LEE,ESCRIBE,DISFRUTA

EN PUBLICACIONES ANTIGUAS ENCONTRARÁS LOS DEMÁS TEXTOS, YA QUE EN PORTADA SOLO SE REDACTA EL ÚLTIMO QUE SE INCLUYÓ. Por favor. No olvide dejar su comentario al final del texto y si así lo quiere, hágase seguidor de este blog.




Ahora si, ya está aquí:



"Desde dentro"

la nueva novela de José Madrid.

TEXTO RECOMENDADO:

  • Rabia adulta, vergüenza ajena (José Madrid)

domingo, 9 de octubre de 2011

Desde dentro


         DESDE DENTRO                                                                  

Ya desde después de almorzar estaba en el tallercito que tengo en el patio. Tenía que hacerle algunas cosillas a la moto y me metí allí sin nada mejor que hacer. Sábado por la tarde, sin trabajar hasta el lunes, sin novia y con mis amigos ausentes porque se habían ido a hacer una barbacoa, comí y allí me encerré a cambiar el aceite, limpiar el carburador y limpiarla un poco.
Hacía buen día, soleado de estos que te apetece cogerla y pasear con ella, a pesar de que era invierno, pero sobre las 6 o por ahí comenzó a nublarse así, sin más. Aunque la verdad es que en el telediario habían anunciado lluvia para el sábado en la tarde.
Tenía el equipo de música bastante fuerte, y vi a mi madre, que me había estado llamando hace rato cuando ya estaba encima de mí. Me asustó. Me dijo que me acercase a una farmacia de guardia a por unas pastillas que se le habían acabado y me dejó el dinero y el nombre sobre el banquito. Yo seguí arreglando la moto y cuando terminé me di cuenta que mi padre aún no había llegado con el coche. Era una pena. La tenía recién limpia y había llovido para ir con ella, pero no podía hacer otra cosa salvo esperar a mi padre y la verdad, sabría Dios cuando volvería.
Me coloqué la chamarreta del mono. Cogí el casco y los guantes y aproveché que había escampado y apenas llovía para acercarme a por las pastillas.
La farmacia estaba a 1 kilómetro de casa, no llegaba a 2, y pegué una escapadilla rápida para volver a limpiarla cuando llegara.
Ya cuando iba para allá había dejado de llover, y en el tiempo de entrar en la farmacia se comenzó a levantar la niebla por momentos.
Salí de allí y regresaba a casa, pero poco más recuerdo. Tan sólo que un par de manzanas antes de llegar a mi calle, en el cruce, una luz me sorprendió de entre la niebla. Venía despacio, y traté de esquivarla pero fue imposible. Se me acercó de repente y segundos después yacía en el suelo con la moto sobre mí.
Recuerdo que intenté levantármela, pero no podía. Mi pierna estaba enganchada en ella y cada vez que tiraba hacia arriba parece como si me la estuvieran arrancando. Sabía que me iba a costar estar allí hasta que alguien me ayudase pero pensándolo bien, era la mejor opción esa de aguantar. Nunca había tenido ningún accidente y aquel no me lo creía. De ir sobre la moto a verte rodando en el suelo y con la moto encima en cuestión de milésimas es algo que en aquel momento no llegaba a relacionar.
No sé qué tiempo pasaría desde que me caí hasta que llegó la primera persona. Era una chica joven, morena y muy guapa. Sobre unos 21 ó 22 años, más o menos de mi edad, y al momento llegó otro señor que paró su vehículo para ayudarme. Entre los dos echaron mano a levantarme la moto de encima. Yo les pedía que tuviesen cuidado con mi pierna, y así lo hicieron. A pulso la levantaron y mi pierna comenzó a sangrar a borbotones. Empecé a marearme y sólo recuerdo por último como la chica se acercó a su coche para llamar a una ambulancia desde el móvil. Ya no vi nada más. El dolor en mi pierna era tremendo y mi cuerpo me dolía como nunca antes lo había hecho. Sentía como el agua - supongo que caería sobre un charco - penetraba entre mis ropas rotas y temblorosas sobre el suelo frío, tenebrosamente frío que describía la noche.
Aquel hombre, digo yo que sería, apoyó mi cabeza sobre un chaleco o algo parecido. Advertí mi ineficacia cuando quise abrir los ojos. No podía. Pesaban como si fuesen de plomo y poco a poco notaba como el poquito de fuerza que tenía iba desapareciendo sin que pudiese hacer nada para evitarlo. Trataba de hablar, quería ponerme en pie y llegar a mi casa para curarme las heridas, pero me percaté de un par de detalles sobre la marcha que me dejaron acongojado. Primero que no sentía la pierna izquierda. Es como si nunca antes la hubiese tenido, y segundo que estaba inmóvil y no veía. Intentaba pedir cuidado con mi pierna pero no era capaz. A cada momento que pasaba cada parte de mi cuerpo iba perdiendo un poquito de más fuerza, en contra de mi desánimo y mi desesperación, que crecían por segundos.
Escuchaba a ese hombre que me hablaba pero no lograba entenderle. Su voz era muy débil, muy bajita, tanto que me era casi imposible escucharle. Y como suele ocurrir en estos casos a los pocos minutos de caerme se originó una multitud entre curiosos y gente que realmente quería ayudar. Desconozco si este hombre era médico o no, si entendía algo a la hora de ayudarme, pero sin quitarse de mi lado no consentía que nadie se me acercase y por lo poquito que le entendía mandaba en la organización de mi posterior evacuación del lugar.
“Apartaos, dejadle respirar” o “no movedlo”, son las pocas cosas que le entendí y que me hacían sentir mejor.
Como digo, se creó un revuelo en torno a mí, como si aquello fuese un espectáculo. Yo no los veía, pero por momentos se iban acercando cada vez más curiosos que me volvían loco. No dejaban de murmurar, y eso me hacía sentir en la cabeza como el ruido de las avispas. “Qué dolor de cabeza Dios mío” - pensaba para mí.
Pero entre tanta gente, entre todo aquel runrún que me atosigaba, quise reconocer una voz que lloraba:
-¡Dejadme pasar por favor, es mi hijo, dejadme pasar!
Era mi madre. “¿Quién coño la ha avisado...?”, me pregunté.
Ya habían llegado las sirenas que desde hacía un rato venía sintiendo. Imagino que sería la policía o la guardia civil, porque no los podía ver. Pero seguía notando alguna aún lejana que se acercaba al lugar en que me encontraba.
Nuevamente apareció el agua que se había marchado cuando salí de casa. Tampoco ella quería perderse tan dantesco espectáculo, con lo que alguien de los presentes con algo que no reconocí me tapó evitándome un mayor enfriamiento del que ya tenía.
Yo, me daba cuenta que a semejanza con momentos anteriores seguía sin ver nada, pero ni siquiera trataba de abrir los ojos. Antes me pesaban. Ahora, además de que pesaban es como si me diera igual. En unos minutos me había como acostumbrado sólo a sentir, aunque eso sí, quería sentir mi pierna, esa que parece que ni estaba allí.
“Otra sirena joder, con el terrible dolor que tengo ya en el sentido” me insistí. Era la sirena antes lejana, ahora cercana y transformada en humana cuando bajaron los médicos de ella.
- ¿Alguien ha visto la caída, sabe alguien que ha pasado?... - preguntó alguno de allí.
Yo quería decirle que una luz me había dado y de paso tranquilizar a mi madre, pero hablar era algo de otro mundo para mí.
A la de tres me cogieron y me cambiaron de postura, pero mi mareo no permitía que me doliese siquiera. Me sentía en un estado totalmente nuevo para mí. Estaba allí, lógicamente, pero ya no sentía dolor corporal. Sabía que estaba mareado, que me dolía mucho la cabeza, pero no sentía aquel tremendísimo dolor del momento en que caí. No sé explicarte. Era una sensación tan extraña que tal vez intentando descifrarla me dejó de doler todo. Que estaba vivo lo sabía, pero también que no sabía tan siquiera si estaba. Pasaron muchas cosas en aquel momento por mi cabeza, muchas muy diversas y dispares. Pensaba que había muerto, pero no entendía como si era así podía sentir a la gente que me rodeaba. “A lo mejor se siente después de muerto” me esperancé por desenredarme de aquella agonía.
Mi madre está ahí, seguro, viendo desplomado en el suelo al único hijo que le dio la vida y yo, inmóvil y desamparado ante lo que estaba por llegar sin tan siquiera poder despedirme de ella.                                                                                                        Sabía que me estaban moviendo, imaginaba que me subían a una camilla para trasladarme al hospital, creía que era mi madre quien me agarraba la mano allí en la ambulancia, y no me equivocaba.
Con ella a mi lado me sentía más seguro, pero más incómodo quizás por el trago que le estaba haciendo pasar.
Nunca había visto una ambulancia por dentro, y para ser la primera vez que me montaba, me daba coraje no poder verla. Jugaba a imaginarla, creyendo saber cuántos aparatos reformaban su formato original, pero me bajaron de ella sin conseguir verificar mis fantasías.
Era algo raro. Tan sólo me daba cuenta de la mano de mi madre apretando la mía fuertemente, pero no notaba nada en mi cuerpo, ni cuando me subieron a la camilla ni ahora que me bajaron. Eso sí. El mareo no se iba de mi lado por nada del mundo. “¿Cómo he podido dejar de advertir sólo mi físico?” - me lastimaba a mí mismo. La verdad es que tampoco tenía muchas ganas de pensar...
Pues se supone que pasó el tiempo. Se supone porque yo no lo notaba, pero ahora sé que pasó. Fue como un despertar bastante extraño. No sé. Me daba la sensación de haber despertado de un largo sueño pero seguía en las mismas. No podía mover un ápice de mi cuerpo y mi pierna izquierda se perdió. No la sentía para nada, y el control de mi cuerpo lo contabilizaba a fracaso por intento.
¿Y qué podía hacer? No entendía nada. Estaba bastante confundido respecto a todo lo que sucedía en mí y fuera de mí. Volví a intentar abrir mis ojitos de plomo y fue en vano, seguían siendo plomo y del reforzado. Así que me propuse organizarme pues tan sólo recordaba que aquella inoportuna luz me había tirado de la moto.
- ¿Y mi moto, donde está mi moto? - me pregunté sobresaltado a la vez que inmóvil.
Me llegó a dar igual de tal como estaba, y eso que la quería.
Bueno, eso. Lo único que aparecía en mi cabeza cuando trataba de hacer memoria era el momento del accidente. En aquellos momentos no recordaba nada más.
En mi mente sólo tenía dos datos; la caída y mi presente. Postrado en una cama, sin pierna izquierda aparentemente y lo peor era que me lo imaginaba, porque ni siquiera lo sabía ciertamente.
Ya digo que me propuse organizarme, y lo mejor que se me ocurrió hacer fue esperar. Y “¿a qué espero?” me pregunté.                                                        Allí, tratando de resolver mis faltas de memoria me tiré un buen rato - y lo único que saco en claro es que cuando hablo de tiempo es el que yo imaginaba, porque la noción del mismo la tenía perdida por completo - hasta que cierto ruido débil y sospechoso me hizo recobrar la esperanza vaga que me quedaba respecto a mi situación de vivo o muerto. Pensé que estaba vivo porque había escuchado un ruido, aunque momentos antes pensaba que estaba muerto porque no pasaba nada diferente al tiempo. Tal vez esa era la manera de esperar para entrar en el cielo... o en el infierno, quien sabe. Pues mi siguiente duda era la del ruido. Lo había escuchado, pero no sabía de donde procedía ni por qué, así que intenté averiguarlo. Y lo conseguí. Era el ruido del picaporte de la habitación donde me encontraba desalentado. Lo saqué en claro después de escuchar unos pasos muy lentos que se acercaban a mí. Y logré entender algo más que me alivió y despejó muchas de mis dudas.
Aquella persona se acercó a mí y se sentó. El ruido de la silla me fue dando casi la pista definitiva de que estaba vivo. O eso, o en el cielo también había sillas...
Comenzó a acariciarme la cara, lentamente, de arriba a abajo y de abajo a arriba, primero con dos deditos, como si me fuese a partir, y luego con la mano entera.
Entrelazaba sus dedos entre mi pelo y casi la quería escuchar sollozar, como si no me quisiese despertar.                                                                                            Vislumbraba que era mi madre y - aún recuerdo que me era imposible adivinar sus palabras y jugaba intentando descifrar aquel mensaje que nunca supe - creo ciegamente que no me equivocaba. Aunque aquel llanto me hacía dudar...
Pero se marchó sin conseguir entenderle. Fuera quien fuese no sabía que había venido a hacer allí puesto que mi estado era pésimo, pero me hizo reflexionar y aclararme en una cosa. Observé, tras muchos intentos y reparos, que estuviese mal o bien, con mejor o peor aspecto estaba vivo. En aquel momento lo creí obvio tras recapitular y ver que escuchaba, que sentía cuando me acarició, pero lo que me jodía y más me atormentaba era no poder saber por qué no me podía mover ni hablar, por qué no podía girarme cuando siempre he dormido de lado. “Pero no estoy durmiendo” me alentaba, si no pensar no podría... ¡Ay Dios mío!...
Allí metido, aburrido, sin nada que hacer pasaba el tiempo bastante lento, o al menos eso me parecía a mí. No podía ver la tele, no podía coger mi moto ni ir a ver a los colegas. Mi vida empezaba a desmoronarse lentamente, como si no quisiese hacerme daño al caer, pero que de hecho me daría.
Un día, y otro, y otro más. Y así muchos días de mi vida que notaba que perdía porque aquella maldita luz salió de aquel cruce sin mirar. “Por cierto, ¿quien conducía aquella noche aquel coche que rompió mis ropas y ensució mi moto?”. Aunque más razonable sería preguntar que por qué salió sin mirar del cruce y me dejó así como estoy ¿no?
Jugaba también a imaginarlo, maldiciendo la suerte de cuantos individuos se me pasaban por la cabeza culpándolos de mi estado. Y sé que no iba a conseguir nada, pero por lo menos me desahogaba y lo más importante, pasaba el tiempo entreteniéndome en algo.
Dormía, - o digo yo que lo hacía porque ya había perdido la noción del tiempo y de las cosas; muchas veces no sabía lo que hacía fruto del desalentador tiempo - me despertaba y volvía a dormir. No entendía ni un poquito que es lo que estaba pasando fuera, pero no me gustaba.
Estaba abandonado de la mano de Dios en una cama que supongo que sería en un hospital de sabe dónde...
Sólo conseguía saber que algo grave tenía pues no había vuelto a sentir desde hacía mucho tiempo que me cambiaran de cama o de habitación. Hacía mucho que exceptuando a aquella persona, nadie entraba en mis nuevos aposentos a rendir culto al muerto.
“¡Qué no estoy muerto! - me chillé a la vez que me consolaba yo sólo. Y parece que surgió efecto.
Nuevamente, lentamente una mano desconocida abrió el pomo de la puerta y la empujó dejándome sentir el pequeño chirrido que desprendía, cerrándola después de manera algo más brusca. Se hizo el silencio. En breves minutos un llanto de mujer lo interceptó para hacerme comprobar, definitivamente, que todos mis esfuerzos por moverme o por hablar eran exageradamente en vano.
Sentí, comprobé la ausencia de vida que se respiraba en el ambiente, pero que aún no palpitaba en mí porque yo me negaba tajantemente a ello.
Lloraba; era mujer seguro. Tan seguro de ello que lo corroboré cuando quise reconocer a mi madre.
Sus manos acariciaban mi rostro y mi pelo indistintamente, a la vez que emanaban lágrimas de sus pupilas que como con un altavoz las creía escuchar caer sobre mis sábanas desprendiendo todo el cariño y amor que una madre como la mía puede dar a su único hijo.
Su monólogo, como si de un teléfono móvil cuando se queda sin cobertura se tratase, quería entenderlo poniéndole toda la atención del mundo. Ella era lo único que me consolaba, porque la espera poco a poco me iba venciendo. Era difícil hacerse a la idea de que no volvería a ver jamás las puestas de sol allá en la playa, pegada al horizonte. Saber que perdería mis antiguos recuerdos de cuando andaba enamorado y de que no volvería a ver ni una más de las carreras de motos que hasta entonces me habían apasionado con tantísimo entusiasmo.
- ¿Sabes? Los médicos me han dicho que es bueno que te hable. Dicen que cuando se está en coma los pacientes sienten, escuchan, entienden lo que se les dice y en ocasiones hasta renacen de ese estado por provocarles fuertes sentimientos o no sé qué. Y eso es lo que hago hijo mío. Te hablo...
“¡Claro, ahora encaja todo! Estoy en coma. Por eso todos me dan casi por muerto y no lo estoy”, me aclaré. - ... sin saber bien que decirte, tan sólo que todo esto me parece una pesadilla.
Nunca imaginé, aunque siempre creí que esto podía llegar a pasar, pero no me lo esperaba.
Tú, estas ahí, como dormido con tu carita de ángel, tan bueno, y yo estoy aquí sentada a tu lado, con el alma encogida y el corazón que se me va a salir por la garganta porque ya no aguanto más tiempo esta situación.
Hijo mío, son más de 2 años, son cerca de 3 los que llevas ahí tumbado enchufado a esas máquinas que te mantienen con vida según me dicen, pero yo ya no lo sé. Me desesperanzo cada vez que entro a verte y te miro y te acaricio, y no haces siquiera un mal gesto de dolor...
“3 años Dios mío”, me lamenté en mis adentros. 3 años en esta cama sin saber nada de fuera, ni nada de nadie. ¡Es tremendo! ... y es que ya la situación se está haciendo insoportable.
- Los médicos me dicen que te hable, y eso hago desde hace 2 años largos, pero no da resultado...
Mi madre me siguió hablando. La mujer se desahogaba conmigo porque según me contaba en mi casa se hacía la fuerte ante las vecinas, pero por dentro estaba destrozada.
Yo, sin embargo quería ayudarla, y para ello me proponía con todas mis fuerzas salir de aquella situación. Más que por mí por mi madre, pero me enfrentaba a dos graves problemas dejando a un lado que no encontraba mi pierna izquierda. Uno es que no sabía que debía hacer para salir del estado en que me encontraba, y dos, es que no podía pedir ayuda a nadie, ni médicos, ni familia... así que opté por la única opción a la que tenía acceso. Rezar y esperar.
No sé me daba mal lo de rezar, pero esperar lo llevaba demasiado mal. Era demasiado tiempo el que andaba allí acostado y pensaba que cuando me levantara me dolerían todos los huesos de haber estado siempre en la misma posición. No sé... por distraerme pensando en algo.
Y es que de tanto pensar a veces yo mismo me asombraba de las barbaridades que podían pasar por mi cabeza. Mil y una historias sin sentido que hacían menos monótona mi espera de... de no sé cuánto tiempo más...
Así que poco a poco me dormía, me despertaba, intentaba moverme como siempre en vano, intentaba recordar cosas de amigos o de los vecinos, pero que va. Parece como si hubiese perdido la memoria y sólo conseguía recordar a mi madre, porque me había hablado, y el momento del accidente. Ese no se borraba de mi cabeza para nada, e incluso sin pensar en él, aparecía a su antojo.
Menos mal que de vez en cuando pasaba algo de nuevo en mi vida. De vez en cuando mi suerte cambiaba sin saber bien la razón, pero era de agradecer. Sobre todo cuando creí que la cosa mejoraba. Mi madre había estado 3 años hablándome y ese día por primera vez la escuché. En algo había mejorado mi estado, ¿no?
Pensaba que sí, sin hacerme ilusiones, pero estas crecían cuando inesperadamente aquel suspiro junto a aquel llanto de mujer se instalaban en una ¿butaca? junto a mí. Nunca antes, al igual que a mi madre, le había escuchado, pero ya digo que todo comenzó a cambiar porque ahora si escuchaba... o eso me parecía a mí.
Su mano cogió la mía y la acariciaba sin que pudiera descubrir su rostro. Escuchaba su llanto sólo interrumpido por suspiros que me llegaban al corazón. Sentía mucho amor en sus caricias, en su manera de tocarme y de mimarme. De cómo con sus dedos trababa mi pelo y con su yema, despacito, hacía carantoñas a mi nariz despavorida ante lo desconocido, para bajar luego por mi cuello y entretenerse en mi pecho perdiendo la noción del tiempo.
