Miguel. Además de trabajo que tenemos
en esta fecha, quiero que te pegues estos días sin tener que ingresar, ni
hospital ni nada. Aunque eso es poco tiempo, pero acostumbrarte a llevarla y
demás… Eso es a lo que me refiero.
-Muy bien
doctor. Espero entonces que me avise para darme fecha. ¡Pero no se olvide de
mí!
-No
hombre no, por Dios.
Pero como
era de esperar, no podríamos pasar la Navidad tranquilos. Por una vez –y no es
que me alegre- era Sonia la que estaba mal. Tenía cierto malestar, cierto dolor
en la tripa que no la dejaba tranquila.
Después
del día de Reyes ya no podía más. Yo pensaba que habría sido la pesadez de
tanto mantecado y tanta copa, pero con tal y con esas fue al médico. Le dije a
mi madre que la acompañara, y así yo retomaba mi ordenador para escribir algo
que no fuese mi biografía.
Estuvieron
fuera toda la mañana. Casi eran las tres de la tarde y no habían aparecido,
pero cuando se me ocurrió de llamarlas a ver el porqué de la tardanza,
aparecieron.
-¿Por qué
habéis tardado tanto?
A Sonia
le notaba con cierto gesto de dolor en el rostro, pero a mi madre la veía más
alegre que de costumbre.
-Miguel.
Tengo dos noticias que darte. Una buena y una mala. ¿Cuál prefieres primero?
-Sonia
cariño. La última vez que me dijiste eso me terminaron cortando la pierna. ¿Qué
pasa?
-¿Cuál te
digo primero?
-A ver,
la mala.
-La mala
es que hemos ido tu madre y yo de compras y me he gastado 600 euros.
-¡Joder
Sonia! Te has pasado, ¿qué has comprado?
Y la
buena te la digo después –me dijo abandonando el salón de casa.
-¿Pero
dónde vas mujer? Mamá, ¿qué es lo que está pasando aquí?
-Yo no sé
nada –me contestó encogiendo la cabeza entre los hombros.
-Bueno,
dime al menos que te ha dicho el médico.
-Me ha
dicho que mires en la mesa del patio.
-¿Cómo es
eso?
No tuve
más remedio que levantarme visto el juego que se traían conmigo, sin imaginarme
siquiera que…
-¿Qué es
todo eso?
-Bolsas
de la compra.
Las estuve
mirando, pero seguía sin comprender nada.
-Espero
que tengas una buena explicación para esto.
-¡Estoy
embarazada!
-¿Cómo?
Pero si no se te nota.
-Porque
aún no estoy de tres meses. Por eso tenía tanto dolor en la tripa.
-¿Y es
niño o niña?
-No lo
saben todavía. Es pronto para eso.
No sabía cómo
reaccionar. Si no me aludía de nuevo la mala suerte vería cumplido casi el
mayor sueño de mi vida en 6 meses.
Les dimos
la noticia a mis suegros y a mi padre, y todos quedamos para celebrarlo en un
restaurante con una buena cena. La alegría nos desbordaba. Incluso durante
aquella cena se me seguían cayendo algunas lágrimas que Sonia me secaba con las
yemas de sus dedos.
Cuando
llegamos a casa –más bien chispados, que todo hay que decirlo- no tuve más
remedio que encerrarme en mi escritorio delante del ordenador. Sentía la
necesidad de aprovechar mi gusto por la escritura para dedicarle las primeras
palabras a mi hijo, o a mi hija; a ese regalo divino de Dios que de alguna
manera me recompensaba por tanto sufrimiento y que me había devuelto las ganas
de vivir, de luchar, aunque fuese con mi pierna postiza a cuestas.
“Sí, te
espero a ti, seas quien seas y vengas de donde vengas te espero a ti.
Inesperado y preciado regalo divino, te espero con una pierna menos, pero con
los brazos abiertos de par en par para hacer de tu venida y de tu persona mi
nueva e incombustible musa.
Seguro
serás símil de un ángel, de esos que asedian a Dios en los más recónditos
lugares del cielo para no perder nunca de su fe.
Te
imagino… te imagino rubicundo, de enormes ojos celestes, o negros, que más me
da… Te imagino, con mofletes tiernos cual corderito recién parido, de los que
poder pellizcar para no dejar de quererte, jamás, para estar siempre a tu lado,
para limpiar tu primera caquita y así cambiar tu primer pañal.