Cada gesto suyo iba reforzado por una lágrima que caía a veces sobre mi rostro, a veces sobre mi pecho, con lo que suponía de su postura alzada sobre mí.
En ocasiones sentía el olor de su pelo a recién lavado e incluso el roce de algunos de sus cabellos en mi rostro, con lo que además de asegurarme en mi idea de su postura, descubrí que también olía.
Tan sólo me faltaban por percatarme del gusto, el tacto y la vista, aunque pensándolo más detenidamente, si sentía sus caricias el tacto también lo tenía.
“Ni veo ni como”, me alenté, no sin dejar de suponer y bendecir el suero que seguro me alimentaba.
Poco a poco iba recobrando mis sentidos, o tal vez perdiendo los otros dos, no sé.
- ¡Qué triste Dios mío!, que mal. - Qué situación de desánimo algunas veces corría por mis venas hasta romper mi corazón sabiendo que vivía y que no podía hacer algo diferente que esperar. Pero en fin. Con el paso del tiempo conseguí hacerme a la idea de resignarme.
Y como hacía a menudo me puse a recapitular nuevamente.
Estaba desde según entendí hacía tres años postrado y macilento en una cama de un hospital desconocido. En tanto tiempo sólo reconocí que mi madre y otra chica, supongo, habían estado acercándose a verme casi a diario. Mi pierna izquierda seguía sin sentirla, no sabía dónde estaba mi moto y lo peor de todo, no sabría por cuánto tiempo más duraría aquella mi tortura.
Incluso pensé si alguien en mi casa, después de tantísimo sufrimiento habría puesto la eutanasia sobre la mesa. ¡Qué horror! No, no lo creo, aunque quizás... no, no puede ser. Sería una desilusión muy grande para con mis padres, pero en fin, quien sabe...
Y es que de vez en cuando me ponía melancólico yo sólo, conmigo mismo...
Pero como siempre dije hay que tener esperanza mientras que se tenga vida. No es que yo tuviese mucha, pero aún no estaba agotada. Todavía me quedaba un hilito de aire, un haz de luz que no pensaba desaprovechar. Tirar la toalla nunca fue mi estilo y ahora mucho menos.
No pasaría mucho tiempo de todo aquello que te cuento cuando creí ver el cielo abierto. Y no es una metáfora. Bueno, exactamente el cielo no. Lo que vi fueron mil cables conectados a otras tantas máquinas a las que luego daría las gracias por haberme mantenido con vida aquellos 3 eternos años. Ahora mismo no soy capaz de poner en pie aquella impresión. Es como si hubiesen volado aquellos recuerdos de mi mente y se hubiesen ido con todos aquellos que desaparecieron mientras “dormía” en mi habitación de “alquiler”, aquella que la seguridad social me prestó por tanto tiempo...
Aunque a decir verdad, mis ojos duraron abiertos como dos segundos poco más o menos. Seguían siendo revestidos de plomo. Pesaban tremendamente hasta el punto de imposibilitarme mantenerlos en posición de búsqueda de mi ansiada pierna izquierda.
Quería tocarla, ver si estaba allí postrada a mi lado, pero me fue inútil. Me encontraba terriblemente cansado como para buscarla.
Sí. Lo único que recuerdo a ciencia cierta de aquellos momentos es el motivo por el que desperté. Mi cuerpo sintió una sensación extraña, inédita, pero no en ese tiempo de hospital, si no durante toda mi vida normal anterior. Aquella chica extraña me besó en los labios tras haber estado un buen rato acariciándome y llorando a mi lado.
Aquel fue el motivo exacto de mi despertar, pero hasta ahí. Intenté hablarle, intenté mover un ápice alguna parte de mi cuerpo, pero fue en vano. Me encontraba bastante débil.
Ella, al ver que abrí los ojos por un momento corrió de la habitación, y en un breve espacio de tiempo aparecieron mil “ángeles de la vida”, como yo les llamo. Unos segundos antes las máquinas que me mantenían vivo habían comenzado a pitar incesante y diferentemente, lo que por poquito aumenta el mareo que ya tenía en mí. Y no sé qué me hicieron que me volvieron a dejar dormido. Para mí que me sedaron. Creo que fue eso porque en unas horas o en unos días, no lo sé, volví a despertar. Pero esta vez muy diferente a la anterior. Ahora desperté como si de una operación se hubiese tratado.
Mis ojos seguían pesando, aunque cierto es que muchísimo menos, y mis manos querían moverse dando signos de supervivencia, pero parece como si me hubiesen puesto tres sacos de cemento encima. No podía, y se me desmoronaba el mundo pensando que todo volvería a ser como antes.
Gracias a Dios me equivoqué y gracias a Él que conseguí salir de aquello, digo yo...
Ahí comenzó de nuevo mi vida. Ahí volví a nacer y desde entonces que celebro dos cumpleaños...
No sé bien si antes o después me cambiaron de habitación. Me subieron a una camilla junto con todos mis trastos de vivir y cambiaron mis aposentos. Yo ya escuchaba mucho mejor, ya tenía mis sentidos al día, aunque algo fraccionados y aún debilitados.
Y al poco de estar allí hice realidad mi sueño desde que empecé de nuevo a vivir. Poco a poco comencé a abrir mis ojos y pude ver el cielo abierto tras la ventana que estaba junto a mí. Ya por entonces mi habitación estaba casi repleta de flores, y la Virgen del Rocío posaba para mi rodeada de las más bellas florecillas que adornaban mi cuarto.
Comencé a recordar poco a poco. Mover la mente en demasía no era mi propósito pues me atacaban los dolores, pero despacito, muy despacito, iban llegándome pasajes de mi vida anterior, de cuando era estudiante, de cuando conducía, de cuando... de cuando mi madre me mandó una noche hace más de tres años por unas pastillas...
Por supuesto que mi accidente no era culpa suya, pero sentí en mí un vano recelo hacia mi madre sin saber muy bien por qué. Quizás por un momento e inconscientemente la culpé de mi suerte, y eso me hizo sentir tremendamente mal. Ella fue la que me dio la vida, la que me había criado, la que cambiaría su vida por la mía a ciencia cierta, y aquello me hizo sentir fatal hasta el punto de que algunas lágrimas empezaron a descender por mis mejillas.
Pero quitando de esto me sentía mucho mejor anímicamente. Mis fuerzas se iban recuperando muy despacio, casi en semanas diría yo. Pero me faltaba algo. Desde que me cambiaron de cuarto nadie había venido a verme. Aquella pregunta me hacía pensar, y no quería que me doliera la cabeza. Así que como en anteriores ocasiones, después de reorganizarme, me propuse, me propuse lo de siempre, esperar a que alguien recordara que estaba allí.
Mi ruego no se hizo esperar. Al no sé cuánto de estar aburridísimo un médico entró...
- ¿Qué? ¿Cómo te encuentras?
- Mal - le contesté con el hilito de voz que había recuperado.
- ¿Y eso?
- Me duele la cabeza un montón, tengo mucha hambre y ganas de ir al baño.
- Me alegra oírte.
- Pues a mí no - le contesté.
- Eso es señal de que te estas recuperando sin ningún problema. Demasiado a prisa, diría yo.
- ¿A prisa por qué? - le pregunté extrañado.
- Hombre, no es muy común que pasando por donde has pasado tengas hambre y ganas de ir al baño. A estas alturas normalmente sólo se tiene ganas de descansar.
- Claro que tengo ganas de descansar, pero también de ir al baño - le dije con la poquita voz que me quedaba.
Y es que a medida que iba hablando mi voz iba desapareciendo hasta casi quedarme sin ella.
- ¿Dónde están mis padres?
- Están a fuera, deseosos de verte. Si me prometes que no te forzarás los dejaré pasar pero sólo un momento. No es conveniente que tengas emociones fuertes, que tengas recaídas...
- ¡Mamá, papá! - les grité como pude cuando los vi entrando.
- ¿Qué te acabo de decir? - me recriminó el doctor desde la puerta.
- Vale, vale - le respondí.
Enseguida mi madre se echó encima de mí llorando como una magdalena. Y mi padre, que parecía estar mucho más entero que mi madre - aunque con las lágrimas a punto de saltárseles - la apartó de mí.
- Perdona mamá, es que me falta el aire...
Llevaba allí, con mi madre a mi lado como dos semanas. Mi madre ya me había contado muchas cosas de mis amigos, quien había ido a verme o quien preguntaba por mí casi a diario en el pueblo.
Durante ese tiempo yo, poquito a poco me había ido recuperando de las secuelas que me habían ido quedando en el accidente, pero que ingenuo de mí, que hasta esa fecha no me di cuenta de la secuela más importante que me había quedado. Quería que el mundo se me cayera encima, quería que la tierra me tragase, retroceder en el tiempo y que nada de todo eso hubiese pasado. Pero no podía hacer más que resignarme a seguir mi vida con 24 años y una pierna...
- ¡Mi pierna! - recuerdo que grité fuertemente. ¿Qué le ha pasado a mi pierna?
Era escalofriante, al menos para mí, ver mi pierna en aquel estado. Tenía un fijador inmenso que me imposibilitaba en todo el porcentaje su movimiento. “¿Cómo no he podido verlo antes?”, me pregunté bastante confundido.
Sus tornillos atravesaban mi pierna casi entera, rodilla incluida, de un lado a otro dándole un aspecto infernal. Casi me llegaba a la ingle y a mí se me desmoralizó por completo.
Mi madre decía que si seguía al pie de la letra las instrucciones de los médicos recuperaría mi pierna, y yo pensaba que ya nada sería igual después de aquello por muy buenos que fuesen los médicos que me atendían.
Pero con el paso de los días me fui concienciando que tenía que ser así. Tan sólo me quedaba esperar, y aunque me costaba lo hacía.
Una mañana vino a verme una chica de la cual yo no recordaba. Me extrañaba mucho, porque era lindísima. Pelo largo rizado y moreno, con los ojos negros. Poco más o menos como yo de alta – o por lo menos cuando tenía mis dos piernas – y muy bien vestida. Aunque en sus ojos se le notaba cierta tristeza. En mis tiempos, eso era un arma letal a la hora de enrollarme con las tías. Les sacaba que les pasaba y me dejaba utilizar como paño de lágrimas...
- Buenos días – saludó.
- Buenos días – le contestamos mi madre y yo.
- Y qué, ¿cómo está el enfermo?
- Bien – le contesté. – O al menos eso creo.
Mi madre se levantó y con la excusa de ir por café nos dejó solos.
Yo actuaba como si la conociese de siempre, como si fuese una amiga que había venido a verme, pero la curiosidad me mataba y después de un rato hablando con ella sobre mi situación y lo que me habían dicho los médicos y demás, tuve que preguntarle:
- ¿Sabes? Estoy aquí hablando contigo, pero tengo que preguntarte algo.
La chica cambió el gesto de la cara notablemente. En un principio no entendí que razón le llevó a ello, pero mi pregunta fue crucial.
- ¿Quién eres? Es que no te conozco. Perdona mi torpeza. Quizás con el accidente he perdido memoria o algo, qué se yo.
- ¿No te acuerdas de mí? – me preguntó casi haciéndome culpable de no recordarla.
- Lo siento pero no. Llevo un ratillo observándote y no recuerdo de tu voz ni de ti, de verdad que lo siento.
- No lo sientas, no me conoces.
- ¿No?
- No.
- Pues ahora sí que no entiendo nada. ¿Qué haces aquí entonces?
- Si me prometes que no te enfadarás te lo digo.
- Te lo prometo.
- No, no. Prométemelo no para que te lo cuente, sino para que de verdad no te enfades.
- No será muy bueno lo que me vas a contar cuando me lo pides con tanta insistencia ¿no?
- ¿Me lo prometes, no te enfadarás conmigo de verdad?
- Que no mujer, de verdad.
No creí que hasta ahí iba a llegar la cosa, que de verdad no me enfadaría, pero si llego a poder levantarme de la cama en aquel momento te hubiese matado.
- Soy Sonia.
- ¿Sonia, qué Sonia?
Me miró a los ojos fijamente. Queriéndose retener comenzó a sollozar sin poder evitarlo y con un leve tartamudeo me lo contó.
- Soy la chica con la que chocaste. Yo conducía el coche con el que tuviste el accidente aquella noche. Sé que no merezco que me mires a la cara pero...
- Haz el favor de salir de la habitación – le dije volviendo mi cara hacia la ventana. – Eres la última persona que he querido conocer en este mundo y no tienes más que encima venir aquí, a ver como he quedado.
Aquellas palabras le hicieron daño, lo sé. En el tono de su voz se le notaba el total arrepentimiento y ahí tal vez no me porté acordé con mi manera de ser. Era tanto lo que sufría con mi pierna, con las secuelas que se me iban a quedar aunque los médicos y mi madre dijesen lo contrario, que reaccioné mal, muy mal.
Pero cuál fue mi sorpresa que por aquel momento el médico entró.
- ¿Interrumpo algo?
- No doctor, dígame.
- Tengo buenas noticias para ti, y no tan buenas también. ¿Recuerdas todo lo que te había comentado sobre la pierna?
- Si doctor.
- Pues nada de eso vale. La posibilidad de amputar está descartada tras las pruebas estas últimas que te hicimos, pero eso no te exime que tal vez se te quede algo mal.
- ¿Cómo de mal doctor?
- Hombre... ahora mismo no lo sé. Pero creo que aunque te quedaras en una silla, lo de no amputar es buena noticia ¿no?
No me hacía la menor gracia, pero tras como me lo había pintado...
- Si es buena sí, gracias doctor.
Sonia me miraba con los ojos desencajados cuando el médico marchó. En ellos se le notaba la alegría por la noticia, que la sentía de verdad. Ahora que lo pienso, ¿qué hacía allí si no fuese sincera?
- Y bien, ¿tú qué? – me dirigí a ella con cierto grado de chulería. - ¿Piensas que se puedes ir por ahí saltándote los semáforos y derribando motos como si no costase? Mira la que me has liado en la pierna. Casi me la cortan y ahora probablemente me sienten en una puta silla cuando me levante de esta puta cama. ¡3 años llevo aquí encerrado por tu culpa, en coma, a punto de morir!
La verdad es que me pasé. La chica no sabía cómo salir de aquella, si decirme o callar, si sentarse o marcharse para siempre.
- ¡Calla hijo, calla! – me regañó mi madre que entraba en la habitación. Se te oye desde el pasillo.
- ¡Mamá! El médico me ha dicho que no me tendrá que cortar la pierna, aunque...
- Ya lo sé hijo mío. Yo me alegro mucho, he hablado con él.
- Pues no parece que te alegres mamá.
- Si me alegro, de verdad. Lo que no concibo es que le chilles a Sonia como acabo de oír.
Su respuesta me dejó anonadado.
- Es cierto que ella te dio el golpe, y que por “su culpa” tú estás ahí, como estas, pero para que lo sepas te diré que la chica está arrepentida. Los 3 fatídicos años que llevas postrado en esa cama ha estado viniendo casi a diario, llorando día tras día por su fatalidad y por la tuya. La he escuchado llorar y rezar durante todo este tiempo para que salieras de esta tanto como yo y...
Las palabras de mi madre me hicieron caer la cara de vergüenza y tuve que apartar la vista de Sonia. Luego la volví a mirar y esperé a que mi madre terminara de hablar.
- Lo siento Sonia, perdóname. De verdad que no sabía nada.
- No, perdóname tú a mí. Si no hubiese sido por mí ahora no...
- Ssss. Ya basta. Ven, acércate.
Ella se arrimó y la abracé. Llorando y en voz baja seguía pidiéndome perdón mientras mi madre nos dejó solos. Le sequé sus lágrimas con mis dedos y mirándola fijamente la besé. Ella se sonrojó y se apartó de mí, sentándose en la silla. Poco a poco iba recobrando la respiración después de tanto llanto.
Y así, pasaron unos días más, en aquella mi amiga cama, mi amiga habitación, hasta que el doctor volvió a aparecer por allí. Habrían pasado como dos semanas, tiempo en el que no fui capaz de confesarme.
- ¿Sabes Sonia? El día que el doctor me traiga una buena noticia te confesaré algo que llevo mucho tiempo guardándome.
- ¿Cómo que mucho tiempo? No hace ni 3 semanas que nos conocemos.
- Si, puede ser, pero hace más tiempo que quiero decirte algo.
- No te entiendo – me contestó sorpresivamente.
- Bueno, no te preocupes que ya te lo diré.
2 días más se pegó preguntándome que qué era, que se lo dijera. 2 días porque al segundo día después de aquello el doctor entró con una buena noticia. Comenzaba la rehabilitación allí mismo, en el hospital.
El primer día me costó muchísimo. Comencé a andar después de tres años y pico, y no podía. Mi pierna estaba realmente mal, y me costaba mucho mantenerme en pie. Unas veces mi madre, otras mi padre, pero siempre tú a mi lado derecho, me ayudabas a dar largos y lentos paseos por los interminables pasillos del hospital, a ir al baño cuando por fin me quitaron las sondas, a cambiar el compact...
Pero cuando volvimos a la habitación tras el primer día de rehabilitación, no se te había olvidado nuestra conversación.
- ¿Qué es lo que me tenías que decir?
- ¿Pues no lo sabes ya? – le contesté intentando evadir mi promesa.
- No, dímelo.
- Está bien, te lo voy a contar.
Ella se sentó a mi lado, y agarrándome la mano se me acercó muy atenta a lo de que mi boca saliera.
- No sé cuánto tiempo hace – como 3 años más o menos – comencé a sentir una extraña sensación.
- ¿Una extraña sensación?
- Espera, déjame terminar. Dicen que cuando se está en coma la persona en cuestión siente y padece, aunque no se pueda mover, aunque no de muestras de ello. Sin embargo, es cierto. Ya te digo. Hará como 3 años que comencé a sentir como unas manos que no conocía me acariciaban, poco a poco. Quería saber quién era, pero sólo lograba sentir. Supongo que la ciencia todavía no responde a averiguar quién te habla, o quien está a tu lado.
- ¿Entonces es cierto que estando en coma se siente?
- Yo he sentido. Sí, es cierto, o al menos eso me pareció a mí. Y también sentí aquel beso que me diste. Ese fue el detonante para saber que no estaba muerto por un lado, y que no era mi madre quien me visitaba por otro. Los recuerdos de este tiempo los tengo muy difusos. No logro recordar con exactitud todo cuanto quisiera...
Sonia se sonrojaba.
- ¿Qué te pasa? Estas colorada como un tomate.
- No creí que te habrías dado cuenta, y ahora me da vergüenza. Pero dime, ¿qué es lo que me tenías que confesar? – me preguntó evadiendo así el tema.
- Quizás creas que es una tontería, pero igual que sabía lo del beso, también he notado a cada caricia que me has dado día tras día, y has ido provocando en mí una extraña sensación que con el paso del tiempo se ha ido arraigando en mí.
- ¿Qué sensación?, explícate.
- Creo... creo que me he ido enamorando de ti tras todo esto. Pero claro, tú con tu cuerpo, con lo guapa que eres no te irás a enamorar de un pobre inválido sentado para siempre en una silla de ruedas.
- ¿Sabes? – me fue a contestar si no es porque mi madre entra en ese momento.
- Hola hijo, hola Sonia.
- Hola, le contestamos al unísono.
Se sentó frente a nosotros y abrió una revista. “Pero seguid vosotros” nos dijo – que yo estaba cansada ya de esperar a tu padre en el bar.
Los dos reímos a la vez, y Sonia se levantó.
- Salvado por la campana ¿eh?
- Pues sí – le contesté.
- ¿Qué pasa? – preguntó mi madre queriéndose enterar del asunto.
- Nada mamá hija, que siempre te quieres enterar de todo.
- Huy lo que me ha dicho. ¿Será sinvergüenza?
Los 3 reímos ante la contestación pueblerina de mi madre, y Sonia se despidió.
- Luego me paso ¿ok? Me quedo yo esta noche ¿no Salvadora?
- Si hija, como quieras. Así duermo en casa y estiro las piernas un poco.
Sonia marchó, y en cuanto salió por la puerta mi madre ocupó su silla situada junto a mi cabecera.
- ¿Qué? Te ha gustado la chiquita ¿no?
- Venga mamá, por favor.
- Que soy tu madre Julio, a mí me lo puedes contar.
- No empieces ¿eh? No me gusta. ¿Quién te ha dicho semejante barbaridad?
- Se te nota en los ojos chiquitín mío. Ese brillo en ellos y ese color de cara es de cuando se está enamorado, que lo sé yo.
- Ya vale mamá, ¿no te he dicho que no? Pues déjalo ya.
Nunca comprenderé como las madres se dan cuenta de todo. Quizás sea por aquello de que te han parido.
- Vale, es cierto – me dirigí a ella retomando el tema. Se lo iba a decir justo cuando entraste.
- ¡Vaya hombre, lo siento!
- No pasa nada, no te preocupes.
Con la mirada se quedó a la expectativa. Quería que le contara y a decir verdad, no sabía por dónde empezar.
- Casi no la conozco, pero me gusta. Se ve amable y sincera, y además es guapísima. Pienso que también le gusto, no sé. Mamá, dime tú que seguro que has hablado con ella más que yo.
Se sonrió.
- ¿Yo? Que te lo cuente ella esta noche. Eso son cosas de vosotros dos – me dijo mientras se levantaba. – Voy a ver si ha venido tu padre.
Cuando llegó a la puerta se volvió, y con esta medio encajada me dijo:
- Pero inténtalo, verás como sale bien.
Aquellas palabras me tuvieron toda la tarde dándole vueltas a mi cabeza. Por lo menos ahora pensaba en cosas coherentes.
Como a los 10 minutos me llamaron a la puerta. Pensé que eran mis padres.
- Entrad coño, ¿para qué llamáis?
Pero me equivoqué. Era mi primo Agu y la novia que habían venido a verme. Estuve dos meses viviendo con ellos en Palma de Mallorca, donde fui a trabajar un verano.
- ¿Qué pasa primo? Hola Mª del Mar.
- Hola. ¿Qué pasa, cómo estás?
- Pues ya ves, un poco jodido. Tengo la pierna hecha un cacharro, pero me han dicho que no me la van a tener que amputar. ¿Y vosotros qué, estáis bien?
- Digo, todo bien. Hemos venido varias veces este tiempo, pero era para nada. Más que nada le preguntábamos a tu madre. No veas el susto que nos has dado. Tanto tiempo en coma que creíamos que te perdíamos.
- Qué va. Bicho malo nunca muere, ja, ja, ja...
Allí estuvieron conmigo un buen rato. Les pregunté por Fede y por González, por Antonio Carolina y Carlitos Lacachumbi. Por todos mis amigos, al fin y al cabo.
- Vendrán el sábado a verte cuando el Antonio termine en el taller.
- Ah, muy bien. De todas maneras darles recuerdos míos. Y si veis por ahí a Macarena y a Sonia, la de Valencia, también ¿ok?
- Muy bien.
Se despidieron de mí. Iban a salir cuando se cruzaron con Sonia que venía entrando. Mª del Mar iba delante, y mi primo, en medio de las dos me echó una mirada como diciendo: “¿Y esto, de donde ha salido?”
- Nos vemos primo, hasta mañana.
- Venga, hasta luego – les contesté.
- ¿Quiénes son?
- Mi primo Agu y la novia. El sábado vendrán todos y los conocerás.
- Ah, muy bien. Me he cruzado con tus padres. Me han dicho que ahora subirán. ¿No te han traído la cena aún?
- Que va.
- Es que los he visto por el final del pasillo con los carritos y pensé que ya habían pasado. Mejor, con eso me da tiempo a cambiarme.
- ¿A cambiarte?
- Hombre claro, si voy a dormir aquí me tendré que poner el pijama ¿no?
- Si claro. No, si yo no digo nada.
Sonia entró al baño a cambiarse casi al mismo tiempo que entraron mis padres.
- Bueno hijo, nosotros nos vamos para casa a descansar, que nos ha dicho la enfermera que aún tardarán un ratito en traerte la cena. ¿Y Sonia? – preguntó mi madre.
- ¡Aquí! – les chilló desde el baño.
- Nosotros nos vamos ya hija, hasta mañana.
- Hasta mañana Salvadora. Un momentito que salgo.
Salió con un batín celestito muy bonito que me dejó impresionado.
- Hasta mañana – les dijo ahora cara a cara.
- Encárgate tú de que cene ¿sí?
- No se preocupe, lo deja en buenas manos.
- Pues nada, buenas noches a los dos. Mañana en la mañana vendré.
- No tenga prisa, no tengo nada que hacer.
Mis padres marcharon, y cuando iba a decirle lo guapa que estaba llamaron nuevamente a la puerta.
- La cena.
La enfermera empujó la puerta con el carrito y me dejó lo que yo le pedí. Aunque Sonia había cenado ya, pedí un poco más por si le entraba hambre a media noche. Me dejó la cena y se fue.
Sonia posicionó la silla enfrentándola a mi cabecera, y yo mirándola le pregunté qué hacía.
- Tendré que darle de cenar al enfermo. Tú estás malito y yo te he de cuidar.
- No digas tonterías mujer. Sé comer solito.
- Ah ¿sí? Pues muy bien – me contestó con un tono ironizante. Se fue al sillón más lejano de mí y abrió una revista. Sin mirarme, pasaba las páginas a prisa, como queriéndome dar coraje. Pero lo que consiguió fue remover mi sentido de la culpabilidad.
- Vale, perdona. Dame tú de cenar.
- No, ahora no. Y aligera que vendrán a recogerte la bandeja y no habrás terminado – me contestó haciendo como la que estaba enfadada.
Yo me reí y empecé a cenar solo. Pero no estaba contenta, y seguía chinchándome.
- Además. Ahora te quedarás sin el postre.
- No. He pedido 2 yogures.
- No me refería a ese postre, bien lo sabes... – me dijo acercándose a mí.
- Ah ¿no?
- ¡Venga a comer mal pensado!
Jugó conmigo todo lo que quiso y más. Que si esta por papá, que si esta por mamá, el avioncito, el camión... como si fuese un crío de 2 ó 3 añitos. Pero me hizo comérmelo todo, la muy...
- ¿Puedo retirar la cena? – preguntó la enfermera que asomó la cabecita por la puerta.
- Si por favor – le dije sin reparos.
La chica salió y cerró la puerta, dejándonos solos a Sonia y a mí. No sé por qué pero me entraron unos nervios diversos y dispares a la vez. Casi seguro que me preguntaría por lo que no le dije cuando en la tarde mi madre nos cortó. Aunque nunca antes me había pasado, me daba vergüenza confesárselo. Quizás, es que nunca antes me había enamorado.
- Me pidió un hueco y a mi lado se tumbó, tapándose con mis sábanas.
Era preciosa. Su pijama se componía de un palabra de honor y un pantaloncito cual calzonas de los futbolistas, de color el conjuntito rosa pasión.
En ocasiones anteriores yo le supuse una 100 de pecho, pero ahora que no llevaba sujetador parecía más grande.
- ¡Oye!, que el enfermo soy yo.
- ¿Qué es lo que me tenías que decir? Entró tu madre y no terminaste – me susurró al oído mientras la yema de su índice acariciaba mi nariz hasta alcanzar mis labios repetidamente.
Mi secreto mejor guardado comenzó a crecer sin poder hacer nada para evitarlo, y que lo notara me mataba de la vergüenza, con lo que la opción más viable era revelarle mis sentimientos. Puesto a pasar vergüenza, sería mejor la 1ª opción. “Aunque desaprovechar esto...” pensé.
Le pasé mi brazo bajo su cuello, y consiguiendo posicionarla boca arriba, fijé mi mirada en el techo evadiendo así su pupilar en mí clavado.
- ¿Sabes Sonia? Como te decía esta tarde, siempre había escuchado que los que están en coma sienten y padecen, con la única diferencia de que no pueden exteriorizar sus sentimientos. Pero como yo gracias a Dios, y a mi madre y a ti ya he salido de ese trance, quisiera ahora contarte por lo que he pasado. Y es que como te dije, sentía tus caricias y sentí tu beso ese día que no recuerdo cual es.
Ella se ruborizó y también miró al techo de la habitación, buscando así y consiguiendo mi mismo objetivo de no pasar vergüenza.
Tal vez no lo recuerde todo, pero creo hacerlo en la mayoría de los casos. Te he sentido acariciarme el pecho, acariciar mi pelo y he de confesarte que hasta he tenido alguna polución nocturna cuando te tenía en mi pensamiento.
- ¿Qué es polución?
- Joder Sonia, ¿me vas hacer explicártelo? ¿De verdad no sabes lo que es?
- De verdad que no – me contestó con cierta ignorancia.
- Polución es... es cuando el chico ha estado, ha tenido la sensación de... Vaya, a ver como te lo explico. Cuando... coño Sonia, cuando el chico se corre con tan solo recordar o pensar en una chica, en su cuerpo y eso. ¿Entiendes ahora?
- Ahora sí. ¿Y has tenido polución conmigo? No me lo creo.
- Es cierto. Cuando me acariciabas y no podía moverme ni decir nada, imaginaba que lo hacía contigo y... bueno, no me cambies de tema.
El caso es que poco a poco, cada vez que venías y te escuchaba rezar, o llorar por mí, cada vez que sentía como me acariciabas, día a día, poco a poco, iba sintiendo un algo por ti, a pesar de que no sabía quién eras. Lo único que conseguía diferenciar era que no eras mi madre. Vaya, que poco a poco y desde dentro, me he ido enamorando de ti. Y ahora que estoy “bien”, quería decírtelo. A sabiendas de que tú a mí no me quieres para nada. ¿Cómo te vas a enamorar de alguien como yo, que si no me terminan cortando la pierna me quedaré para siempre en una silla de ruedas?
- ¿Y qué pasa? – me preguntó levantándose de la cama mostrando cierto enfado. ¿Es que no se puede enamorar una de un chico porque le falte una pierna?
- Mujer, no es lo mismo que a tu pareja le pase algo cuando ya estas con ella que a empezar una relación con un lisiado, es lo que quiero decir.
- Entonces... Parece mentira que pienses así – me recriminó. Entonces si yo quisiera empezar una relación contigo ahora, como estas mal de la pierna ya no te puedo querer, ¿no es eso?
Yo callé sonrojado y avergonzado de mis pensamientos, aunque así lo creía.
- ¡Pues que sepas que sí, que estoy dispuesta a empezar una relación contigo, que me da igual como estés, porque he empezado a quererte y eso no lo puede cambiar ni una pierna menos ni una pierna más! Lo que sí que lo puede cambiar son pensamientos tan obsoletos como ese que tienes tú – concluyó mientras se fue a la otra punta de la habitación, a la silla de antes.
“Joder, la he cagado” me dije a mí mismo. Calle unos segundos, buscando la manera de arreglar las cosas, y me aventuré después de saber que ella también se había enamorado de mí.
- Entonces... ¿estamos saliendo?
Ella me miró con el rabillo del ojo, y con una leve voz que casi no escuché me dijo:
- Si me prometes cambiar esos pensamientos tan antiguos que tienes sí.
No me lo creía. Me había hecho falta casi perder una pierna para enamorarme. Antes con las dos, todos los fines de semana me enrollaba con una, o dos, pero nunca había sentido nada tan fascinante como lo es el estar enamorado.
El sábado tendría una nueva noticia que contar a mis amigos, pero no llegué a hacerlo. El viernes por la mañana, después de desayunar salí junto a mi madre a pasear por el pasillo, pero a los 5 minutos la pierna se me hinchó y cogió un color entre rojo y morado bastante feo. En seguida mi madre llamó al médico y tras ver mi pierna, me trasladaron a hacerme pruebas y más pruebas. A las 8 de la tarde del sábado llegaba de nuevo a la habitación, donde me esperaban mis padres, Sonia y mis amigos.
- ¿Qué ha pasado doctor? ¿Por qué se le ha hinchado? – le preguntó mi madre con el susto en el cuerpo.
- No se preocupe, solo ha sido un sustillo por culpa de la circulación. Para que nos entendamos. Es como si se le hubiese congelado parte de la sangre a la altura de la ingle, detrás, en el muslo, y ese “tapón” es lo que le ha hecho que se le hinchara. Pero no hay ningún problema. Únicamente un pero.
- ¿Pero?
- Si, como en todos los casos hay al menos uno.
- Díganos doctor.
- Considerando el estado del que vienes, habrá que esperar, pero si el tratamiento al que te hemos remitido no da el efecto que deseamos... habrá que operarte.
- Mamá, papá, Sonia. Y vosotros chicos, ¿queréis dejarme un momento a solas con el doctor?
Todos salieron sin poner ninguna pega, y entonces pregunté al doctor Márquez.
- Doctor, acérquese. En confianza. ¿Por qué estoy aquí?
El doctor se retiró de mí un poco mientras reía a carcajadas. Luego se acercó y al oído me preguntó ironizando: ¿Porque te has caído de la moto y casi te matas?, y siguió riendo.
- No es eso – casi le chillé. ¿Que si estoy aquí por el coma o por la pierna?
- Por la pierna muchacho. Del coma ya has salido y nosotros ahí no podemos hacer más que rezar.
- ¿Entonces tengo muy mal la pierna?
- Bastante hijo – me dijo en un semblante mucho más serio. – La pierna la tienes... pero vamos, que eso no significa que la vayas a perder ni nada por el estilo. Ya hemos descartado la opción de amputarla con lo que puedes estar tranquilo.
- No lo estoy doctor, no veo el día en que salga por esa puerta por mi propio pie.
- Yo que tú me iba apuntando a eso del baloncesto de silla. Es broma muchacho, tranquilízate.
En seguida entraron todos excepto mi madre, por la que pregunté en cuanto advertí de su ausencia.
- Está fuera hablando con el médico.
Y allí estuve un rato, bromeando con mis colegas, que por cierto...
- No habéis ni esperado a que os la presente ¿eh? Ya os habéis presentado vosotros solitos.
- “¡Vaya cacho de hembra canalla!” – me dijo mi primo al oído. Le choqué la mano con júbilo y los demás en seguida preguntaron.
- Cosas nuestras, ¿verdad primo? Oye, ¿y Gali?, ¿no lo veis por el pueblo?
- No mucho, pero la última vez que me crucé con él me dijo que había estado aquí con Inma.
- Pues el que lo vea que le diga que se pase por aquí. Aun no me deja el médico usar el móvil.
Todos habían marchado ya hacía rato, y mi madre a un lado de mi cama, no hacía más que mirar por encima de la revista una vez a Sonia y otra a mí. Yo me había percatado de ello, y cuando me desquició los nervios salté.
- ¿Qué miras mamá?
Con el gesto ladeado y con los ojos me respondió.
Sonia, que al escucharme levantó levemente la vista, en un pis se metió en el juego de gestos y de miradas.
- Ah, muy bien. Pues si pudiera levantarme os juro que ahora mismo me iba y os dejaba que charlarais vosotras solitas, pero como no puedo, ¡ala, iros vosotras!
- No hace falta Julio, ya está hablado todo lo que había que hablar. Tu madre y yo hemos conversado largo y tendido en la cafetería.
- ¿Ah sí? ¿Y cuándo, si se puede saber? Si no una otra, habéis estado aquí todo el tiempo.
- Coincidimos en el bar cuando “nos echaste” para hablar con el médico.
- Así que ya sé que estáis saliendo.
Sonia me miraba con sentido de culpabilidad, y cuando le fue posible, a escondidas de mi madre me hizo algunos gestos para aclararme que más tarde hablaríamos.
- No te preocupes Sonia hija. Me voy a por café y así podéis charlar tranquilos.
- No hace falta Salvadora, no se moleste, de verdad que no... – insistió. Pero todo fue en vano. Cuando se le metía algo en la cabeza... con lo que se fue al bar.
Sonia se acercó a mí con esa carita de niña buena que tan solo ellas saben poner cuando quieren algo, y me pidió perdón. Lo que me contaría yo ya lo sabía, porque conozco a mi madre y sé que se lo sacaría tarde o temprano. Las madres son así...
Pero bueno, a pesar de que no se lo había dicho yo, mi madre ya sabía que tenía novia.
El domingo por la mañana, como cada día salí a dar mi vueltecilla matutinal. Acompañado de mi madre – pues Sonia había dormido en casa aquella noche – me dispuse a saludar las plantas que de plástico adornaban los bajos de las ventanas. Tanto tiempo llevaba allí que el personal del “hotel” ya me conocía, y me saludaba cada vez que tropezaba con alguno de ellos. Pero un brazo me sorprendió por detrás agarrando el mío y ayudarme así a estabilizarme un poco mejor.
- ¡Enhorabuena muchachote!
Era mi padre, que el pobrecillo aunque no lo miente, cuando no estaba trabajando estaba en el hospital. Entre otras, por no hacerse de comer en casa y fregar y eso...
- Hola papá. Vaya, ¿ya te has enterado tú también?
- Pues claro hijo, me lo ha dicho tu madre – me dijo muy efusivo.
Yo miré a mi madre regañándole con la mirada. Ella me miró con cara de sorpresa y...
- Te podías haber esperado que se lo dijera yo ¿no te parece?
- Yo no le he dicho nada – me comentó.
- Ah ¿no? Pues dime tú como lo sabe. Está diciendo que tú se lo has dicho.
- ¿Por qué no me lo puede decir, Julio? Soy tu padre. Y si no me lo hubiese dicho el doctor, que lo acabo de ver en las escaleras.
- ¿El doctor? A ver, ¿qué te ha dicho mamá?
- Pues que no te tienen que amputar la pierna. ¿Por qué, hay algo más?
Mi madre y yo reímos a carcajadas. Incluso se me llegaron a saltar las lágrimas a causa de la risa.
- ¿Qué pasa, de qué os reís?
- De nada papá – le dije echándole el brazo por encima. – Luego te lo cuento en la habitación.
Era una de las primeras veces que me había reído tanto y tan a gusto desde hacía más de 3 años. Pero poco me duraría la alegría cuando ese mismo domingo por la tarde el cirujano me visitó en la que ya era mi suite.
- Sin rodeos chaval. Hay que operarte la pierna.
- Muy bien doctor. Si ello vale para que se quede bien adelante. Tan solo dígame que es lo que tengo que tanto está dándome que hacer – le contesté con arrojo delante de Sonia.
- Pero como en todo, seguimos teniendo un pero.
- ¿Otro doctor?
- La vida es así chiquitín, con la única diferencia de que ahora no te lo voy a decir. La sorpresa te llegará el mismo día de la operación – dijo mientras regresaba por sus mismos pasos.
Sin quererlo, sin pensarlo, nuevamente se me caía el mundo encima. Ese mundo que ansiaba. Quería seguir viendo grandes premios de motociclismo, salir con mis amigos de barbacoa y por supuesto, ahora que me acompañaras tú, Sonia. Quería divertirme, tener ese niño que era la ilusión de mi vida, plantar un árbol y escribir un libro. Ver todo lo que había podido cambiar en más de 3 años y medio ahí fuera. No sé, todo a la vez, pero claro. Debía esperar una nueva intervención.
En mi cabecita se me metió que al final me cortarían la pierna. Tenía otra vez las mismas sensaciones que cuando estaba en coma, pero con alguna salvedad. Es como si estuviese fuera de mi cuerpo. Aunque no estuviese anestesiado – cosa que me chocó porque desde mi posición elevada vi como me anestesiaban – nada debía dolerme, por eso mismo, porque andaba yo sobrevolando mi cuerpo, junto a todas aquellas luces.
El mal estaba cerca de mi rodilla, o en ella misma, no lo sé, porque por ella abrieron. Me ponía los pelos como escarpias ver tanta sangre que manaba de mi rodilla abierta en canal. Cada vez que escuchaba “bisturí”, me ponía nervioso, y cuando lo veía entrar, limpio y resplandeciente cual cuchillo afilado que destrozaría tendones y huesos, casi me echaba a llorar.
Pero algo inexplicable ocurriría dentro de aquel quirófano. El bisturí dio paso a un serrucho, enorme y frío que me hacía sangrar sin que los cirujanos hiciesen nada por detener la hemorragia. Chillaba, y en milésimas de segundo baje de nuevo a mi cuerpo. El doctor Márquez me daba guantazos, repetidamente hasta que en uno de ellos desperté de mi pesadilla. Era Sonia quien me golpeaba la cara hasta que logró despertarme.
- Eh, ¿qué ha pasado? Estas sudando.
Pasé mi mano por la frente y aparté aquel sudor de mí. La mire muy fijamente. Aún no sabía si ciertamente era un sueño o había despertado ya.