Necesito
de verte abrir por primera vez los ojos, de escuchar tu primer llorar y
acunarte entre mis brazos para hacerte callar.
Requiero
que seas parte nuestra, mía y de mamá, y preciso de escuchar tu primer hablar.
Quiero,
quiero verte sonreír en tu cuna, o en el sofá, y reiremos también nosotros sin
nada más que esperar. Porque tu llanto es amor, es de azúcar tu andar, es de
miel tu primer potito, ese que te quiero dar.
Seré,
seré quien primero te riña al verte holgazán. El segundo que te dé un beso
después de que te pongas a respirar, el primero que se preocupe cuando te oiga
llorar, porque no entiendo por mucho que lea que quieres decir con tu mirar.
Te
escribiré versos bonitos todas las noches al acostar, y serás el súmmum de mi
vida y de la de mamá.
Porque te
quiero desde que me dieron la noticia, y vienes a mi sueño realizar, dudando
aún de que nombre mejor te quedará.
Y busco
en mi corazón como exprimirlo para sacar de él cuanto amor engendro y
entregártelo sin miramientos.
Sí, te
espero a ti, seas quien seas y vengas de donde vengas, alto o bajo, gordo o
flaco te quiero a ti. Porque eres una parte de mí, y de ella, porque te quiero
a ti, y a ella, porque sois el amor de mi vida, los que me dais fuerza para
seguir, los que sin querer me hacéis descubrir que hay cosa más importante en
la vida que… que te falte una pierna”.
-¿Miguel?
-Sí,
dígame, soy yo.
-Le llamo
del Hospital San Juan de Dios, de la consulta del doctor Márquez. Sólo es para
recordarle que mañana tiene cita para lo de la prótesis.
-Sí, lo
sé. Muchas gracias.
-¿Quién
era?
-Del
hospital, recordándome la cita de mañana, como si se me fuera a olvidar… ¿Qué,
como estáis?
Ambos
reímos. Yo aprovechaba cuando ella estaba en el sofá y me acercaba a su
barriguita con mi oreja sobre ella, tratando de escuchar a mi musa, pero no,
todavía no hablaba…
-Buenos
días Miguel.
-Buenos
días doctor.
-¿Dispuesto
a salir andando de aquí?
-Pues ya
ve. Yo diría que sí.
-Vamos a
ver. Te explico.
Pensaba
que no me libraría de otra de las clases gratuitas que el doctor me daba, y no
me equivoqué. Aunque pensándolo bien, tampoco estaría demás saber un poco de
algo que tenía que convivir conmigo irremediablemente, para el resto de mi
vida.
-Como
quedamos, no te vamos a someter a otra operación, a pesar de que es como mejor
quedan estas cosas, pero bueno.
Últimamente
se están creando unidades especiales para la aplicación de exoprótesis. De
prótesis exteriores más o menos, para que me entiendas. Son
interdisciplinarias, con la participación de médicos, cirujanos,
fisioterapeutas y mecánicos protésicos; con ello se persigue la mejor
adaptación de la prótesis a la persona que se le va a implantar y su posterior
control. Pero como aún aquí no contamos con ninguna tendrás que conformarte
conmigo y mi equipo.
-No hay
problema. Ahora, como luego no ande…
-No te
preocupes.
Tras no
sé cuánto tiempo de charla –que si había sido un protésico francés en 1851 el
primero, que si… -comenzaron a ponerme aquella prótesis. Yo ni pregunté ni me
fijé en nada, y aunque no me dolía lo que me hacían, no me apetecía, la verdad.
El caso
es que me levanté. Al principio me daba la impresión de que me caía, porque
sentía como aquel cacharro me presionaba el muñón, pero yo no sentía el pie en
el suelo.
Me daba
miedo a iniciar el primer paso en no sé cuántos años, pero miraba al frente y
veía a Sonia y a mi madre encabezando a los demás, que me llamaban y esperaban
que llegase a ellas como el que llama a un perrillo pequeño. Quería, pero no me
atrevía. Tuve que utilizar primero las muletas, hasta que le cogí el truco que
me costó como un par de días o tres. En vez de sentir cuando el pie apoyaba en
el suelo, debía sentir cuando el aparato me oprimía el muñón. Como si de
mantener el equilibrio cuando no tenía nada se tratase, conseguí hacerme con
ello, a pesar que de vez en cuando salía rodando por el suelo para descojone de
los presentes.
Parecía
fácil, y aunque me había acostumbrado a andar, había algo que no me entraba en
la cabeza. Y es que cada noche al acostarme, me la quitaba y me la ponía a la
mañana siguiente como el que se quita y se pone el reloj. A día de hoy no me
termino de aleccionar con esta circunstancia, pero en fin. Gracias a Dios y a
mis dos señoras que tengo a mi lado aprendí algo quizás más importante, como superar
los palos que la vida te va regalando en forma de jodienda.
El tiempo
fue pasando, contado hacia atrás como en la mili por los meses de embarazo de
mi mujer.
Tenía ya
un considerable “bombo”, en el buen sentido de la palabra, hasta el punto de
pensar más de una vez que traía gemelos por más que el ginecólogo lo negase con
pruebas y más pruebas. Era extraño. Casi con tres meses no se le notaba y ahora
que estaba a punto de cumplir era impresionante.
Fue una
noche de esas que me cogía sin sueño, y mi pierna y yo reposábamos ante el
ordenador escribiendo algunas cosillas. Me tuvo toda la noche en vela. Tenía
contracciones pero no terminaba de romper agua, y yo, rezaba porque no pariera
en casa. Además de que los nervios no me dejarían actuar acorde a mis conocimientos
de primeros auxilios, es que encontrarme sólo ante aquella situación y en mi
situación personal, no era lo más idóneo para ayudarle en el parto.
Sonia no
quería, pero cerca de las seis de la mañana llamé a mi madre y a la suya para
que se acercasen a casa, desconfiando de mí mismo. No tardaron mucho. Como
media hora poco más o menos. En cuanto llegaron, mi madre me preparó una tila.
Los nervios me tenían deshecho.
Estaba
deseando tenerte entre mis brazos junto a ella, y abrazaros a las dos. Me daba
miedo, pero estaba deseando llegar al paritorio y verte nacer. Pero no quería
pasar por las condiciones de que Sonia sufriera. Y no me refiero en el parto,
sino allí en casa. Tenía dolores que le molestaban cada vez más, y casi no
podía tomar medicamento alguno para el dolor por mor del embarazo. Con lo que
aguantar, es lo único que le quedaba. Yo trataba de apaciguarle esos momentos
dándole la mano, haciéndole caricias, besándola… Y es que no se me ocurría nada más que llevarle al
hospital, pero no quería ser cansino. Ya se lo había repetido varias veces en
la noche. Pero llegó un momento en que mi madre y mi suegra decidieron llevarla.
Pensaron que ya estaba todo a punto de caramelo, y de hecho no se equivocaron.
En la misma puerta del hospital rompió aguas, con lo que la ingresaron de
urgencias.
Mi padre
se quedó el último para ayudarme a salir y que pudiese entrar yo también. Pero
cuando lo hice ya era tarde. Se la habían llevado al paritorio. Mi padre y yo
fuimos tras algunas explicaciones a la sala de espera, donde mi madre y mi
suegra esperaban.
-Ya se la
han llevado hijo.
-Sí, lo
sé mamá. Menos mal que me he decidido a llamaros. Sonia no quería porque dice
que cumplía mañana por sus cuentas, pero viendo la noche que ha pasado con
tantos dolores… No sé, yo no lo veía normal.
-Eso son
los nervios de ser el primer hijo. No te preocupes que ella esté bien.
Yo no
entendía mucho de aquello, pero desde las siete y pico de la mañana que
llegamos, hasta las doce y cuarto que eran, a mí me parecía mucho tiempo.
Yo estaba
enfadado porque había preguntado ya si podía entrar al parto, y todo fueron
impedimentos, con lo que de muy mala leche me quedé fuera. Y tanto tiempo como
tardaba… se me juntó todo. Miraba incesantemente mi reloj, me asomaba a la
esquina del pasillo cada dos minutos, hasta que conseguí desatar los nervios de
mis acompañantes.
-Miguel
hijo. Tranquilízate.
-Mamá. Yo
no entiendo, pero tanto tiempo no es normal, vamos, digo yo.
-A mí
también me lo parece –me dijo mi suegro que hacía poco que acababa de llegar.
-Espera
que voy a ir a preguntar –me comentó mi padre. Y fue, pero también tardaba
mucho en volver.