Se lo conté, mientras que con un pañuelo ella me secaba bien.
- ¿Pero qué sueños tienes? Nadie te va a cortar la pierna, ni con serruchos ni con nada. Esa piernecilla saldrá andando de aquí, ya lo verás.
Así, un día tras otro, seguí con mi rehabilitación. Ya me había hecho al fijador de mi pierna, porque cierto es que al principio me daba vergüenza salir tan siquiera al pasillo con aquel armatoste adherido a mí. Entre tanto pasaron 2 semanas más en las que no dejaron de hacerme pruebas. Pero aquel día llegó. Yo notaba que mi pierna no había adquirido fuerza alguna. Cuando salía a pasearla, iba a rastras, sin poder siquiera elevarla un poquito del suelo, y este último día, como algunos otros más, venía acompañado de Sonia, mi madre y el doctor Márquez, que seguía muy de cerca mi evolución.
Llegados a la habitación, el ambiente se enrareció en cuestión de segundos. Yo como siempre, encendería el televisor, el doctor me daría su charla de sigue así muchacho, mi padre vendría por mi madre y Sonia me haría mimitos antes y después de la cena. Pero no, nada más lejos de lo cotidiano que toda mi rutina diaria y aburrida no sé cuánto tiempo ya.
- Julio – se refirió el médico a mí con cara de muy pocos amigos.
- Si doctor...
- A ver, para que nos entendamos todos sin tantos tecnicismos. Después de realizarte tantas y tantas pruebas, después de haber hecho lo imposible porque recuperaras en ella la movilidad... - yo lo miraba a los ojos, descubriendo así que no me mentía, y haciéndome el fuerte para no llorar. Ya tendría tiempo en soledad -... he de comunicarte de que nada de lo que te hemos hecho ha servido para nada.
- ¿Eh? ¿Cómo es eso doctor? – le pregunté guardando hipócritamente todo mi mal genio.
- Te explico. En la pierna tienes algo, es evidente.
- Sí.
- Pero el problema está en que no sabemos que es...
- Lo que quiere decir que me la amputarán para evitar cualquier sorpresa y listo, ¿verdad? – le contestó con ímpetu mi mala leche escondida e irrefrenable. – Me cortan la puta pierna y ahora yo a vagar por ahí como un gilipollas en su sillita. ¿Por lo menos me daréis la silla no? – le pregunté nerviosito perdido y fuera de mí.
Sonia me miraba fijamente, callada, acariciándome la cara y con lágrimas en sus ojos que no tardarían en caer, y el doctor, como si supiese de ante mano cual iba a ser mi reacción, me miraba y escuchaba pacientemente dejándome así desahogarme.
- Julio... escúchame, por favor. Vamos a mandarte a casa, en una silla sí, lo cual no significa que vayas a perder la pierna. Te mandaremos un tratamiento y rehabilitación para que la hagas en casa, y periódicamente tendrás que ir viniendo a realizarte pruebas y ver cómo vas. Lo hago con mi mejor intención, para sacarte de aquí que casi llevas 4 años, aunque no te hayas dado cuenta de como ha pasado el tiempo. Tú haces una vida normal...
- ¡Dígame como coño se hace una vida normal sentado en una silla de ruedas! No comprende doctor, que no podré volver a montar en moto, que no podré jugar al fútbol, que no podré hacer nada, que ya nada será lo mismo... – le dije sin poder aguantar por más tiempo el llanto.
- Te entiendo muchacho, no creas que no. Mi mujer está en una silla de ruedas desde que tuvimos aquel accidente, pero por ella no puedo hacer nada. Por ti, si me ayudas sí. No sé qué es lo que pasa ahí, pero dame tiempo y verás como vuelves a plantar el pie en el suelo.
- Lo siento doctor, no lo sabía.
- No te preocupes, ya no tiene solución. ¿Y...?
- Lo que usted diga doctor, usted es el que entiende.
Mi madre alegró la cara bastante más de lo que la tenía, y Sonia volvió a llorar esta vez de alegría. Después de todo llevaba razón. 4 años allí era mucho tiempo, aunque solo tuviese constancia de uno. Aunque en una sillita, quería, ansiaba salir y ver de nuevo el mundo y disfrutar con Sonia de ese nuevo amor que me había costado una pierna.
- Mamá. Si me quedo sin pierna ¿me comprarás una silla de esas que tienen motor?
- Calla muchacho. No digas tonterías. Tan siquiera hemos salido del hospital y ya está pensando en que te quedarás sin pierna.
Me quedé a solas con Sonia pues mi madre acompañó al médico fuera de la habitación.
- Estoy muy orgullosa de ti. Tu iniciativa de querer salir de nuevo a la calle, de no echarte atrás en este problema hace que me sienta verdaderamente orgullosa de ti.
- ¿Y qué voy a hacer? ¿Qué remedio me queda sino que joderme con una pierna menos? Tendré que rehacer mi vida, es...
- Y yo estaré a tu lado para ayudarte en todo lo que te haga falta, te lo prometo – me interrumpió dándome una muestra más de su amor.
Al poco de aquello llegó el día. Sábado, para más señas.
- Sábado, como el día que tuve el accidente.
- ¡Julio por favor! No seas tan negativo.
Una silla de ruedas me esperaba bien equipada al pie de mi cama. Junto a ella, resplandecían de alegría las caras de mis padres y de Sonia. “Al carrito” pensé, por no hablar para evitar nuevas broncas.
Debía asumirlo. Tenía que asumir que a partir de ahora mi vida se me complicaría aún más si cabe, y que debía ser así. No había vuelta atrás. Mi vida se regía por nuevas normas que acataría contra mi voluntad pero sin otra alternativa que joderme, para el resto de mi vida.
A la vez que mis posaderas se acomodaban en su nuevo, perpetuo y siniestro sillón, comenzaron a descender por mis mejillas ríos de lágrimas que escenificaban en una mi personalidad, todos mis sentimientos a la par.
No sé. Aun contando con mis padres y con Sonia, me sentía solo ante todo lo que suponía se me vendría encima. Aunque fue llegar a las puertas del hospital y sentir como había errado en cada uno de mis sentimientos.
Un gran alboroto me esperaba fuera. Todos mis amigos, mucha gente de mi barrio, vecinos y demás me esperaban a las puertas del que hasta ahora había sido mi zulo, recordándome y haciéndome imaginar que sin ser ellos, poco más o menos así estaría rodeado el día en que caí de mi moto.
Detrás, casi todo el equipo médico del hospital, con mi cirujano a la cabeza, posaba como para una foto. Tuve que llorar casi obligado cuando tanta gente como allí había me demostraron su apoyo y su afecto en forma de un tronador aplauso que estalló en cuanto las correderas me dieron paso al para mí, mi nuevo calvario.
Todos se me acercaron a la vez. Todos ellos querían estrecharme la mano, y ellas besarme como muestra de gratitud. Debía salir de aquella encrucijada y no sabía cómo, con lo que algo pasó por mi cabeza.
Busqué a Sonia, pero no la encontraba. Ella estaba en un lado de toda aquella gente, sola, y con la cara rebosante de alegría de ver cuánto me apoyaba tanta gente. Me dejó a mí todo el protagonismo, y eso me gustó. No por el hecho, sino por su actitud, con lo que decidí hacerla partícipe de él y aprovechar así el momento de presentar a “mi novia”.
Estaba la mañana de aplausos y acto seguido a decir que estábamos saliendo, otro sonó. Incluso he de reconocer que me daba vergüenza ser el centro de atención de tanta gente, de esa gente que sabía que me quería pero uno por uno, y que no era mi intención reunir hasta el día de mi entierro.
Pero como todo en la vida termina, mi momento de gloria también terminó.
Regresamos a casa y dos manzanas antes de llegar vi el cruce y nuevamente se me vinieron las imágenes grabadas de mi cabeza, e intentaba reconstruir el siniestro tal y como había sido. Cuál fue mi sorpresa que cuando llegamos a casa me dieron una noticia que de momento no fue de mi agrado, pero pasadas unas horas la archivé junto a mis videos de motos casi como un “trofeo”. Mi madre había conseguido la cinta de video de la cámara de seguridad del banco situ en la esquina, y fue lo primero que hice. La pusimos en el televisor y vi en el horror de las imágenes, el tremendo impacto contra el coche de Sonia y después con el suelo. Después de 4 años conseguí ver por primera vez la cara de aquel hombre que me cubrió con el paraguas y que me ayudó a vivir. Era un enfermero de un centro médico cercano que pasaba por allí. Días más tarde, tendría la oportunidad de agradecerle en persona todo lo que hizo por mí.
La grabación no se veía muy bien por culpa de la niebla, por lo que cuando me restablecí en casa me acerqué a casa de un colega que vivía del ordenador, y le di la película para que hiciera lo que hizo. No sé con qué ni como, pero eliminó en un alto porcentaje la niebla y las imágenes quedaron mucho más nítidas. Conseguí entonces tener un imborrable recuerdo de todo aquel sufrimiento aparte del que tenía en mi cabeza.
¡Mi habitación! Estaba igual que aquel día de hace 4 años que me levanté, excepto que estaba la cama hecha y la ropa recogida. ¡Qué sería de mí sin mi madre!
Mis videos, mis libros, mi carpeta con todas las cosas que escribí, mis intentos de novelas inacabados, mis poemas sin terminar de rimar, mi alfombra, mis cortinas... todo, sin más.
Ahora debía adaptarla, modificarla a gusto de mi silla pues su amplitud no me permitía deambular por ella como antes lo hacía. Y con ayuda conseguí ponerla más o menos apta para su uso.
Encendí mi ordenador después de tanto tiempo parado, me tumbé en mi cama – como la echaba de menos – y desde allí observé a modo de diapositivas todo mi pasado, como queriendo dejar a un lado desde aquel accidente hasta el día de hoy. Pero casi era imposible. No era capaz de dejar de recordar aquello y una y otra vez lo veía en el video intentando así, no sé, desahogarme tal vez.
Sonia venía a casa a verme, y muchos de mis amigos también, con lo que al principio no quería salir de casa. Como a la semana lo hice. Fue el primer día que puse el pie en la calle desde que salí del hospital. Bueno, que puse “mis ruedas” en la calle. Fue entonces cuando comprendí a tanto inválido que se quejaba, y con razón, de lo mal hechas que están las cosas.
Yo trataba de hacer una vida normal, pero no podía. Recuerdo que me acerqué al cajero automático a sacar dinero para invitar a Sonia a cenar, y ahí fue mi primer cabreo. El cajero más cercano que estuviera a la altura de una silla de ruedas estaba como 5 calles más abajo. Como me costaba tanto desplazarme yo solo, tuve que andar a tientas y con la intuición más aguda posible para poder adivinar que números marcaba. Como a los 10 minutos conseguí sacar el dinero y para colmo, tuve que esperar que alguien pasara y que no me quisiera robar para que me alcanzara el dinero y el justificante.
Y es que ese mismo día en la cena, de nuevo me jodieron. Fui al servicio y Sonia tuvo que venir conmigo para ayudarme a orinar. No tenía donde coño agarrarme para incorporarme al inodoro. Ya te digo. Ahora comprendo cuánta gente se ha quejado mientras que yo, y el resto de la sociedad, sacábamos el “aparato” y orinábamos de lo más normal. ¡Qué desastre! ...
- Arriba muchacho, a desayunar – irrumpió mi madre en mi habitación con mucha vitalidad.
- ¿A qué viene tanta alegría madre?
- A que te tengo aquí a mi lado hijo mío, ¿te parece poca cosa?
Mi madre muchísimas veces ocultaba su dolor y sus lágrimas, pero delante de mí siempre se mostraba optimista, ayudándome así a no pensar en mi problema y a que saliera de él.
- Desayuna y haz los ejercicios. En un rato Sonia vendrá por mí e iremos a por ese profesor que tanta falta te hace.
- No mamá, por favor.
- ¿Cómo qué no? Has perdido 4 años de instituto y ahora debes ponerte al día si quieres seguir estudiando...
Y así fue. Ni por culpa del accidente conseguí librarme del instituto. De modo que ahora tenía más obligaciones que antes. Las horas del día las tenía repartidas entre la rehabilitación, las clases particulares, escribir y Sonia. A veces pensaba que no me daría tiempo a salir con ella con tantos que haceres. Pero desde mi silla también aprendí que bien organizado hay tiempo para todo en la vida.
El tiempo pasaba. Gracias a Dios que iba aprobando el instituto hasta que terminé el bachiller, donde no quise seguir estudiando. Eso de escribir me gustaba, y en mi estado... con lo que estudié aparte varios cursos de informática hasta que conseguí algunos títulos, hasta que conseguí ponerme a trabajar. Menos mal que hay empresas en las que los minusválidos tenemos cabida preferentemente, si no, no sé qué sería de nosotros. Cuando uno está “entero”, todo es más fácil.
Sonia sacó las oposiciones de correos. No es que le gustara mucho, pero era de los pocos trabajos donde se ganaba un buen dinero y le dejaba bastante tiempo para estar conmigo. Así que poco a poco fue pasando algo de más tiempo. Le pedí matrimonio y sin titubeos me dijo que sí.
Cuándo volvimos de la luna de miel, cierta bajona se apoderó de mí. Me daba la sensación de que ella era mucho para mí. Vamos, que yo no era digno de ella. A pesar de que fue todo por “culpa” de ella, ya había pagado con creces todo el daño que me hizo con solo su comportamiento para conmigo, o al menos, así lo entendía yo. Lo que pasa es que no se lo podía decir porque hasta se me ponía de mal humor, pero en fin...
Compramos una casita allá en las afueras. La tuvimos que reformar poco a poco para adecuarla a las exigencias que me pedía la pierna, y Sonia no puso ni un solo pero. Todo lo pusimos justo a mis necesidades e incluso hicimos el cuarto de baño de mis sueños. Desde siempre había soñado con un cuarto de baño azul y blanco con la bañera oculta tras el tabique del lavabo. Desde que se lo comenté por primera vez me dijo que le gustaba, pero que nos harían falta muchos metros para poder realizar mi sueño.
Yo, empeñado en que si, al final lo conseguí. Ella trabajó como si hubiese sido oficial de albañil toda su vida. Lo mismo hacía un cubo de mezcla que ponía un azulejo... una cosa majestuosa. A mí me dejó prendado.
Entre día y día trabajado aún tenía tiempo para bromear cuando me veía decaído, y para salir conmigo a pasear y ayudarme a ejercitar mi rehabilitación diaria, como le prometí al cirujano. Me había dado cita para un año, y yo cada vez que lo pensaba solo creía que me la daba de tanto tiempo para ir dándome largas, y que al final no se me pondría bien la pierna nunca. Aunque otras veces dudaba de mí mismo, porque a medida que iba pasando el tiempo notaba una lenta mejoría que me daba alas para seguir intentándolo. No sé. Ni creía, ni dejaba de creer.
Me daba mucho coraje cuando quería salir con ella, cuando veía un lugar bonito en una revista y no podíamos ir por el mero hecho de que no estaba acondicionado para mí. Llamaba Sonia y poco a poco iba cambiando el gesto de la cara cuando iba preguntando cosas tan tontas como si tenían una agarradera para cuando saliera de la ducha y le decían que no.
Así que poco a poco tuve que armarme de valor e igual que cuando estaba en coma, quise reorganizarme, reorganizar mi vida. Además de trabajar, dediqué todos mis esfuerzos en poner en pie aquellas novelas que años antes había dejado empezadas. Pasaba horas y horas encerrado en mi estudio con mi ordenador escribiendo y escribiendo, y ni por esas Sonia no me reprochaba nada de tanto tiempo como pasaba enfrentado al ordenador. Incluso se venía a leer lo que escribía y me hacía las veces de crítica constructiva. A cada día que pasaba, más la quería, más enamorado de ella estaba.
Así de aburrida llegó a ser mi vida, pura y dura, sin conservantes ni colorantes.
A decir verdad, dicen que el desamor es el mejor tema para escribir. Yo tuve que buscar la inspiración en lo más hondo de mi ser, en otros temas diferentes, pues no tenía nada que ver con eso y escribirle al amor no lo había hecho nunca. “Pero lo voy a intentar” pensé.
                                                                    Otra noche más
Otra noche más estoy aquí, tratando de escribir sin saber muy bien qué.
Como nunca, me encuentro como siempre; como siempre escribiré como nunca buscando humildemente las palabras austeras que deliberadamente darán de sí todo lo mejor, sin miedo al fracaso o a la incredulidad en mí mismo.
Otra noche más estoy aquí, tratando por medio de este vicio mío de escribir solventar y ahuyentar despropósitos personales en pos de la felicidad que en breve arriesgué y de la que me tengo prohibido arrepentirme por más piedras que tenga el viejo sendero que pocos coronaron.
Otra noche más, como siempre. Otra noche más, sin nada que decir aparentemente. Otra noche más en que necesito a quien por ahí viene, antes en mis pensamientos y ahora, con él, adherida a mi compañía en forma humana y sobrehumana, sin casi entender nada, mejor así. Ya que buscarle podría sin esfuerzo alguno, más con esmero las palabras que aprendí sinceras de un tiempo a esta parte pero callo.
Devuelvo con la misma moneda porque es posición en mí considerada más propicia, bonita y por encima de las demás en mi papel personal de principios, ese que muchos siempre consideraron obsoleto; defendido por quienes bien me conocieron.
Otra noche más, sentado ante mi estado. Otra noche más, pasando el tiempo y viéndome obligado para terminar sin tan siquiera intentos otras viejas historias reemplazadas hoy por mis sentimientos.
Y sé que me las pedirán, y prefiero regalar esta sin pudor, todo ofrecimiento, escondido tras mis letras impunes cuando no debo. Porque contradigo el daño causado si lo hubiere sólo con esto, porque no sé defenderme si no es en forma de texto... mejor o peor sí... pero en texto.
Otra noche más. Otra noche más desde que comenzó el destierro voluntario en emociones, palpiteos y sentimientos. Otra de tantas que aunque con dolor de espalda, ahora siento... otra de tantas, amada mía, otra de tantas...
Otra de tantas noches más en que confesarte debo que fueron muchas en las que sólo hacía lo que sólo hago, más con la salvedad del rostro añorado complaciente a mi lado.
Otra noche más en la que estoy en las batuecas, sin nada que ofrecer diferente a este vicio mío de escribir, y utilizando mí medio de defensa para maldecirme por no haber estado atento desde el día primero en que te conocí.
Otra noche más, la de hoy. Otra noche más en la que pienso que fue larga mi espera; más largo fue el trajín para llegar a mis aposentos donde hoy me dedico nuevamente tras tanto tiempo a mi vicio de esto de escribir...
Otra noche más, como las amigas de antaño en que mi cabezonería ganaba a mi talento en el arte de esperar.
Otra noche, otra noche más sí, de nostalgias a los que de mí alejé, de remordimientos por pelear los fracasos a sabiendas, de temores de voces en las instalaciones donde crecí, de tantas y tantas letras sin sentido empapadas en lágrimas hasta reventar en mí... otra, otra noche, otra noche más de inquietudes en el alma y desasosiego en mi corazón queriendo alcanzar la libertad de mi hombre robándole al prójimo su beatitud en pos de mi aliento perdido ya.
Otra, y otra, y otra noche más de desavenencias que parecieron alejarse por el exilio decidido tajantemente, tras soportar las críticas y bromas amigas de mi experiencia negativa anterior.
Otra noche más, como cada una de las que pasa en que se disfraza la verdad de que me iba a casa del amor y que de momento no volvería, temiendo revivir alguna que otra noche más.
Otra noche más, como de entre las que ya he repetido incondicionalmente sin ánimo de desanimar, para contarles desde mi viejo vicio de esto de escribir que no puedo dormir, que hoy, junto a ella paso una noche más...
... Otra más, a sabiendas de que mi alma se va inundando poco a poco y sin fuerzas casi para contar que cada día me es más imposible poner un torniquete a disposición del boquete que se ensancha en mi corazón en cada mirada, en cada gesto que me recuerda que hoy, que hoy paso una noche más.
Otra más, y otra, y otra en que cada cerrar de ojos es para recordarme que la desesperación se apodera de mí cuando pasan por mi mente mi gente, sin piedad la ciudad que me vio de nacer y a la que no me dejan regresar y me hace desesperar en cada intento fallido y continuado de dar rienda suelta a mi estabilidad emocional.