-Es que
no encontraba donde me ha explicado la enfermera. Nada, que está todo bien,
pero que le han hecho la cesárea y por eso aún no han salido –nos comentó.- Me
han dicho que aún van a tardar como una hora, así que vamos a ir a tomar café
al bar mientras tanto, que me caigo de sueño. Vamos Anita –invitó a mi madre.
-No
Miguel, ve tú. Yo esperaré aquí.
-No
Anita, ven a tomar algo que no has desayunado nada.
Mi madre
accedió por no discutir. Se dirigieron al ascensor, y al poco de cerrarse la
puerta, oí a mi madre romper a llorar desesperadamente chillando muy nerviosa.
-¿Qué ha
pasado? ¿Qué le pasa a mi madre Eulalia? –le pregunté a mi suegra sobresaltado.
-No lo sé
hijo, espera que voy a ver.
Bajó
también en el ascensor, y la perdí de vista.
-Algo le
ha pasado a mi madre José –le dije a mi suegro.
-No
hombre, tranquilo –me contestaba a la vez que le sonó el móvil.
-¿Qué
baje? –le escuché que decía al teléfono-. Ahora mismo bajo.
-¿Qué
pasa José, qué ha pasado?
Pero no
me contestó. Salió corriendo por la escalera abajo desde el segundo piso en el
que estábamos, dejándome a mí en la sala de espera. Yo no quería bajar por si
acaso venía la enfermera, pero en unos minutos decidí hacerlo a la vista de que
no subían. Me fui para el ascensor y fui a la planta baja, donde me encontré a
mi padre con mis suegros.
-¿Y mamá?
¿Me quiere decir alguien que es lo que está pasando? –chillé enfrente de
recepción con los nervios a flor de piel. Todos lloraban excepto mi padre, el
cual también tenía las lágrimas a punto de saltar. Él cogió y me empujó hasta
la esquina. Se sentó delante de mí en un banco de los que allí hay para
esperar. Apretó mis manos con las suyas y ahora sí no pudo evitar llorar.
-A tu
madre se la han llevado los celadores porque se ha desmayado –me dijo queriendo
aparentar una entereza que se le iba debilitando por momentos, muy rápido-. ¿Y
sabes por qué se ha desmayado tu madre, hijo?
-No, ¿por
qué? ¿Qué ha pasado papá? La he escuchado chillar cuando habéis tomado el
ascensor.
Incrédulo
de mí, seguía preguntando sin saber lo que había pasado, y es que ni siquiera me
lo podía imaginar…
A mi
padre no le salían las palabras del cuerpo. Clavó su mirada en mí intentando
sostener la primera de tantas lágrimas que cual carrera, se preparaban juntas
en los párpados para partir.
Sus
labios hacían pucheritos como esos que hacen los críos cuando se asustan… pues
igual, con la diferencia de que mi padre no era ningún crío.
Pero no
sabía, no se atrevía –pensaba yo- a decirme lo que estaba ocurriendo en aquel
hospital. Debía haber sido (como mucha gente dice) el día más feliz de mi vida,
pero aquella noticia segó mi ánimo hasta rozarme el corazón. Mi padre me lo
dijo sí. Mi madre se había desmayado cuando mi padre le comentó lo que le había
dicho el médico. Sonia había muerto.
Quedaban
muchas cosas aún para que mi pierna sintiera de nuevo, pero aunque me
encontraba sentado, noté como me temblaban, incluida mi perseverada derecha.
Allí mismo donde me encontraba, mis codos apoyaron en mis rodillas para que mis
manos sostuvieran mi cara, oculta entre ellas queriendo retener quizás mi
llanto y mi rabia, mi ira y mi impotencia, mis nervios y mi desesperación ante
tal noticia que para nada me la esperaba.
Mi padre
me abrazaba, mis suegros estaban anonadados, como si aún no supiesen lo que
estaba pasando. Los celadores rápido, se acercaron a mí. Nos dieron a todos
tranquilizantes, e incluso nos preguntaron si queríamos alguna de las
habitaciones que había libre en maternidad. Maternidad. Parte del hospital
donde las embarazadas dan vida a seres nuevos en esto de la vida, -¡no donde
pierden la suya joder!- grité sin poder resistir mi estado de nervios.