Otra noche más, en la que sigo recordando el antaño de cuando quería cubrir con ansias la faceta del amor verdadero y austero. ¡Pero que inepto!, otra noche más...
Sí. Otra noche más en que rememorar me atrae cruelmente recuerdos infundados aparentemente, pero que por poca cosa que parezcan a mí me dan alas para seguir soñando una noche más, aunque sólo sea, solo, en mi vicio de esto de escribir, aunque tras esa pared de papel este lo que más quiero en este mundo; no quiero que me vuelva a sentir llorar una noche más.
Y es cierta mi encrucijada, y mi llanto, y mi desesperación y mi pánico. Y es cierta mi destemplanza adherida al tabaco como única medicina desaconsejada por los facultativos que entienden de esto, mas no de mis males que recurren a ella una vida más como sola escapatoria a mis noches frías y sinceras hoy en este mi vicio de escribir.
Otra noche más. Otra noche más en que blanqueo mi vieja barca a la orilla del mar elevando mí anclada y oxidada alma por ver si el aire me deja llegar. Tan solo encuentro la brisa de sus labios en mi rostro y un poco de agua natural para calmar mi acongojo cuando de lágrimas empapado vuelvo a despertar... otra noche más.
Otra noche, otra más. Otra en que miro el calendario para atrás, queriendo tal vez deshacer así el entuerto de cuando dormía sin ansiar, pero que va...
Otra noche más mi lamparilla resplandece cual sol se va a iniciar, atrayendo impunemente el desánimo del que está cansado de remar contra viento y marea, contra el que no es capaz de una remada avanzar.
Otra noche, otra noche más en que de nuevo vuelvo a caminar entre los pasajes de mi niñez queriendo imaginar que nunca la he abandonado, que es mentira, que nunca pasará, aunque el despertador me lo desmienta, aunque también lo haga ella; ya todos me dan por perdido, pero aún queda mucho que luchar y sin querer ser desagradecido, pues tan solo son... “otra noche más”.
Otra noche más, en la que amedrentado comparto mis desvelos con diferentes ruidos, sombras y algunas voces que abundan en nuestra habitación desoyendo cuantas plegarias formulo.
Aunque no solo son ellos quienes las desatienden, o ellas, porque sin ser nadie para juzgar creo que alguien más lo hace, otra noche más, por más que en ella confíe, y quiera confiar.
Otra noche más, velas y pensamientos me alumbran y me resguardan de ciertos males apadrinados por antedichas sombras desde el extremo opuesto a mi territorio, de allí donde nacen certeros mis sentimientos, por donde ansío y desespero.
Una, dos, tres... otra noche más.
Otra en la que pierdo en lo oculto los estribos y estallo en lágrimas y quejidos cual pesadilla asedia a un niño chico. Mis brujas son mis pueblos, mis escobas los caminos, y sobresaltado se me desquebraja el alma sin encontrar aire que me de alivio. Y voces nuevamente me despiertan, y recomendaciones de los que saben rechazo a pie juntillas porque conozco de mis males aun sin encontrarle solución... otra noche más de oscuros pensamientos.
Son viejas letras amigas la que sin querer me hacen daño, otra noche más. Son ciertos besos los que no encuentro, otra noche más. Y no quiero, ya no quiero más. Pero no puedo, y no puedo más.
Sé que mi alma cumplirá condena y entristeceré a cada día que me espera, lloraré sin consuelo y sin motivo sin depresión alguna encontrando el amargo fruto que me concedió la vida.
 Otra noche más. Otra noche en que a la par que mi musa duerme saldrán de mí los peores impulsos negándomelo mi corazón, sin opción de disfrutar la ocasión de demostrar que no habrá ninguna noche más.
Pero me equivoqué, parece. No sé qué hice mal para cabalgar a lomos de mi caballo castigo del que no me sé bajar, pues otra noche más vuelvo a soñar con lo mismo, esperando que el sólo se canse de galopar porque yo, yo no puedo con otra noche más.
Y mi alma se estremece, y tengo los sentimientos encogidos evitando que sea yo mismo, desparramándome mutilado el corazón, el corazón con el que vivo. Otra noche más, trato de asumir que entre rebollones y espárragos mí tiempo va pasando... otra noche más.
Quizás este escrito exprese mi estado de ánimo en ese momento, o tal vez no pues sólo soy un aficionado. Desde luego esa era mi intención a pesar de que a Sonia no le ha gustado. Se niega a verme caer por el simple hecho de que esté en una silla de rueda... pero así es la vida.
“Aunque pensándolo bien, ya no por mí, sino por ella lo tengo que intentar, tengo que seguir sacrificándome todo lo que mi cuerpo y mi mente den de sí para hacer feliz a la mujer que quiero con locura” – me dije a mismo indignado.
Se lo comenté a ella y le pedí perdón. Como siempre me apoyó, y me recriminó eso de pedirle perdón. Me decía que no era por ella, sino por mí por quien debía salir de aquella situación ya que contaba con la opción de hacerlo.
- Hombre. Si te hubiesen amputado la pierna ya no habría nada que hacer. Pero si el doctor te ha dicho que con el tiempo y la terapia a seguir lo puedes conseguir no entiendo esa actitud tuya tan tonta de tirarlo todo por la borda. ¿No te gustaría poder volver a andar, poder pasearnos en esa moto que nos compraremos en cuanto estés bien para poder conducirla, en...?
Sus palabras una vez más llegaron a tocar mis sentimientos, y fue la gota que colmó el vaso para hacerme reaccionar.
Aquella noche la sentí. Salimos a cenar y luego empujó mi sillita hasta la arena de la playa. Cuando me quise dar cuenta, había desaparecido de mi lado. La busqué pero no estaba junto a mí, e incluso pensé en un primer momento que me había abandonado, no sé...
Resbalé sobre la arena fría y blanquecina por el brillo de la luna llena que me acompañaba en esta noche repleta de estrellas.
Con las manos en los bolsillos quedé mirando al mar en calma, sólo alborotado de vez en cuando por alguna ola que otra que rompía en favor de la belleza de una noche mágica.
Mis ojos ya llevaban un ratito acostumbrado a aquella oscuridad. Eran mis pies los que no aguantaban por mucho aquella situación, así que en un tremendo esfuerzo por no llenarme de arena retrocedí sobre mis pasos buscando una tumbona que no muy lejos de allí encontré.
La brisa contra mi piel me producía cierta sensación de paz y tranquilidad. Más fría que caliente me transmitía un bienestar que me hacía despreocuparme de cuanto había llevado en mi cabeza hasta allí. Pasaba a mi lado suave, sin levantar arena, sin hacer el menor ruido, contribuyendo a la esplendidez de la parte más cercana del ocaso.
Desenfadada, alguna vez silbaba en voz baja alguna melodía escondida entre las rocas, mientras yo cerraba mis ojos y moría...
De vez en cuando me obligaba a abrirlos para compaginar aquella música con aquel paisaje negro habitado de olas que buscaban la armonía de las notas improvisadas por el viento, con sus más altos filitos bordados de plata por la luna.
Nunca había sentido nada semejante. Es precioso estar así. Sin nada más que hacer que no sea disfrutar de la belleza de la naturaleza.
Fijamente miraba al horizonte, aquel que con sus negros tonos difuminó el arte del agua de absorber al sol poco a poco, y en total decadencia confundir sus vivos colores con sus negros rallillos...
Sí... Me gustaba, me encontraba bien conmigo. Disfrutaba de ello hasta que al abrir los ojos todo casi se derrumbó al verle pasar. Llevaba ya 10 ó 12 metros por delante de mí, andando descalza por la arena del mismo color que la mía, muy despacito y aspirando aquel olor a mar, a sal que envolvía la noche.
Me incorporé un poquito en mi tumbona y en silencio la seguí con la vista hasta perder su silueta ennegrecida allí donde mis ojos ya no alcanzaban.
Paseaba. No sé qué tiempo pasó, si 15 ó 20 minutos los que tardó en volver de nuevo a la dirección en que yo posicionaba mi tumbona. Su rostro hacía ver que no me había visto antes al pasar y sorprendida se encaminó hacia mi tan sigilosamente como lo venía haciendo desde que la vi aparecer por la playa.
No dejó de mirarme desde que varió su caminar hasta que llegó a donde me encontraba expectante. Sus piernas flexionaron y aquella niña se agachó a mi lado ya desviando la atención hacia el cielo.
- Está hoy bonita la luna ¿verdad? - me dijo con su voz sutil y dulce a la vez.
“Sí que lo está” - le contesté sin levantar la vista del primor de su cabello. Volvió su mirada hacia mí, mostrando estuosidad en ella, y con ligera carantoña me pidió le dejase un poquito de sitio en la ya poblada tumbona. Haciendo honor a mi galantería espacié todo lo que mi volumen me permitió antes de caer por el lado, acomodándose en mi regazo.
Mi brazo rodeaba su cuello, sirviendo tal vez de almohada mientras observábamos el cielo saciado de estrellas.
Su mirada distraída en la luna, su mano haciendo la más provocativa caricia sobre mi pecho con cada uno de sus dedos a turnos, devolviéndole cada mimo minuciosamente mi mano en su brazo abrigando la zona más expuesta a la brisa que poco a poco, aumentaba su bravura.
Sentía su respiración cerca de mi oído, consternada por un beso en una tarde sombría, oscura y de recelos. Así que hube de moverme tímidamente haciendo ver que me dolía la posición, adoptando postura más cómoda aunque con la misma intención.
La incredulidad me podía a la vez que me daba una extraña fuerza inédita en mí, y acercar así mi rostro a su cara, mi boca a sus labios dejándola a su merced a escaso trecho de su responsabilidad que no dudó en asumir levemente, provocándome para desencadenar una guerra de besos que no teníamos horas antes intención de librar. Pero a la que jugamos, casi sin parar a respirar, lentamente, junto al mar...
Allí a la orilla de los dioses nos deslizamos mientras jugábamos a amar; única testigo la luna, único testigo el mar, de como empapados de arena comenzamos un juego de mayores por desabotonar lentamente su camisa, sin nada que me impidiera detrás, dándome absoluta confianza eso de que cerrara los ojos para no volver a hablar.
Obsoleta fragancia de cuellos en mí me provocó sus pezones lamer, suavemente, lentamente, hasta el amanecer... Más sin dejar suplente su mano, también con su carné de manipulador, buscó como quitar un ajustado botón en mi pantalón.
Lo deslizó sin miramientos, y yo, descubriendo a la vez en el tacto su tersa piel que me invitaba a besar cada poro erizado casi de amor, mientras sus manos acariciaban mi cabello en un claro gesto de placer, direccionando el sentido de mis labios de más arriba, a más abajo... hasta saciarnos de tiempo y girarnos en la fría arena.
No encontraba ahora su boca, así que besaba lo que iba encontrando ante mis labios. Me da la sensación que a ella hubo de pasarle lo mismo. Pero sin problema alguno. Dudo sin fueron un par de minutos o algunos más cuando me volví hacia atrás hallando su linda carita aún, o por lo menos en ese momento, aún con sus ojitos cerrados. Sólo los abrió para enfrentar nuestra mirada viciosa, y sin lugar a profundizar, seguir jugando a sentir placer con nuestras pieles como única arma.
Seguía el mar en lo que a su parte tocaba agitándose a cada roce que comenzábamos, seguía la luna allá en lo más alto avisando que poco a poco sería el sol quien se iría abriendo paso. Pero seguía la arena plateada y fría, la tumbona alejada tanto como de ella nos habíamos distanciado, y nuestros cuerpos desafiando las leyes oscuras de la intimidad, allá donde la noche salva a ciertos pescadores que hacen buena su paciencia.
Mi mano apartaba su pelo de la cara, mis labios buscaban incesantemente los suyos que ya venían de camino, cuatro manos en dos cuerpos casi desnudos, tan solo arropados por las caricias pertinentes que no queríamos que acabasen.
Pero la noche empezó a clarear. El sol como siempre puntual ocuparía en breve su oficio, y mi segunda piel aquella noche se hizo ya desnuda a la mar, invitándome a que la siguiera, sin pararse a pensar que aunque quisiera no me podía bañar.
Y sí. En aquel encuentro casi fortuito engendramos la que para mí sería mi primera y más bella flor.
Desde que nos enteramos de la noticia mis manos temblaban a cada gesto de acariciarle por encima de tu barriga, e imaginaba como sería su cara aniñada sin temores. Sonia iba engordando, y con ella mis esperanzas de tener una nueva lucha en la vida. ¡Mi hijo! ¿Qué podría querer en este mundo como a Sonia? Mi hijo, o mi hija, claro está.
Soñaba... soñaba con poder darle todo lo mejor, con poder darle lo que quisiera, cuanto quisiera, como sueña cualquier padre, supongo. Ahora me llegaría la hora de la responsabilidad y todo eso, como me decía mi madre. Ella fue la primera a quien di la noticia y a mi suegra la segunda. Las 2 estaban locas de contenta y se encargaron de ir corriendo la voz cual marujas de pueblo sin nada que hacer, pero se precipitaron. Si mala suerte tuve en mi vida con aquel accidente, peor fue cuando Sonia tuvo un aborto natural que nos dejó destrozados.
Yo miraba al cielo, y rezaba cada noche al acostarme pidiendo explicaciones a quien allí arriba hubiere, “si es que hay alguien” me llegué a plantear.
Nuevamente volví a hundirme. Quise dejar la rehabilitación y tirar así por la borda cuanto esfuerzo y trabajo habíamos realizado tanto Sonia como yo. Pero es que no podía más. Todo aquello podía conmigo y rendía mis fuerzas hasta agotármelas sin encontrar salida alguna a aquella caótica situación.
Volvía a pasarme las noches enteras en vela delante de mi ordenador escribiendo, dedicándole versos a quien no conocí y consiguiendo así desahogarme.
Mi actitud llegó a ser tan negativa que puse en tela de juicio mi matrimonio. Menos mal que Sonia una vez más, antes de acabar con todo consiguió hacer rienda de mí y nuevamente sacarme de los pozos tan hondos que yo mismo me creaba.
Pasaba los días en la cama llorando y llorando casi sin saber del motivo que me obligaba a ello y Sonia, desquiciada estuvo hablando con mi madre que enseguida se personó en aquella casita que con tanto amor habíamos construido y que yo estaba desvaneciendo con mi comportamiento.
A ella también la rechazaba. No quería ver a nadie, ni comer, y en un momento dado incluso dejé de escribir. No sabía hacer nada diferente a llorar y llorar sin encontrarme a mí mismo. Era incapaz de cómo había hecho otras mil veces, reorganizarme y buscar mis puntos débiles. Eso para mí era un mundo. Un mundo que casi me deja solo, sólo acompañado de mi penosa silla.
¿Pero qué querías que hiciera? No era mi intención joderme la vida ni mucho menos a los que estaban a mi lado.
Entre las 2 me obligaron a ir al médico de cabecera. “El Moro”, como le conocían todos en el vecindario, aunque el hombre era sirio.
Comenzó a hablar conmigo, a preguntarme que me pasaba en un principio y luego preguntas que yo las consideraba absurdas donde las haya. Mi voz entrecortada y un nudo en la garganta no me dejaban explicarle nada al doctor, aunque no tenía muchos argumentos para convencerle. Me encontraba totalmente perdido y sumido en una depresión que por suerte... no llegó a cogerme del todo. Mi madre, que también sufre depresión se dio cuenta de lo que me pasaba y sin decirme nada me mandó a él sin temor a equivocarse. No lo hizo. Gracias a ella no llegué a profundizar.
Sólo 2 clases de pastillas me recetó sin decirme por qué lo hacía. Lo descubrí por el nombre de una de ellas. “Motivan”.
Seguí un tratamiento de unos 3 meses que bastaron para ayudarme a salir de aquel estado de gracia que no sé cómo ni por qué me entró. Si bien he de reconocer que algunas veces he tenido que tirar de ellas cuando me he visto algo mal. Pero bueno. Gracias a Sonia, a mi madre, al médico y a aquellas maravillosas pastillas, y gracias también a la paciencia que has tenido conmigo desde que nos conocimos, conseguí rehacer nuevamente mi vida.
Me encontré mucho mejor, con ganas de seguir viviendo que las había perdido por completo. Con ganas de volver a esforzarme todo lo que hiciese falta en parte por mí, y en la mayor parte por darles una alegría a mi madre y a Sonia. Como si poniéndome bien pudiera recompensarles así por tanta paciencia y ayuda que me brindaron sin pedirme nada a cambio.
Y poquito a poquito iba pasando el tiempo. Diariamente iba a trabajar y diariamente hacía mis ejercicios en casa, hasta que pasó 1 año y llegó la cita de la consulta.
Muchas veces antes había intentado levantarme por mi cuenta, siempre cuando Sonia no estaba. Pero una de las veces me caí y no fui capaz de levantarme, con lo que consecuentemente me cogió. Me pegó una bronca increíble. Todavía... la recuerdo como me miraba aguantando la risa que le provocaba verme en el suelo, metida en su papel de “tienes que hacer lo que te dijo el médico”. Madre mía...
- ¡Hombre Julio! ¿Qué tal estás? Hace 1 año que no nos vemos ¿no es así?
- Si señor, así es.
- ¿Y qué, cómo te encuentras?
- Pues mal, ¿no me ve? Sigo sentado en esta silla justo desde que no nos vemos – le contesté con muchísima ironía.
Sonia me miraba con cara ofuscada pidiéndome a escondidas que no le contestara mal.
- Él no tiene la culpa – me dijo al oído. Trata de ayudarte todo lo que puede y tú pagas con él toda la culpa que yo tengo – se lamentó dejándome sólo con el doctor.
Y vuelvo a casa entre paisajes desolados que aumentan mis nervios y mi cabezonería de preguntas sin respuestas. Una ducha bien fría me irá bien para calmar el calor y el dolor que me corroen por fuera y por dentro. Una jarra de leche también bien fría, pura y sin mentiras, me acompaña en mi avisado desvelo venidero.
Y vuelve a sentarse la impotencia ante el escritorio, y la rabia le pide por favor un hueco. Con la mirada encendida coge la pluma, y la suelta y la vuelve a coger... una, y otra, y otra vez...
Y me levanto de repente asustando a mi silla que cae de espalda y despavorida en el suelo. Recorro mi zulo de un lado a otro, del otro al uno, manando sentimientos de odio con sus respectivas lágrimas de arrepentimiento a cada corto y rápido paso que doy.
El sudor comienza a interesarse por mi estado de ánimo, y me trae algunos escalofríos de regalo.
Caen todos mis libros de las repisas de sendos manotazos secos y limpios sobre ellas, sin mentiras. El resto de enseres observan amedrentados lo que allí acontece, inmóviles. Mi lamparilla y algún curioso más que andaban por mi mesa caen también violentamente acompañando lo que ya había en el suelo.
Miro el teléfono, sin llamada. Lo apago y lo tiro cual papel a la candela del desorden de nervios con epicentro en el suelo de mi dormitorio. Fotografías del tocador acompañan a repisas junto a las cortinas. No sé por qué suena el despertador, y le he callado la boca a patadas ya fuera de mí. Mis manos tiemblan sin motivo, mis piernas no me mantienen en pie.
Abatido de derrota de ensueño y acaparado de desconsuelo recojo los pies sobre mi cama, abrazo mis piernas y apoyo la barbilla sobre las rodillas. No puedo, me niego, necesito expulsar mis esfuerzos y lo hago en paño de lágrimas.
Al poco, observo el resultado de mi guerra conmigo mismo, impulsado por la incomprensión, más sin poder excusarme. Entre todo aquel desastre diviso mi paquete de tabaco. He cogido un cigarrillo y para encenderlo he tenido que escarbar minuciosamente. Tras un rato de búsqueda lo he hallado junto al porta fotos roto y sin cristal que siempre me recordaba a ti cuando te sentía y no podía siquiera tocarte en sueños.
He necesitado de varios intentos para encender el cigarrillo, y otros tantos o más entre mil dudas, para coger tu bonita imagen del suelo.
Me tumbo sobre mi cama y con ella en una mano y mi cigarrillo en la otra te miro fijamente a los ojos, casi como si me estuvieras oyendo la mente.
Casi no acertaba a dar con la boquilla entre mis labios con mis manitas temblorosas, así que tuve que aplastarlo medio entero a golpes con el cenicero, a golpes contra el calendario...