Pasados
unos minutos, no sé cuántos, aquellos tranquilizantes desempeñaron bien su
labor. Consiguieron serenarme hasta el punto de poder reaccionar y ver con
claridad cuál era la cruel verdad que me estaba ocurriendo. Y no era otra si no
que estabas en no sé donde me dijeron, ahí detrás de esa fría ventana de
cristal en un pasillo interminable en el que por fin me dejaron entrar. Te veía
muy guapa, guapísima, con todos esos lunares conectados que te facilitaban la
respiración. Toda entera llenita de cables y rodeada de máquinas que supongo
pitarían. “Pero la niña está bien”, me dijeron las enfermeras que atentas
y a sabiendas del trance que pasaba,
salieron al pasillo a informarme.
Pero ya
no era ese el tipo de noticias que requería sabiendo que estabas bien. Ya sólo
quería que alguien me dijera como estaba tu madre, y qué había pasado para que…
No lo entendía.
-Si todo
el embarazo ha ido bien doctor –le reproché fruto del nerviosismo junto a mi
padre-. Todas las ecografías han salido bien, y ha hecho todo el embarazo al
pie de la letra. No ha fumado, no ha bebido… -continué hasta que el nudo que
rato antes se había instalado en mi garganta segó mi habla.
-Mira
Miguel. Yo te quiero explicar lo que ha pasado, pero quiero que por favor te
tranquilices un poco y que me escuches. Ya sé que es tu mujer la que está ahí
dentro. Ya sé todo lo que me puedas decir, y sin que sirva de excusa te diré
que a veces las cosas se complican, y el cuerpo humano, por mucho que lo
tengamos estudiado, por mucho que demos a luz todos los días varias veces, es
imprevisible. Con ello te quiero decir que aunque parezca culpa nuestra, no lo
es. Y no es quitarnos la culpa, como te digo. Es que a veces el cuerpo
reacciona de una manera bastante inesperada por nosotros y suceden estas cosas.
-¿Me
quiere decir qué ha pasado? –le contesté tal vez fuera de tono por estar fuera
de mí.
-Está
bien. Mira. Las hemorragias son una de las complicaciones más graves en
cualquier parto. Cuando se desprende la placenta, es normal cierta pérdida de
sangre. Pero una vez expulsada la placenta, se administra a la mujer ciertos
fármacos para provocar una contracción importante del útero. Así se consigue
cualquier episodio hemorrágico. Pero hay veces que el desprendimiento de la
placenta no se produce a tiempo y la pérdida de sangre adquiere mayores
dimensiones, con la que la técnica a usar para retirarla es manual.
-¿Y qué
me quiere decir con todo esto?
-Quiero
decir que todo este proceso se hace con anestesia general, y hay veces, como te
comenté anteriormente, que el cuerpo reacciona de manera imprevisto.
-¿Me está
diciendo que mi mujer ha muerto por fallo de anestesia?
-Eso
parece ser. Hemos tenido que retirarle la placenta manualmente y la cantidad de
anestesia era inapropiada, tal vez un poco excesiva.
-Tal vez
no, excesiva.
-Sí, para
que negarlo. Ha sido un error del anestesista que le ha llevado a que se le
quemasen los pulmones, y fruto de ello a la muerte.
-¡No me
lo repita doctor! –le grité. Pero ya no había solución.
Mi pierna
y media, como yo las llamaba estaban hechas un flan. No mantenía el equilibrio;
me era imposible estar de pie.
Mis
padres y mis suegros querían que denunciase al hospital en la persona del
anestesista, pero yo me negaba. De nada me serviría. No quería dinero, quería a
mi mujer y ningún juez me la devolvería…
¿Por qué
Sonia, por qué para tenerte a ti te he tenido que “cambiar” por ella? ¿Es que
no podíamos disfrutar los tres juntos? ¿Qué he hecho mal Dios mío, si lo único
que me has dado en la vida además de ella ha sido sufrir? ¿Sabes Sonia? Sigo
besando noche a noche tu foto al acostar, acariciando tu rostro, tu pelo,
recordando donde engendramos esta maravilla que no has podido disfrutar. Sigo
peleando con la soledad, que llene mis momentos junto a ella desde que tú no estás.
Y sigo… y
sigo escribiéndote poesías que ya no puedes criticar, con el mejor sentimiento
de amor y de amistad.