Adopté postura ladeada en mi cama, aposté por mi postura, ladeada...
Pero he de abrir mi ventana pues el ambiente está algo cargado entre el humo y el coraje, entre desorden y lágrimas. Más he levantado también mi silla todavía con el corazón sobrecogido y le he pedido disculpas.
Y he girado la cabeza y me he asustado, parece que hayan querido robar en mi habitación. Mi amigo ventilador sigue dando vueltas y el tabaco me llama a gritos en forma de nervios.
No sé qué hacer; me levanto despacito para recoger el diploma que me han otorgado por mi obra ante mi propia vergüenza. Luego, ordeno mi habitación... mañana debo comprar un porta fotos nuevo para ti.
Necesito una ducha bien fría. Sin motivo ni razón, mientras el agua congelada me golpea en la cabeza se mezclan con ella lágrimas que manan de mi alma. Y pasan por mi invención mil reacciones, mil recuerdos, mil historias, pero ninguna resolución tan importante como quitarme de en medio.
La toalla que dudo si arrojar no tiene suavizante y rasga mi piel cual tu amor mi pecho. Desnudo y aún mojado, con mis ojitos húmedos no del agua y erosionados por el desgaste del rozamiento, vuelvo a mi habitación sediento de amor. Y me he tumbado en mi cama abrazado a tu ausencia. Mi cabecita a punto de explotar no da basto para ningún pensamiento más, despreciándolos en llanto sin saber dónde acudir.
Mi amigo tabaco sigue ahí callado, aunque me deja entredicho que en breve se ira si sigo con mi actitud de nervios. Quedan dos más y poco para amanecer.
Después de la tormenta siempre llega la calma, pero hoy le han prohibido el paso. Me he despertado con el corazón aún en un hilo, pues soñaba contigo... Mi libreta ronda la almohada, y me ha sorprendido...
Te he buscado en nuestra cama junto a mí y tan solo encuentro tu ausencia bordada a nuestras sábanas. La luz del baño encendida me tranquiliza de momento, sin dejarme aun contento hasta que te veo regresar.
Tu cabello liso, no preso, negro, lo apartaba con sigilo minuciosamente a un lado, el derecho, pelo a pelo, encontrando la sonrisa de tus ojos, el sabor de tus dedos ordenando silencio, y besos... y más besos. La mirada deseosa, de mi cara estuosa más cerca que el mismo aire, de mi alma, más cerca que mi te quiero anudado en mi sangre.
Aquellas tus manos rodeando mi cuello, entrelazadas las mías a tu cabello deslizando suavemente hacia tu cuello, tu pecho...
Aquella tu espalda bañada morbosamente de leves besos... Suaves caricias en mis mejillas y en mis labios buscando de mi boca el susurro de tus besos frenados por falta de aire, y otra vez, volver a cogerlo...
E hicimos el amor como nunca antes lo había hecho. Los 2 sentimos aquella noche amor en el pecho...
Y mi rehabilitación seguía por buen camino. Empecé a confiar en mis posibilidades y a creerme en no sé cuánto tiempo podría volver a caminar. Pero tanto dolor se me estaba acumulando en la rodilla que una mañana Sonia decidió que pediría el día libre para llevarme al médico.
Fuimos primero al de cabecera y éste me derivó al cirujano nuevamente. Me estuvieron haciendo muchísimas pruebas. Radiografías por aquí, resonancias por allá, hasta que llegó el médico que me dio una noticia.
- Aún no sabemos bien lo que tienes Miguel. Te daremos el alta y te avisaremos en cuanto tengamos el resultado de las pruebas.
- Muy bien – le dije queriéndome ir lo antes posible…
… - ¿Dónde has estado Sonia? Llevo toda la mañana esperando a que vuelvas.
- ¿Tú no dices que te vales por ti sólo y que no te haga las cosas? Pues me he ido con las amigas a desayunar. ¡Qué no, mal pensado! He ido a hacer dos cosas.
- ¿Ah sí? ¿Qué cosas?
- Es que son una sorpresa. Tengo dos noticias, una buena y otra mala. ¿Cuál prefieres primero?
- La buena.
- La buena es que he solicitado una excedencia de un año en correos para poder estar contigo y me la han aceptado.
- Muy bien ¿no? Gracias. ¿Y la mala?
A Sonia le cambió la cara por completo. Toda la alegría que radiaba en su rostro minutos antes fue reemplazada por lágrimas que sin remedio comenzaron a descender por sus mejillas cual niño pequeño con su juguete roto.
¿Qué pasa Sonia, por favor?
- No, no pasa nada. So lo que he estado hablando con el doctor y me ha dicho el resultado de las pruebas.
- Si lloras es que no voy a poder volver a andar, ¿verdad?
- No Miguel no, y es que no sé cómo decirte esto.
- Suéltalo ya mujer, sea lo que sea.
- Me ha dicho que tienes en la rodilla un osteosarcoma. Por eso te duele la rodilla.
- Hasta ese momento no me afectaba sino que la cara de Sonia, pues no sabía lo que era…
-¿Un osteo qué?
-Un osteosarcoma. Es un tumor maligno en la rodilla.
¡Mierda!, pensé. ¿Tan difícil era tener un poquito de suerte?, o por lo menos no tener tan mala suerte.
Se me volvió a caer todo mi mundo encima. Llevaba no sé cuánto tiempo ya luchando con mi pierna, haciendo la rehabilitación… y ahora esto. Es lo que me faltaba.
Llamé al doctor por teléfono y me dijo que por teléfono no, que me acercase por la consulta y que él me lo explicaría todo sin ningún problema.
-También he estado en casa de tus padres Miguel.
-¿Se lo has dicho?
-Sí, el médico me dijo que era mejor que os lo dijera yo a que os lo dijera él. No por quitarse la responsabilidad, sino porque por experiencia, me ha dicho que es mejor que de la noticia un familiar sereno que el propio médico.
Llegó el día de la consulta, y allá que fuimos todos a enterarnos bien que es lo que estaba pasando en mi rodilla.
-Siéntense, por favor- nos indicó el doctor Márquez amablemente.- Permítanme que me dirija a Miguel, que es el paciente, y un poco más tarde podrán preguntarme todo y cuanto quieran.
Nadie contestó. El doctor se dirigió a mí en primera persona, y comenzó mi pesadilla…
-Miguel, te seré muy sincero por 2 motivos. El primero es porque soy un profesional, y el segundo y en consecuencia es que he de mirar por el paciente, aunque ello en algunas ocasiones, me lleve a actuar con esta crueldad. Y también te seré sincero porque, te explico.
Cuando se termina la carrera de medicina, los médicos firmamos lo que se llama el “juramento hipocrático” que prohíbe a los médicos, en su forma original, la realización de abortos, eutanasia o cirugía; se exige también promesa de no mantener relaciones sexuales con los pacientes y guardar secreto profesional de las confidencias que éstos hagan. Ya sé que es algo que ni te va ni te viene, pero te lo debía explicar.
Bueno, vamos a lo que nos incumbe. Como sabes, te hemos realizado varias pruebas en la rodilla, y no una, sino varias, como te digo. De ellas se desprende que se te ha localizado un osteosarcoma. Esto es un tumor maligno, que se te ciñe a la parte superior de la rodilla.
Una vez dicho esto comentarte como funciona y por qué lo tienes.
- Mire doctor. Llevo casi año y medio de rehabilitación. Todos me animábais para que siguiera porque lo estaba haciendo muy bien. Que si mucha fuerza de voluntad, que si mucho sacrificio… y ahora me encuentro con algo nuevo, que en tantas pruebas como se me hicieron no salía, y que ahora me afecta a la rodilla. Estoy cansado, de verdad.
-Y yo te entiendo, pero he de decirte que este cáncer no tiene nada que ver ni con el accidente, ni con la operación ni con la rehabilitación. Y prueba de ello es lo que te comentaré al final, que ya Sonia te lo habrá comentado.
Sonia le negaba con la cabeza, mirándonos a los 2 repetidamente intentando ocultar así su sentido de la culpabilidad.
-¿Qué pasa Sonia, hay algo que no me has dicho?
Ella me afirmó con la cabeza nuevamente, tendiendo a llorar sin posibilidad de evitarlo. El doctor, que ya había cogido de que iba el tema, siguió hablando con la intención de desviar el tema hasta su justo momento.
- Como te decía, nada tiene que ver con el accidente. Te explico. Los tumores son diferenciados entre benigno y maligno. Los 2 son malos, son tumores claro, pero el maligno lo es aún más. En este caso el osteosarcoma, es un tumor maligno que nace de la misma célula cancerígena. Esta está en tu caso justo encima de la rodilla. Ahí se ha formado y ahí ha crecido. ¿Qué pasa? Pues pasa que en un 95% de los casos, en el momento que el tumor se manifiesta y se procede al diagnóstico, el tumor ya ha infiltrado la cortical y el periostio. El hueso y el tejido de alrededor, para que me entiendas. Se pierde entonces la posibilidad ni de biopsia ni de extirpación del tumor ni nada de eso. Ni que decir tiene que no puedes vivir con eso ahí, porque poco a poco iría creciendo y a su vez dañándote la pierna.
-Pues entonces no le veo la solución doctor.
-Tiene una, muchacho, sólo una.
Yo seguía sin entender nada. Miraba a mis padres y a Sonia y ellos a mí con mucha pena en sus semblantes, pero no se me había pasado siquiera por la imaginación lo que el doctor me dejaría caer.
Yo, en aquel momento me quise morir. Me eché las manos a la cabeza y comencé a llorar imaginando sólo lo que me había dicho. Los mocos me ahogaban, me faltaba el aliento y no podía respirar. La verdad, no me lo esperaba.
Marchamos a casa después de coger cita para la consulta. En el camino, todos callaban. Sonia me pasó la mano por encima y me hacía carantoñas de las que yo no tenía ni pizca de ganas, pero quizás fue aquello lo que me hizo reaccionar y darme cuenta de que no me podía hundir. Si lo hacía yo, lo harían Sonia y mis padres, y mis suegros, y mis amigos también después que yo, por lo que fui cavilando de regreso a casa cual era la mejor manera para que aquel momento pasase desapercibido, por duro que fuese y por trabajo que me costase.
Yo intentaba que no sufrieran, intentaba hacer la vista gorda y hacer ver que en nada me afectaría que me “arrancasen” mi pierna con la excusa de que ya estaba acostumbrado a aquel carrito. Total, gracias a Dios, tenía mi casa adaptada a salvar todas las adversidades posibles, ¿qué problema podía tener?
Pero aquel mi razonamiento no me lo creía ni yo mismo. En cuanto tenía la mínima oportunidad de quedarme a solas con mi tristeza, lloraba cual niño chico con su juguete roto, hecho pedacitos, poco más o menos como en el estado que mi corazón quedó tras la noticia.
Pero ya que tenía que sufrir yo, no estaba dispuesto a que Sonia y que mis padres, y por qué no, mis amigos –que tenía muchos y muy buenos- sufrieran a la par mía.
Mi mundo se había destruido en un momento, sin saber cómo ni por qué. O mejor dichos, sin querer saberlo.
A veces, me costaba entender el porqué de mi mala suerte. “Hay mil cabrones por ahí maltratando a sus mujeres, o etarras poniendo bombas o simplemente mala gente y me tiene que pasar todo a mí” pensaba en un pavoneo de desesperación que poco a poco me iba consumiendo.
Y también, toda mi buena voluntad de sufrir en silencio, ¿cómo no?, se me fue al traste. Enfermé. Enfermé de insomnio, y enfermé de depresión sin siquiera darme cuenta. Dejé de escribir, de ver carreras de motos televisadas que era mi pasión desde que salí del coma, maldecía mi mala suerte a todas horas, lamentando haber nacido.
Pero tuve suerte. Por una vez en mi vida tuve suerte. Tenía a mi lado a las dos personas más maravillosas que puso Dios sobre la faz de la tierra. Por un lado tenía a Sonia, que no me dejaba ni a sol ni a sombra, y de igual manera a mi madre. Entre las dos consiguieron hacerme enfrentar a mi situación. No me dejaban parar. Me obligaban a escribir cosas que ahora repaso y yo mismo me quedo anonadado. Me obligaban a salir a los billares, a jugar algún videojuego incluso a pesar de tenerme que desplazar de mi sillita a un banquito para poder alcanzar. Me paseaban por el parque, hacían que fuese a comprar a la frutería de mi vecina…
Pero se dé algo me di cuenta en aquel tiempo, era que todo el mundo me facilitaba las cosas no por pena, sino porque me querían ayudar. Entre todos al unísono y tal vez inconscientemente me hicieron ver la realidad de una vida tan bonita para vivirla (y más yo que conocía y tenía el amor verdadero a mi lado), y no para hundirse en ella.
Bien mirado, en el telediario salían niños que como yo, le faltaban una pierna, o dos, o los dos brazos e incluso en la mayoría de los casos la vida. Y ¿qué culpa tenían ellos de haber nacido allí? ¿Qué culpa tienen ellos de que una panda de indeseables que juegan a conquistar el mundo, sieguen sus vidas sin importarles ni su edad ni su sexo, ni su raza…?
En África, al que no le faltaba algún miembro, moría rodeado de moscas fruto del hambre, que esa misma pandilla de criminales, con tanto poder como tienen, podían ceder un poquito. Y “malgastar” el dinero en hacer pozos para que puedan tener agua potable, en hacer hospitales para salvarles de la muerte con una simple vacuna de las que usamos aquí.
Y si nos vamos a Centroamérica… allí donde desaparecen miles de mujeres que después de ser violadas son descuartizadas para vender sus órganos… ¿qué me debe importar a mí perder una pierna y tener todos los días un plato de comida encima de la mesa, tener mi médico asignado para no coger una simple gripe, tener agua caliente en mi baño… tener a mi madre y a mi novia que darían la vida por mí?
Daría la otra si con ello dejasen de pasar hambre la mitad de los que hay por ahí. Me costó, pero concluí pensando así.
Mi madre y Sonia, y mi padre, decían que se sentían orgullosos de mí, más no lo hacía por agradarles, sino por mí.
-Si tiene que amputar hágalo doctor –le dije seguro de mí.
-¿Sabes todo lo que eso conlleva no?
-Sí. Lo mismo que tenerla y no poderme levantar de la silla. Para estar sentado lo mismo me da.
-¿Por qué dices eso muchacho?
-A ver. Usted dirá…
-Miguel. ¿No sabes que hay mil maneras de reemplazarte la pierna?  Bueno, mil maneras no, pero hay posibilidades.
-¿Una pata de palo, quizás?
-Parecido. Una pierna ortopédica. Hay personas que las tienen ajustadas e incluso salen todas las mañanas a hacer su gimnasia.
-¿Es eso cierto doctor?
-Lo que oyes, Miguel. No te desanimes y déjalo todo en mis manos. De una manera u otra conseguiremos que vuelvas a andar. Pero no me digas cuando, que eso es imprevisible. Depende de tu cuerpo y de ti.
Yo, a mi edad, creí que todo lo sabía, pero nunca aprendí. No sabía nada de la vida. Perder la información de un disquete del ordenador me hacía perder la paciencia, así que perder mi pierna… Francamente. Entendía todo, pero no me explicaba nada. Muy al fondo de mí, dentro de mi cuerpo de hombre fuerte capaz de resistir cualquier adversidad, mi alma lloraba en la más íntima de las soledades. Me invadía cierta controversia que poco a poco, algunos días que otros, me hacía caer en ciertos “bajones” que me dejaban hundido, sin venir a cuentas, sin saber por qué si ya estaba todo decidido. Estaba convencido de la operación, pero me asustaba el después. Tendría que adaptarme ahora ya sin solución a la silla, hacerlo todo desde ella, pues aunque sabía de la posibilidad de la pierna de “palo”, como yo la llamaba, me veía incapaz de soportarla atada a mí el resto de mi vida. Cierto es. Algo más que sin pierna haría…
Pero no, que va. Aquello no me podía estar pasando a mí. Era inaudito para mis sentidos tener que conformarme sin que cupiera otra alternativa para poder barajar… Sin embargo, no tuve más remedio que dejar “mi vida” en manos del doctor y confiar en mi suerte.
-Entonces doctor, ¿dejo de hacer la rehabilitación verdad?
-No. No la dejes. Necesitamos que tu pierna esté muy sana, muy fuerte para cuando llegue la hora de la operación.
Verás muchacho, te lo explicaré si quieres escucharlo.
-Dígame lo que quiera. Si total, me la va a cortar…
-Te digo que no debes asustarte ante la idea de una prótesis. Una pierna ortopédica es una prótesis al fin y al cabo. Con una prótesis conseguimos reemplazar la falta de algún órgano.
-Póngase en mi lugar doctor. Primero haremos una operación para cortarme la pierna.
-Para amputar Miguel, para amputar…
-Eso mismo, para cortarme la pierna, al fin y al cabo, como dice usted. Y cuando se cure, si llega a quedar bien, otra operación más para ponerme la pata de palo. ¿Cuánto tiempo voy a estar aquí metido? Me van a dar un carné de socio en el hospital.
-¿Has terminado?
-Sí.
-Pues déjame que te explique ¿de acuerdo?
-Explique, explique…
-Es cierto que tendremos que operarte para, como tú dices, cortarte la pierna. Pero hasta ahí. No hay una segunda operación.
-¿No?
-No. Una prótesis va… como te lo explicaría… va como enganchada a tu pierna natural.
-A lo que queda de ella.
-Sí, a lo que queda de ella. En este caso al muslo. Tu pierna habría que cortarla poco más o menos de unos 10 a unos 15 centímetros por encima de la parte superior de la rodilla. Justo donde se localiza el osteosarcoma.
De camino a casa seguía pensando que mi vida era una mierda, y que con aquella jodida operación lo sería aún más si cabe, aunque el médico me garantizase un 100% de efectividad de mi nueva pierna a la hora de andar. Cuando tenía un momento de soledad, por pequeño que fuese, trataba de imaginar cómo quedaría físicamente mi persona en un futuro, pero no lo conseguía. Me había hecho reacio inconscientemente a una idea como esa. Otra de mis grandes disyuntivas en aquella etapa de mi vida fue, obviamente, elegir el tipo de prótesis que me implantarían para que fuese mi fiel compañera durante el resto de mi vida. La bonita y la fea, como yo las llamaba. La bonita se asemejaba bastante a una pierna normal. Era de color carne, ancha, mucho más estética que la fea a la hora de vestir o de un bañador. Sin embargo, la fea tenía más movilidad que la bonita. Esta era de color plata, y era como un palo. Simulaba los huesos de la pierna, y estéticamente era mucho menos bonita a la vista.
Pasó mucho tiempo mientras que me decidí por una y por otra, tanto como pasó mientras que sufrí una nueva operación que me arrancó la pierna para siempre de mi cuerpo.
-Todo ha salido muy bien Miguel –me comentaba el cirujano en “la sala de despertar” cuando pasó a verme.
-¿Está seguro de eso?
-Claro que sí muchacho. He estado hablando con el cirujano que te ha intervenido y me ha dado un informe positivo en su totalidad. Sin ninguna complicación ni nada.
-¿Pero no me ha operado usted?
-No, yo no. Te ha operado mi colega Law. Es el mejor en esta rama.
-Pero usted estaba allí ¿no es cierto?
-Sí. Estaba allí porque sabía que tú creerías que yo te iba a operar. Aunque sé que está mal decirlo, sé que tienes mucha confianza en mí, pero reconozco que mi colega es mejor que yo para solventar estas situaciones.
-Bueno, todo sea porque haya salido todo bien.
-¿Te duele?
-Siento un pequeño resquemor.
-Eso es normal. Y… ¿se te ha ocurrido de levantar la sábana y mirar debajo?
-No, pero me niego. Ya noto desde aquí que falta un bulto en este lado de la cama, a todo lo largo, como si este que hay aquí fuese mi pierna derecha y la izquierda no estuviese –le dije con toda la socarronería posible.
-No te preocupes muchacho. Va todo bien.
-¿Me avisará cuando algo vaya mal?
-¿Alguna vez te he ocultado algo?
Cierto era. Desde el primer día no me había escondido nada. Todo me lo había dicho en la cara aunque siempre le reproché que la noticia de que tenía un tumor me la tuviese que dar Sonia, y no él.
A las 4 horas más o menos me subieron a planta. En ella me esperaban Sonia, mis padres y mis suegros junto a grandes amigos verdaderos que siempre llevé por bandera, llámense Gali, Agu, Fede, González y algunos más que no recuerdo ahora.
El paseo se me hizo muy corto. Mientras la enfermera empujaba mi cama por los pasillos hacia el ascensor, quise recordar casi igual que cuando pasé el coma, aquellos años de mi infancia en que jugaba a la pelota con mis amigos en la puerta de la carpintería que había en la calle de al lado, en la “manzana” que le llamábamos, con mis dos piernas bien puestas. Recordaba las caminatas que por la mañana me daba para ir al instituto, los paseos que me daba con los perros por entre los naranjos… Recordaba –que por ahí en algunas fotos está- mi primera moto, aquella Yamaha DT roja y blanca que un día me llevó a la concentración de Pingüinos, en Tordesillas (Valladolid). Ascensor arriba, sentía como la enfermera me comentaba algo, pero yo no la entendía ensimismado en recordar cuántas veces mis dos piernas, corrieron rodeando los naranjos que hay en mi casa para que mi madre no me pegase por cualquier trastada de las que había hecho.
Sólo me distrajo de mis pensamientos el “clin” del ascensor al abrir la puerta en la 4ª planta. Como si de una aparición de esas paranormales se tratase, tras ella se encontraban emocionadamente esperándome mis padres, mis suegros, mis amigos y como no… Sonia.
A ella le noté en el gesto de la cara la alegría de saber que la operación había salido bien, aparentando tras él el dolor que sentía por tener que haber acabado con una pierna menos.
Todos, queriendo evitar que yo me diese cuenta, miraban disimuladamente al vacía que había desarrollado mi pierna ausente, y yo, trataba de disimular a su vez que el alma se me caía al suelo cuando los notaba a todos mirar a la pierna.
Sonia, en un acto de galantería, dejó a mis padres que fuesen los primeros en abrazarme. Ella fue la siguiente seguida de mis suegros y mis amigos uno por uno detrás, que me daban la mano como si hubiese ganado el premio Planeta. Pero no. Seguía siendo un escritor novel que no había tenido tiempo de presentarse a ningún concurso; a reclamar a cualquier editorial una oportunidad para que mi novela viese la luz.
Pero quizás el momento más amargo de toda aquella bienvenida al mundo de los cojos, fue cuando una enfermera llamó a la puerta acompañada de 2 muletas. Pasó y las dejó a mi vera. Volvió a salir y entró entre el ruidoso silencio que todos guardábamos para acercarme mi sillita de ruedas.
-¡Hombre, mi silla! –chillé animado para enfriar las caras de los presentes. Pero se notaba que no era momento de bromas. Y se notaba porque a mi madre y a Sonia se les cayeron un par de lágrimas sin remedio a sostenerlas.
-Eh, no llorar por favor. Me ha tocado a mí y ya está. No soy ni al primero ni al último que le van a “robar” una pierna, por favor…
Mi madre se me abrazaba queriendo dejar de llorar, pero no podía.
Poco a poco se fue acercando la hora de comer, y mi habitación se fue despejando. Mis padres y mis suegros, que eran los últimos junto a Sonia, fueron al bar a comer. Yo quería que Sonia bajase con ellos, pero no me quería dejar sólo. Me costó un rato convencerla y al final, con ayuda de mi padre lo conseguí.
Quería quedarme sólo, porque la curiosidad me mataba, y aunque no podría ver nada con el vendaje que me habían puesto, necesitaba mi minuto de soledad para levantar la sábana y mirar bajo ella, y descubrir así lo que había pasado en el quirófano. No me equivocaba. Mi pierna estaba segada cual tronco fino de un hachazo certero en el centro. El vendaje, se asemejaba en sus formas a un gorro de esos que usan los rusos para el frío. Igual que me quedé yo cuando lo vi. Otra vez –y ya he perdido la cuenta- el mundo se me cayó encima. Rápido lo tapé, a sabiendas de que algún día tendría que ver lo mismo sin la venda. Pero me reconfortaba saber que no tendría que ser en ese preciso momento cuando lo viese todo.
 No tardaron en llegar, y noté en sus caras como querían verlo, pero sin dar el primer paso. Yo, ante tal situación y como si no hubiese notado nada, preferí callarme. De esa manera lo verían cuando me retiraran las vendas y sólo sería un golpe. Conociéndolos sabía que sería un golpe, y no pequeño.
En unas dos horas de todo aquello apareció el cirujano por la habitación. Me estuvo comentando que todo había salido bien, y que el tumor que me habían detectado era importante. Lo suficiente como para que cediera mi ex pierna para estudios y demás.
-¿Y que quiere que haga con ella? ¿Me la llevo a casa de recuerdo?
-No Miguel. Te lo digo porque en la mayoría de las amputaciones los pacientes entierran sus miembros.
-Dinero que me ahorro, y si además conseguís sacar algo en claro para evitar amputaciones… pues mira… Que no tengan que pasar por esto ni mis peores enemigos es algo que no me importa. Doctor, usted no sabe lo que es esto.
-Me gusta tu actitud muchacho, de verdad te lo digo. Sólo ha sido mala suerte, en esta vida… no hay más.
-Ya lo sé, pero es una mala suerte detrás de otra, y llega a cansar. Y no me diga que soy joven y que la juventud todo lo puede, que ya lo he escuchado en otras ocasiones. Todavía me queda que se me cure el muñón sin problemas, que no me lo creo.
Era cierto lo que Sonia me decía. Era muy negativo, pero tras todo lo que estaba viviendo de unos años a esta parte no podía ser de otra manera. Antes, cuando tenía mis dos piernas no era así. Pero hay veces que la vida te obliga a cambiar, aunque no quieras.
-Sonia cariño. Necesito que me hagas un favor.
-Dime Miguel.
-Coge la moto y llama a Chávez que la arregle. Dile que venga a casa a por ella y que la deje nueva para venderla, que en cuando pueda iré a verle.
Y así lo hicieron. Mi amigo Alfonso Chávez ya me había llamado por teléfono alguna vez al hospital, pero ahora me llamó para algo diferente. Me quería comprar la moto el mismo. Claro, él la conocía. Cada vez que tenía que pasar alguna revisión o algún cambio de algo la había tocado él desde que la compré. Sabía que lo único que tenía era chapa y pintura, porque el golpe que yo tuve no fue importante como para que se tocase nada de motor. Estuvimos hablando un buen rato y al final llegamos a un acuerdo económico. Me gustaba la idea de que la comprase él, que así por lo menos la podía ver y sabía que estaba en buenas manos, a que se la llevase otro, y aunque él luego la vendiera. Pero total. Por mi cabeza ya hacía algún tiempo que me había hecho a la idea de que no volvería a pilotar una moto…
-¿Ya está todo arreglado? –me preguntó Sonia con cara de pena.
-Sí, ya está. Sin moto y sin pierna.
-Lo siento mucho Miguel –me dijo su sentido de la culpabilidad.
-No te preocupes Sonia, cariño. Sabes demás que de aquel accidente estaba ya casi recuperado. Tú no tienes la culpa de que me entre un cáncer así sin venir a cuento y de estas dimensiones.
-Ya lo sé. Pero yo sé también que las motos son tu ilusión, y quedarte ahora sin poder conducirlas a mí me duele.
-No te creas. Me duele más no tener mi pierna que haber dejado las motos para siempre. Bueno, siempre me quedarán las carreras.
-Te prometo que cuando lleguemos a casa y ya esté todo solucionado… me refiero a que tengas tu pierna nueva y puedas andar algo y todo eso, te llevaré a una de esas concentraciones que tanto miedo me dan.
-¿De verdad harías eso por mí?
Era otra prueba más –o así lo pensaba yo- de que Sonia me quería. Había cambiado mi pierna y mi moto, que hasta entonces era lo que más quería por encontrar un amor verdadero, cosa que también había soñado mil veces por mor de mi romanticismo innato.
Pasé en el hospital… no sé, ya no me acuerdo cuanto tiempo hasta que mi muñón estaba listo para volver a casa. Tras algunas complicaciones (como no) conseguimos volver a casa “sanos” y salvos.
Y se me planteaba ahora un nuevo reto casi obligado por Sonia y por mi madre. Querían que me hiciese con las muletas para poder manejarme sólo algo mejor en caso de que hiciera falta, pero en honor a la verdad diré, que una vez acostumbrado a la silla era más cómoda. Y tenía mis motivos, a pesar de que nadie parecía entenderlos. Uno era que ya estaba cansado de forzarme y rehabilitarme para que luego nada saliese como estaba programado, y otro es porque me había hecho algo perro. Esperaba con ahínco a que llegase el día en que me pusieran la pata de palo, a ver si era verdad que podía andar aunque fuesen unos metros sin caerme.
Lo malo fue hasta que llegó la hora de volver al médico para la primera revisión tras abandonar el hospital. Supuestamente aquel dolor era normal, cosa poco extraña después de la envergadura de la operación, pero al que le dolía era a mí. Y lo que más me mosqueaba era que aún seguía con el vendaje puesto, y no podía ver el cariz que iba tomando lo que me quedaba de pierna.
Uno de los principales problemas que me encontré al llegar a casa, y no era nuevo para mí, fue el psicológico. Ya digo. A pesar de que mi casa estaba muy bien adaptada para las circunstancias… que no. Que ver que te falta una pierna y no te puedes defender es lo peor del mundo, y ya está. Es que no tiene vuelta de hoja. Aunque con mi actitud lo único que conseguí fue recaer en mi antigua y desestimada depresión.
Bien acompañado por ella fuimos al médico nuevamente. Tuve que esperar un poco, pero enseguida el doctor me dio paso en cuanto me vio.
-¡Hola Miguel, encantado de volver a saludarte! ¿Qué tal va todo?
-Pues mire, ayer mismo estaba recordando con Sonia de la primera vez que me dijo que no tendría que amputar.
-Ya, ya lo sé. Per sabes que me refería al accidente. Esto es otro problema diferente.
-Si lo sé…
-Bueno. Espera que me lave y vamos a ver esa pierna. ¡Enfermera! –chilló para que viniese a ayudarle.
-Con cuidado doctor.
-Tranquilo Miguel. Tú mira para otro lado que yo te aviso cuando esté.
-¡Qué fácil! –contesté a regañadientes.
-Dime…
-No, nada…
-Pues esto está muy bien. Hombre, aún le queda un tiempo para que se cure del todo y cicatrice y eso pero vamos, en general bien.
-¡Hombre! Por fin una vez sin complicaciones…
Como no podía ser de otra manera, el tiempo siguió pasando, sin prisa pero sin pausa, como se suele decir. Tenía tantas ocupaciones vacilando por mi cabeza, que apenas reconocía que cada día pasaba sin pena ni gloria, tratando de adaptarme sin más solución a como me había quedado.
Era de mi interés buscar en Encarta o Internet por casos de amputaciones, de quiénes, como lo habían conseguido superar, o de los tipos de prótesis para cada caso.
No quería que cuando llegara la hora de implantarme una, el médico volviera a darme una clase gratuita y que yo no supiera de qué me hablaba. Mientras, distraía mi tiempo en el mismo trabajo que me mantuvo el jefe –pues ya no quedan empresarios que miren por el trabajador- en un alarde de buena gente. Seguía, por supuesto, visionando las carreras en directo o los videos de mi colección cuando descansaban. Continuaba escribiendo, y así soñando, pues si tantas veces había pedido un amor verdadero, ahora quería un hijo (sin problemas de salud) para poder ver mi mundo de distinta manera. Necesitaba, como antaño, reorganizar mi vida y darle emociones, ilusiones nuevas que me permitiesen afrontarla con otro aire.
Llegó mi aniversario, ¿quién lo diría? Tiempo atrás pensaba que no viviría ninguno más. Como me costaba a mí más que a Sonia de ir a comprar un regalo, le propuse de ir a cenar, y aceptó encantada. Llamé a su espalda al restaurante de un amigo y le pedí que me lo preparara todo.
-Parece mentira que me digas eso. Sabes que para ti lo que quieras –me contestó Vicente. El muy cabrón me había preparado una mesa junto a la chimenea, prevista de un ramo de rosas en el centro y velas aromáticas encendidas. Para eso tiene una mano especial, y aunque le dijera lo que le dijese, iba a hacer lo que le diera la gana.
No me faltó el mejor vino en la mesa, ni el mejor champán para poner colofón a tan magnífica cena. La Tasoguera, de lo mejor de toda la costa. Marchamos, inocentemente creyendo que a casa con la barriga llena, pero no. El coche que conducía Sonia tomó rumbo a la playa. Aquella playa donde tiempo atrás engendramos nuestro primer aborto.
Cual calco de aquella ocasión, nos tumbamos en la arena, iniciando así un rastro de caricias y besos que poco a poco me iba enfermando de amor…
Por estar centrado en la pierna, había dejado descuidados los deberes de la cama, pagándolo injustamente Sonia, con lo que cambiando el escenario le seguí el juego a pesar de mi inestabilidad. Casi me hincaba en la arena para poder mantenerme sentado, postura que a la postre no resultaría buena para tanto amor sobre ella.
El vino acompañaba a la luna. Las olas, hacían estragos en el reflejo de ésta sobre la mar. Las estrellas, describían que la noche era mágica.
Su mirada, azul de mar y brillante por el reflejo de la luna, discernía sobre la mía, hasta confundirse ambas al acercar nuestros labios levemente, hasta su roce perpetuo. Como mi tiempo, lento, sus manos desabotonaban mi camisa mientras las mías jugaban a atrapar en su plenitud sus dos pechitos cual volcanes en erupción. Mis dedos rodeaban sus pezones girando hasta hacerlos crecer estupefactos ante tanto amor de mi corazón latente para corretear luego por praderas como tu espalda y de tus labios beber la técnica exacta que un novato ha de aprender a aprender.
Y me perdí. Me perdí entre tus laderas buscando la cueva de tejidos ensanchada. Y la encontré, pero no quise ni siquiera llamar por respeto y aún menos a tan alta hora de la madrugada. Así que volví y me entretuve en pasear volcán arriba volcán abajo mientras a la puerta de la antes citada cueva, semejabas jinete al trote.
No recuerdo, por más que lo intento de cómo tus manos quitaron mi pantalón sin apenas darme cuenta. Andaba entretenido escalando y ni siquiera noté penetrar de extasiado que me encontraba.
No podía, era incómodo, pero tal vez sería la última vez que podría encontrar mi postura arriba sin resbalar como un barrilete. Le pedí su ayuda para nada negada, y encontré mi porte un poco desequilibrado en la arena. Pero me valió. Nos valió para disfrutar de una penetración poco a poco consistente que fue tomando tonos verdes entre el oscuro cielo y el blanquiazul mar.
Desestimada mi silla a la par de mis muletas, con Sonia bajo mi brazo nos encaminamos hacia la orilla, a la patita coja, como dijo aquel. Y nos volvimos a reproducir como “pez en el agua”, allí donde más o menos manejaba el poco equilibrio que me quedaba.
Nuestros ropajes descansaban junto a las tumbonas la última vez que los vimos, más desaconsejada broma nos hizo algún marino. Ahora, lo recuerdo entre vinos.
“Tuvimos que volver en el coche mojados y desnudos”, le contaba a mi madre omitiendo la parte obrera.
-Mamá, permíteme ahora que los cubatas me ciegan. Muchas gracias por tu comportamiento, y a ti también papá. Y a vosotros “suegros”.
Todos quedaron callados, esperando a que ultimase mi intervención. Quietos, y con alguna que otra lágrima a punto de escapar, me miraban demostrando todo el amor que en ese momento me podían dar.
Es cierto, no miradme así, y lo siento. Necesitaba decirlo. Llegué a pensar que no estaría aquí en este día, y no sólo estoy, sino que acompañado de las mejores personas que un ser humano puede pedir.
A veces pienso que ha sido mejor sacrificar una pierna y teneros a mi lado. Gracias a vosotros… gracias a vosotros estoy llorando ahora, cuando yo no sabía lo que era eso –concluí entre lágrimas.
Se me echaron encima a abrazarme sin decir nada, y por poquito que me tiran de la silla. Eso de mantener el equilibrio era lo que peor llevaba.
Ya no me dolía el muñón, pero según las indicaciones del médico tendríamos que esperar un tiempo aún para el tema de la prótesis.
-A la fecha que estamos y a la vista del buen aspecto que tiene, te cogeré cita para final de enero, ¿te parece?
-Sí, está bien, mientras antes mejor.
-Vamos a dejar pasar la Navidad y vuelves en enero Miguel. Además de trabajo que tenemos en esta fecha, quiero que te pegues estos días sin tener que ingresar, ni hospital ni nada. Aunque eso es poco tiempo, pero acostumbrarte a llevarla y demás… Eso es a lo que me refiero.
-Muy bien doctor. Espero entonces que me avise para darme fecha. ¡Pero no se olvide de mí!
-No hombre no, por Dios.
Pero como era de esperar, no podríamos pasar la Navidad tranquilos. Por una vez –y no es que me alegre- era Sonia la que estaba mal. Tenía cierto malestar, cierto dolor en la tripa que no la dejaba tranquila.
Después del día de Reyes ya no podía más. Yo pensaba que habría sido la pesadez de tanto mantecado y tanta copa, pero con tal y con esas fue al médico. Le dije a mi madre que la acompañara, y así yo retomaba mi ordenador para escribir algo que no fuese mi biografía.
Estuvieron fuera toda la mañana. Casi eran las tres de la tarde y no habían aparecido, pero cuando se me ocurrió de llamarlas a ver el porqué de la tardanza, aparecieron.
-¿Por qué habéis tardado tanto?
A Sonia le notaba con cierto gesto de dolor en el rostro, pero a mi madre la veía más alegre que de costumbre.
-Miguel. Tengo dos noticias que darte. Una buena y una mala. ¿Cuál prefieres primero?
-Sonia cariño. La última vez que me dijiste eso me terminaron cortando la pierna. ¿Qué pasa?
-¿Cuál te digo primero?
-A ver, la mala.
-La mala es que hemos ido tu madre y yo de compras y me he gastado 600 euros.
-¡Joder Sonia! Te has pasado, ¿qué has comprado?
Y la buena te la digo después –me dijo abandonando el salón de casa.
-¿Pero dónde vas mujer? Mamá, ¿qué es lo que está pasando aquí?
-Yo no sé nada –me contestó encogiendo la cabeza entre los hombros.
-Bueno, dime al menos que te ha dicho el médico.
-Me ha dicho que mires en la mesa del patio.
-¿Cómo es eso?
No tuve más remedio que levantarme visto el juego que se traían conmigo, sin imaginarme siquiera que…
-¿Qué es todo eso?
-Bolsas de la compra.
Las estuve mirando, pero seguía sin comprender nada.
-Espero que tengas una buena explicación para esto.
-¡Estoy embarazada!
-¿Cómo? Pero si no se te nota.
-Porque aún no estoy de tres meses. Por eso tenía tanto dolor en la tripa.
-¿Y es niño o niña?
-No lo saben todavía. Es pronto para eso.
No sabía cómo reaccionar. Si no me aludía de nuevo la mala suerte vería cumplido casi el mayor sueño de mi vida en 6 meses.
Les dimos la noticia a mis suegros y a mi padre, y todos quedamos para celebrarlo en un restaurante con una buena cena. La alegría nos desbordaba. Incluso durante aquella cena se me seguían cayendo algunas lágrimas que Sonia me secaba con las yemas de sus dedos.
Cuando llegamos a casa –más bien chispados, que todo hay que decirlo- no tuve más remedio que encerrarme en mi escritorio delante del ordenador. Sentía la necesidad de aprovechar mi gusto por la escritura para dedicarle las primeras palabras a mi hijo, o a mi hija; a ese regalo divino de Dios que de alguna manera me recompensaba por tanto sufrimiento y que me había devuelto las ganas de vivir, de luchar, aunque fuese con mi pierna postiza a cuestas.
“Sí, te espero a ti, seas quien seas y vengas de donde vengas te espero a ti. Inesperado y preciado regalo divino, te espero con una pierna menos, pero con los brazos abiertos de par en par para hacer de tu venida y de tu persona mi nueva e incombustible musa.
Seguro serás símil de un ángel, de esos que asedian a Dios en los más recónditos lugares del cielo para no perder nunca de su fe.