Ahora que
lo pienso, después de pasar el tiempo creo que no te llegué a demostrar cuanto
te quería, aunque no te lo dejara de decir, ahora me siento vacío escribiendo
para ti, solo para mí. Porque ya no estás a mi lado, y ella aún no me entiende.
Se parece
muchísimo a ti. Como yo siempre soñé. Tiene tus mismos ojos claros, tu mismo
pelo rizado, tus mismas ganas de reír, de vivir…
…-¡Despierta
hijo! Ya puedes ver a tu hija –me dijo mi madre mientras me zarandeaba por el
brazo.
Mi
corazón latía muy aprisa, mi pulso estaba acelerado como nunca antes lo había
sentido, y mi mala leche sobresaltada. La pagó mi madre, la pobre mía.
-¿Por qué
me has dejado que me duerma mamá?
-Hijo,
porque no has dormido en toda la noche, y como no sabíamos cuánto se tardaría y
estabas dando cabezadas, te he dejado dormir hasta que fuera preciso. ¿Estás
bien Miguel? Estás blanco, tienes muy mala cara.
No quise
comentar nada de mi pesadilla, y contesté dejando pasar la cosa, queriendo ver
sólo a mi hija y a mi mujer.
Fui a una
puerta que me indicó una enfermera, y allí mis nervios y yo paseábamos de un
lado a otro, a pasito corto, con los brazos encogidos y la desesperación cada
vez más latente. Sobre todo nervioso cuando vi como lentamente aquella puerta
se abría. Tras ella apareció otra enfermera con una mantita reliada entre sus
brazos. Me miró y me sonrió, haciendo yo mi respuesta en metáfora de lágrimas.
Las primeras lágrimas por ella, esas que ya nunca volverán a caer.
He pasado
mucho, pero pienso que ningún momento de mi vida es comparable, en ninguno viví
esa sensación de cuando la enfermera te pasa a los brazos tu primer hijo. Es
tan bonita, pequeñita y dormidita, sin saber siquiera lo que está pasando, sin
saber que está provocando en mi corazón la mejor emoción. Ella no comprende que
hay personas que darían su vida por ella, que es la razón de mí vivir y que me
ha devuelto a la vida. Porque llegó un momento con esto de la pierna y demás
que no me veía capaz de seguir, y aunque tenía a Sonia a mi lado me era imposible
continuar como si tal cosa. Pero con su llegada ha cambiado mi punto de vista
sobre la vida. Ahora si merece la pena vivirla; ahora tengo una meta que
conseguir.
-¿Qué
haces Miguel?
-Pues
mira, escribiendo un poco.
-Ángela
está llorando. Mira a ver si hay que cambiarle el pañal…
“Impaciente
y temprana aurora de mis amores,
rebosante
de ternura, como dulce melodía,
dos
semanas te contemplan, y tres días.
Musa e
inspiración, casi perfecta,
dedícale
tú lo mejor que lleves dentro del alma,
pues yo,
no puedo darle más que amor.
Necesito
de ti para ella, y a ella para ti.
Esperando
que tengas en cuenta mi plegaria
y que des
a mi pluma aquello que nunca escribí.
Y es que
no hay más pura belleza e inocencia
plasmada
en ti Ángela, mi alma, sin vivir.
Bella como
la azucena, rubia como el jazmín,
que poco
a poco ya miras a papá ¡ay!
la
primera vez por ti.
Dormilona,
mucho, poco más se te puede pedir,
pero das
vida a la vida, alegría a la alegría
sólo con
tu presencia al menos para mí.
Ya ves la
luz del día; y solo espero ver el día yo
en que me
digas papi, hija mía, símbolo de amor…
Vives
tranquila, sin pensar en nada,
aunque
mucha gente piensa en ti,
esperando
verte crecer, esperando verte sonreír.
Cuando
llegues a leer esto que hoy escribo,
y solo
con un beso, con un abrazo pequeña mía,
me harás
feliz…”
Mientras
le cambiaba el pañal, Sonia estaba leyendo lo que había escrito. Le gustó mucho
pero, como siempre hay un pero.
-Llevo un
montón de años contigo y nunca me has escrito nada.
-¿Estás celosa
princesa?
-¿Yo?
¿Por qué debo estarlo?
Es
cierto. Nunca te he escrito nada, pero hay una razón para eso.
-¿Ah sí,
y cuál es?
-Pues
porque no soy capaz, no se puede jugar con las palabras de manera adecuada como
para que relaten tu belleza. A soñar que me pusiese, no encontraría palabra
menos hermosa que tú para contar de tu pelo negro, ni de la finura de tu rostro
siempre resplandeciente por la llama que vive en tus ojos, que les da un brillo
singular y sin igual a tu tez infalible.
Es muy
difícil describir el tacto de tu torso cuando desnudo posa ante mí, ni asemejar
con cualquier figura la redondez de tus pechos firmes hacia mí.
Mira, son
mis manos las que desabrochan tu batín para dejar tus senos al aire. Es mi dedo
el que sin reparos y de espalda a su yema se desliza suavemente entre ellos
jugando a erizar cada poro de tu piel, deslizándose sin medida hasta tu
vientre, hasta tu ombligo, hasta conseguir erguir tu cuello hacia el respaldo
del sofá y privarme de la luminiscencia que desprenden cuando vamos a hacer el
amor.
Y se
ayuda ahora de su hermano gemelo para desprenderse de tu tanguita negro,
mientras mis labios dejan paso a mi lengua para lamer tus pezones y mis otras
yemas juegan con tus labios a ser consumidos a lindos y pequeños bocaditos de placer.
Únicamente
cubierta tu espalda también erizada por la seda del batín rasa, a horcajadas te
sientas sobre mí simulando jinete sobre una yegua. Recoges mi pelo todo en uno,
por la nuca, y desplazas mi cabeza hacia ti impidiendo que deje de amamantarme
cual si fuese la pequeña Ángela, mientras es tu otra mano la que eficazmente
busca algo que entre mis piernas crece durante la acción.
Más un
berrinche inoportuno de mi vida nos hace abrir los ojos y por momentos perder
el deseo que nos unía sin mas intención que fructificar nuestro placer…
-¿Comprendes
ahora por qué nunca te escribo nada?
-Anda,
ven aquí y ayúdame a que se duerma. Voy a ver si preparo algo de cenar.
Por
cierto. Mañana es domingo.
-¿Y?
-Es para
verte ¿eh?
-¿Qué
pasa porque sea domingo?
-No es
porque sea domingo, es porque es tu cumpleaños.
-Coño es
verdad. Ni siquiera me acordaba con tanto manoseo que me tienes.
-¿Serás…?
Me ha dicho tu madre que tus padres vendrán mañana a comer, y yo he invitado a
los míos. ¿Hacemos una barbacoa en el jardín?
-Está
bien. Mañana me levantaré temprano e iré a la gasolinera por un saquito de esos
de carbón. Porque, ¿hay carne en el congelador verdad?
-Sí que
hay.
Cuando
volví de la gasolinera ya estaban en casa mis padres y mis suegros. Ángela
dormía al sol en su carrito junto a sus abuelas, mientras sus abuelos se bebían
los botellines de Cruzcampo de dos en dos.
Aunque me
cansaba, yo me puse en la barbacoa a dar vueltas a la carne, y cuando menos me
lo esperaba, sentí varios portazos de coches al cerrar.
-Sonia
había llamado a todos mis amigos. Gali e Inma, Fede, mi primo Agu y Mª del mar,
entre otros. Pero mi sorpresa fue la del
doctor Márquez y su mujer, que también había sido invitado. No me lo esperaba,
y tanto es así que desde que le vi algo empezó a olerme mal. No sé por qué. Era
una fiesta de cumpleaños como yo siempre había soñado, pero había cierto
disimulo en la cara de los presentes que no hacían infundadas mis sospechas.
La velada
transcurrió alegre. Hubo una gran tarta de la que incluso sobró siendo tanta
gente, el día soleado, el olor del secreto ambientando todo el jardín, y mi
niña que hacía poco que había despertado en brazos de unos y de otras jugando y
riéndose.
También
me reía yo y disfrutaba hasta que me llamó mi primo para ir por hielo a la
gasolinera. Le dije que había en el congelador del patio, pero insistió tanto
que le tuve que acompañar. Me la devolvió. Hace muchos años yo le hice lo mismo
cuando me lo llevé para entretenerle en uno de sus cumpleaños.
Cuando
volvimos, había cantidad de regalos encima de la mesa del porche. Se me debió
de quedar cara de tonto –según me dijeron después- cuando los vi. Comencé a
abrir uno por uno, del más pequeño al más grande. Siempre lo he hecho así, no
sé por qué. Entre otras cosas, aparecieron colonias, ropa, incluso unos
calzoncillos de esos largos hasta el tobillo con unas llamas bordadas… “para
que se te caliente bien el alambre” –me dijeron entre copas.
Mientras
habría regalos e iba dando las gracias uno por uno repetidamente, seguía
notando cierta ironía en los presentes, pero llegué a pensar que era cosa mía.
Un
peluche enorme, una colección de motos en miniatura que mi primo había ido
coleccionando periódico a periódico, hasta que llegué al regalo más grande de
todos. O eso pensaba yo, porque me habían engañado. Abrí la caja, enorme, y
dentro había otra más pequeña. Comencé a reír y seguí abriendo paquetes que se
iban empequeñeciendo con el paso de los minutos, hasta que me quedé con una
caja enana que de verdad, no tenía ni idea, no me podía imaginar lo que
contenía. Pero fue la que más expectación creo. Todos estaban pendientes a no
perderse detalle de mi cara cuando viera el regalo, que por cierto, me hizo
llorar a mansalva.
Lo cogí y
lo apreté fuertemente entre mis manos, sin saber qué hacer, sin saber a quién
mirar…
Mi primo
me esperaba en el lateral del jardín, junto a su primo Fede los Antonios y
Carlitos. Mi antiguo equipo de futbito “Fox de la K”, que nos llamábamos.
Bueno.
Cuando miré hacia ellos se hizo un silencio en el jardín que me conmovió. Si
era lo que yo me esperaba no me lo podía creer, pero tras asomarme lo confirmé.
Sonia,
como siempre, se estaba manteniendo al margen y dejándome mi momento de
protagonismo, pero la cogí de la mano y pasito a paso comencé a acercarme hasta
ella. Metros antes de llegar me soltó y se volvió junto a los demás. Sólo ante
y en mi momento, sin aún creérmelo, continuaba acercándome como si estuviese
viendo un extraterrestre o algo así. Me detuve un momento y volví la cabeza.
Todos me miraban y sin decirme nada con la voz, con la mirada me animaban a
montar.
Toqué
suavemente con 2 dedos el tacto de la espuma de su puño, y un enorme y
complaciente escalofrío recorrió mi cuerpo de pies a cabeza. Volví a mirar
hacia atrás para girarme de nuevo y adjuntar mi otra mano al acelerador.
Presioné el embrague –suave como a mí me gustaba- y sin quitarle el pie, monté
sobre ella levemente, como no queriéndole sobrecargar con mi peso. Volví a
mirar sobre los presentes, parte de los cuales se encontraban sosteniendo el
llanto, y la puse derecha para poder quitarle el apoyo.
No me
atrevía a montarla, pues hacía mucho tiempo que no lo hacía. Pero sentía que
volvía a nacer de nuevo, que nuevamente podría cabalgar sobre ella como lo
hacía antaño.
Metí la
llave que en mi mano portaba en el contacto, y la volteé hasta que se
encendieron todas las luces del cuadro. Miré al doctor Márquez, quien con su
cabeza asintió para dejarme entredicho que podría conducirla de nuevo.
Arranqué. Aquel rugido del motor sonaba en mis oídos a música celestial.
Coloqué el casco que había en el espejo sobre mi cabeza para evitar que me
viesen llorar, con su visera bajada desde la que yo si veía llorar a mi madre y
demás.
Me encaré
hacia ellos, y muy despacito a medio embrague me acerqué a la puerta de la
calle. Pero antes me detuve junto a Sonia para darle las gracias. Ella me
contestó entre sollozos que la habían comprado entre ella, mis padres, mis
suegros y mis amigos. “Todos han puesto dinero, incluido el doctor”.
Mi
satisfacción era tan grande, me sentía tan querido que no me iban a salir las
palabras de agradecimientos, con lo que en primera continué hasta la puerta que
ya me había abierto Sonia…
Bajé la
acera, me encaré nuevamente con la mirada al horizonte en el centro de la
calle, cogí el embrague y metí la primera. Comencé a soltar poquito a poco y
desde entonces… mi vida marcha sobre ruedas…
si haces de esto una telenovela te forras,lo que veo soso para mi gusto es el final pues como si de un cuento se tratase este se le supone.
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