Te imagino… te imagino rubicundo, de enormes ojos celestes, o negros, que más me da… Te imagino, con mofletes tiernos cual corderito recién parido, de los que poder pellizcar para no dejar de quererte, jamás, para estar siempre a tu lado, para limpiar tu primera caquita y así cambiar tu primer pañal.
Necesito de verte abrir por primera vez los ojos, de escuchar tu primer llorar y acunarte entre mis brazos para hacerte callar.
Requiero que seas parte nuestra, mía y de mamá, y preciso de escuchar tu primer hablar.
Quiero, quiero verte sonreír en tu cuna, o en el sofá, y reiremos también nosotros sin nada más que esperar. Porque tu llanto es amor, es de azúcar tu andar, es de miel tu primer potito, ese que te quiero dar.
Seré, seré quien primero te riña al verte holgazán. El segundo que te dé un beso después de que te pongas a respirar, el primero que se preocupe cuando te oiga llorar, porque no entiendo por mucho que lea que quieres decir con tu mirar.
Te escribiré versos bonitos todas las noches al acostar, y serás el súmmum de mi vida y de la de mamá.
Porque te quiero desde que me dieron la noticia, y vienes a mi sueño realizar, dudando aún de que nombre mejor te quedará.
Y busco en mi corazón como exprimirlo para sacar de él cuanto amor engendro y entregártelo sin miramientos.
Sí, te espero a ti, seas quien seas y vengas de donde vengas, alto o bajo, gordo o flaco te quiero a ti. Porque eres una parte de mí, y de ella, porque te quiero a ti, y a ella, porque sois el amor de mi vida, los que me dais fuerza para seguir, los que sin querer me hacéis descubrir que hay cosa más importante en la vida que… que te falte una pierna”.
-¿Miguel?
-Sí, dígame, soy yo.
-Le llamo del Hospital San Juan de Dios, de la consulta del doctor Márquez. Sólo es para recordarle que mañana tiene cita para lo de la prótesis.
-Sí, lo sé. Muchas gracias.
-¿Quién era?
-Del hospital, recordándome la cita de mañana, como si se me fuera a olvidar… ¿Qué, como estáis?
Ambos reímos. Yo aprovechaba cuando ella estaba en el sofá y me acercaba a su barriguita con mi oreja sobre ella, tratando de escuchar a mi musa, pero no, todavía no hablaba…
-Buenos días Miguel.
-Buenos días doctor.
-¿Dispuesto a salir andando de aquí?
-Pues ya ve. Yo diría que sí.
-Vamos a ver. Te explico.
Pensaba que no me libraría de otra de las clases gratuitas que el doctor me daba, y no me equivoqué. Aunque pensándolo bien, tampoco estaría demás saber un poco de algo que tenía que convivir conmigo irremediablemente, para el resto de mi vida.
-Como quedamos, no te vamos a someter a otra operación, a pesar de que es como mejor quedan estas cosas, pero bueno.
Últimamente se están creando unidades especiales para la aplicación de exoprótesis. De prótesis exteriores más o menos, para que me entiendas. Son interdisciplinarias, con la participación de médicos, cirujanos, fisioterapeutas y mecánicos protésicos; con ello se persigue la mejor adaptación de la prótesis a la persona que se le va a implantar y su posterior control. Pero como aún aquí no contamos con ninguna tendrás que conformarte conmigo y mi equipo.
-No hay problema. Ahora, como luego no ande…
-No te preocupes.
Tras no sé cuánto tiempo de charla –que si había sido un protésico francés en 1851 el primero, que si… -comenzaron a ponerme aquella prótesis. Yo ni pregunté ni me fijé en nada, y aunque no me dolía lo que me hacían, no me apetecía, la verdad.
El caso es que me levanté. Al principio me daba la impresión de que me caía, porque sentía como aquel cacharro me presionaba el muñón, pero yo no sentía el pie en el suelo.
Me daba miedo a iniciar el primer paso en no sé cuántos años, pero miraba al frente y veía a Sonia y a mi madre encabezando a los demás, que me llamaban y esperaban que llegase a ellas como el que llama a un perrillo pequeño. Quería, pero no me atrevía. Tuve que utilizar primero las muletas, hasta que le cogí el truco que me costó como un par de días o tres. En vez de sentir cuando el pie apoyaba en el suelo, debía sentir cuando el aparato me oprimía el muñón. Como si de mantener el equilibrio cuando no tenía nada se tratase, conseguí hacerme con ello, a pesar que de vez en cuando salía rodando por el suelo para descojone de los presentes.
Parecía fácil, y aunque me había acostumbrado a andar, había algo que no me entraba en la cabeza. Y es que cada noche al acostarme, me la quitaba y me la ponía a la mañana siguiente como el que se quita y se pone el reloj. A día de hoy no me termino de aleccionar con esta circunstancia, pero en fin. Gracias a Dios y a mis dos señoras que tengo a mi lado aprendí algo quizás más importante, como superar los palos que la vida te va regalando en forma de jodienda.
El tiempo fue pasando, contado hacia atrás como en la mili por los meses de embarazo de mi mujer.
Tenía ya un considerable “bombo”, en el buen sentido de la palabra, hasta el punto de pensar más de una vez que traía gemelos por más que el ginecólogo lo negase con pruebas y más pruebas. Era extraño. Casi con tres meses no se le notaba y ahora que estaba a punto de cumplir era impresionante.
Fue una noche de esas que me cogía sin sueño, y mi pierna y yo reposábamos ante el ordenador escribiendo algunas cosillas. Me tuvo toda la noche en vela. Tenía contracciones pero no terminaba de romper agua, y yo, rezaba porque no pariera en casa. Además de que los nervios no me dejarían actuar acorde a mis conocimientos de primeros auxilios, es que encontrarme sólo ante aquella situación y en mi situación personal, no era lo más idóneo para ayudarle en el parto.
Sonia no quería, pero cerca de las seis de la mañana llamé a mi madre y a la suya para que se acercasen a casa, desconfiando de mí mismo. No tardaron mucho. Como media hora poco más o menos. En cuanto llegaron, mi madre me preparó una tila. Los nervios me tenían deshecho.
Estaba deseando tenerte entre mis brazos junto a ella, y abrazaros a las dos. Me daba miedo, pero estaba deseando llegar al paritorio y verte nacer. Pero no quería pasar por las condiciones de que Sonia sufriera. Y no me refiero en el parto, sino allí en casa. Tenía dolores que le molestaban cada vez más, y casi no podía tomar medicamento alguno para el dolor por mor del embarazo. Con lo que aguantar, es lo único que le quedaba. Yo trataba de apaciguarle esos momentos dándole la mano, haciéndole caricias, besándola… Y es  que no se me ocurría nada más que llevarle al hospital, pero no quería ser cansino. Ya se lo había repetido varias veces en la noche. Pero llegó un momento en que mi madre y mi suegra decidieron llevarla. Pensaron que ya estaba todo a punto de caramelo, y de hecho no se equivocaron. En la misma puerta del hospital rompió aguas, con lo que la ingresaron de urgencias.
Mi padre se quedó el último para ayudarme a salir y que pudiese entrar yo también. Pero cuando lo hice ya era tarde. Se la habían llevado al paritorio. Mi padre y yo fuimos tras algunas explicaciones a la sala de espera, donde mi madre y mi suegra esperaban.
-Ya se la han llevado hijo.
-Sí, lo sé mamá. Menos mal que me he decidido a llamaros. Sonia no quería porque dice que cumplía mañana por sus cuentas, pero viendo la noche que ha pasado con tantos dolores… No sé, yo no lo veía normal.
-Eso son los nervios de ser el primer hijo. No te preocupes que ella esté bien.
Yo no entendía mucho de aquello, pero desde las siete y pico de la mañana que llegamos, hasta las doce y cuarto que eran, a mí me parecía mucho tiempo.
Yo estaba enfadado porque había preguntado ya si podía entrar al parto, y todo fueron impedimentos, con lo que de muy mala leche me quedé fuera. Y tanto tiempo como tardaba… se me juntó todo. Miraba incesantemente mi reloj, me asomaba a la esquina del pasillo cada dos minutos, hasta que conseguí desatar los nervios de mis acompañantes.
-Miguel hijo. Tranquilízate.
-Mamá. Yo no entiendo, pero tanto tiempo no es normal, vamos, digo yo.
-A mí también me lo parece –me dijo mi suegro que hacía poco que acababa de llegar.
-Espera que voy a ir a preguntar –me comentó mi padre. Y fue, pero también tardaba mucho en volver.
-Es que no encontraba donde me ha explicado la enfermera. Nada, que está todo bien, pero que le han hecho la cesárea y por eso aún no han salido –nos comentó.- Me han dicho que aún van a tardar como una hora, así que vamos a ir a tomar café al bar mientras tanto, que me caigo de sueño. Vamos Anita –invitó a mi madre.
-No Miguel, ve tú. Yo esperaré aquí.
-No Anita, ven a tomar algo que no has desayunado nada.
Mi madre accedió por no discutir. Se dirigieron al ascensor, y al poco de cerrarse la puerta, oí a mi madre romper a llorar desesperadamente chillando muy nerviosa.
-¿Qué ha pasado? ¿Qué le pasa a mi madre Eulalia? –le pregunté a mi suegra sobresaltado.
-No lo sé hijo, espera que voy a ver.
Bajó también en el ascensor, y la perdí de vista.
-Algo le ha pasado a mi madre José –le dije a mi suegro.
-No hombre, tranquilo –me contestaba a la vez que le sonó el móvil.
-¿Qué baje? –le escuché que decía al teléfono-. Ahora mismo bajo.
-¿Qué pasa José, qué ha pasado?
Pero no me contestó. Salió corriendo por la escalera abajo desde el segundo piso en el que estábamos, dejándome a mí en la sala de espera. Yo no quería bajar por si acaso venía la enfermera, pero en unos minutos decidí hacerlo a la vista de que no subían. Me fui para el ascensor y fui a la planta baja, donde me encontré a mi padre con mis suegros.
-¿Y mamá? ¿Me quiere decir alguien que es lo que está pasando? –chillé enfrente de recepción con los nervios a flor de piel. Todos lloraban excepto mi padre, el cual también tenía las lágrimas a punto de saltar. Él cogió y me empujó hasta la esquina. Se sentó delante de mí en un banco de los que allí hay para esperar. Apretó mis manos con las suyas y ahora sí no pudo evitar llorar.
-A tu madre se la han llevado los celadores porque se ha desmayado –me dijo queriendo aparentar una entereza que se le iba debilitando por momentos, muy rápido-. ¿Y sabes por qué se ha desmayado tu madre, hijo?
-No, ¿por qué? ¿Qué ha pasado papá? La he escuchado chillar cuando habéis tomado el ascensor.
Incrédulo de mí, seguía preguntando sin saber lo que había pasado, y es que ni siquiera me lo podía imaginar…
A mi padre no le salían las palabras del cuerpo. Clavó su mirada en mí intentando sostener la primera de tantas lágrimas que cual carrera, se preparaban juntas en los párpados para partir.
Sus labios hacían pucheritos como esos que hacen los críos cuando se asustan… pues igual, con la diferencia de que mi padre no era ningún crío.
Pero no sabía, no se atrevía –pensaba yo- a decirme lo que estaba ocurriendo en aquel hospital. Debía haber sido (como mucha gente dice) el día más feliz de mi vida, pero aquella noticia segó mi ánimo hasta rozarme el corazón. Mi padre me lo dijo sí. Mi madre se había desmayado cuando mi padre le comentó lo que le había dicho el médico. Sonia había muerto.
Quedaban muchas cosas aún para que mi pierna sintiera de nuevo, pero aunque me encontraba sentado, noté como me temblaban, incluida mi perseverada derecha. Allí mismo donde me encontraba, mis codos apoyaron en mis rodillas para que mis manos sostuvieran mi cara, oculta entre ellas queriendo retener quizás mi llanto y mi rabia, mi ira y mi impotencia, mis nervios y mi desesperación ante tal noticia que para nada me la esperaba.
Mi padre me abrazaba, mis suegros estaban anonadados, como si aún no supiesen lo que estaba pasando. Los celadores rápido, se acercaron a mí. Nos dieron a todos tranquilizantes, e incluso nos preguntaron si queríamos alguna de las habitaciones que había libre en maternidad. Maternidad. Parte del hospital donde las embarazadas dan vida a seres nuevos en esto de la vida, -¡no donde pierden la suya joder!- grité sin poder resistir mi estado de nervios.
Pasados unos minutos, no sé cuántos, aquellos tranquilizantes desempeñaron bien su labor. Consiguieron serenarme hasta el punto de poder reaccionar y ver con claridad cuál era la cruel verdad que me estaba ocurriendo. Y no era otra si no que estabas en no sé donde me dijeron, ahí detrás de esa fría ventana de cristal en un pasillo interminable en el que por fin me dejaron entrar. Te veía muy guapa, guapísima, con todos esos lunares conectados que te facilitaban la respiración. Toda entera llenita de cables y rodeada de máquinas que supongo pitarían. “Pero la niña está bien”, me dijeron las enfermeras que atentas y  a sabiendas del trance que pasaba, salieron al pasillo a informarme.
Pero ya no era ese el tipo de noticias que requería sabiendo que estabas bien. Ya sólo quería que alguien me dijera como estaba tu madre, y qué había pasado para que… No lo entendía.
-Si todo el embarazo ha ido bien doctor –le reproché fruto del nerviosismo junto a mi padre-. Todas las ecografías han salido bien, y ha hecho todo el embarazo al pie de la letra. No ha fumado, no ha bebido… -continué hasta que el nudo que rato antes se había instalado en mi garganta segó mi habla.
-Mira Miguel. Yo te quiero explicar lo que ha pasado, pero quiero que por favor te tranquilices un poco y que me escuches. Ya sé que es tu mujer la que está ahí dentro. Ya sé todo lo que me puedas decir, y sin que sirva de excusa te diré que a veces las cosas se complican, y el cuerpo humano, por mucho que lo tengamos estudiado, por mucho que demos a luz todos los días varias veces, es imprevisible. Con ello te quiero decir que aunque parezca culpa nuestra, no lo es. Y no es quitarnos la culpa, como te digo. Es que a veces el cuerpo reacciona de una manera bastante inesperada por nosotros y suceden estas cosas.
-¿Me quiere decir qué ha pasado? –le contesté tal vez fuera de tono por estar fuera de mí.
-Está bien. Mira. Las hemorragias son una de las complicaciones más graves en cualquier parto. Cuando se desprende la placenta, es normal cierta pérdida de sangre. Pero una vez expulsada la placenta, se administra a la mujer ciertos fármacos para provocar una contracción importante del útero. Así se consigue cualquier episodio hemorrágico. Pero hay veces que el desprendimiento de la placenta no se produce a tiempo y la pérdida de sangre adquiere mayores dimensiones, con la que la técnica a usar para retirarla es manual.
-¿Y qué me quiere decir con todo esto?
-Quiero decir que todo este proceso se hace con anestesia general, y hay veces, como te comenté anteriormente, que el cuerpo reacciona de manera imprevisto.
-¿Me está diciendo que mi mujer ha muerto por fallo de anestesia?
-Eso parece ser. Hemos tenido que retirarle la placenta manualmente y la cantidad de anestesia era inapropiada, tal vez un poco excesiva.
-Tal vez no, excesiva.
-Sí, para que negarlo. Ha sido un error del anestesista que le ha llevado a que se le quemasen los pulmones, y fruto de ello a la muerte.
-¡No me lo repita doctor! –le grité. Pero ya no había solución.
Mi pierna y media, como yo las llamaba estaban hechas un flan. No mantenía el equilibrio; me era imposible estar de pie.
Mis padres y mis suegros querían que denunciase al hospital en la persona del anestesista, pero yo me negaba. De nada me serviría. No quería dinero, quería a mi mujer y ningún juez me la devolvería…
¿Por qué Sonia, por qué para tenerte a ti te he tenido que “cambiar” por ella? ¿Es que no podíamos disfrutar los tres juntos? ¿Qué he hecho mal Dios mío, si lo único que me has dado en la vida además de ella ha sido sufrir? ¿Sabes Sonia? Sigo besando noche a noche tu foto al acostar, acariciando tu rostro, tu pelo, recordando donde engendramos esta maravilla que no has podido disfrutar. Sigo peleando con la soledad, que llene mis momentos junto a ella desde que tú no estás.
Y sigo… y sigo escribiéndote poesías que ya no puedes criticar, con el mejor sentimiento de amor y de amistad.
Ahora que lo pienso, después de pasar el tiempo creo que no te llegué a demostrar cuanto te quería, aunque no te lo dejara de decir, ahora me siento vacío escribiendo para ti, solo para mí. Porque ya no estás a mi lado, y ella aún no me entiende.
Se parece muchísimo a ti. Como yo siempre soñé. Tiene tus mismos ojos claros, tu mismo pelo rizado, tus mismas ganas de reír, de vivir…
…-¡Despierta hijo! Ya puedes ver a tu hija –me dijo mi madre mientras me zarandeaba por el brazo.
Mi corazón latía muy aprisa, mi pulso estaba acelerado como nunca antes lo había sentido, y mi mala leche sobresaltada. La pagó mi madre, la pobre mía.
-¿Por qué me has dejado que me duerma mamá?
-Hijo, porque no has dormido en toda la noche, y como no sabíamos cuánto se tardaría y estabas dando cabezadas, te he dejado dormir hasta que fuera preciso. ¿Estás bien Miguel? Estás blanco, tienes muy mala cara.
No quise comentar nada de mi pesadilla, y contesté dejando pasar la cosa, queriendo ver sólo a mi hija y a mi mujer.
Fui a una puerta que me indicó una enfermera, y allí mis nervios y yo paseábamos de un lado a otro, a pasito corto, con los brazos encogidos y la desesperación cada vez más latente. Sobre todo nervioso cuando vi como lentamente aquella puerta se abría. Tras ella apareció otra enfermera con una mantita reliada entre sus brazos. Me miró y me sonrió, haciendo yo mi respuesta en metáfora de lágrimas. Las primeras lágrimas por ella, esas que ya nunca volverán a caer.
He pasado mucho, pero pienso que ningún momento de mi vida es comparable, en ninguno viví esa sensación de cuando la enfermera te pasa a los brazos tu primer hijo. Es tan bonita, pequeñita y dormidita, sin saber siquiera lo que está pasando, sin saber que está provocando en mi corazón la mejor emoción. Ella no comprende que hay personas que darían su vida por ella, que es la razón de mí vivir y que me ha devuelto a la vida. Porque llegó un momento con esto de la pierna y demás que no me veía capaz de seguir, y aunque tenía a Sonia a mi lado me era imposible continuar como si tal cosa. Pero con su llegada ha cambiado mi punto de vista sobre la vida. Ahora si merece la pena vivirla; ahora tengo una meta que conseguir.
-¿Qué haces Miguel?
-Pues mira, escribiendo un poco.
-Ángela está llorando. Mira a ver si hay que cambiarle el pañal…
“Impaciente y temprana aurora de mis amores,
rebosante de ternura, como dulce melodía,
dos semanas te contemplan, y tres días.
Musa e inspiración, casi perfecta,
dedícale tú lo mejor que lleves dentro del alma,
pues yo, no puedo darle más que amor.
Necesito de ti para ella, y a ella para ti.
Esperando que tengas en cuenta mi plegaria
y que des a mi pluma aquello que nunca escribí.
Y es que no hay más pura belleza e inocencia
plasmada en ti Ángela, mi alma, sin vivir.
Bella como la azucena, rubia como el jazmín,
que poco a poco ya miras a papá ¡ay!
la primera vez por ti.
Dormilona, mucho, poco más se te puede pedir,
pero das vida a la vida, alegría a la alegría
sólo con tu presencia al menos para mí.
Ya ves la luz del día; y solo espero ver el día yo
en que me digas papi, hija mía, símbolo de amor…
Vives tranquila, sin pensar en nada,
aunque mucha gente piensa en ti,
esperando verte crecer, esperando verte sonreír.
Cuando llegues a leer esto que hoy escribo,
y solo con un beso, con un abrazo pequeña mía,
me harás feliz…”
Mientras le cambiaba el pañal, Sonia estaba leyendo lo que había escrito. Le gustó mucho pero, como siempre hay un pero.
-Llevo un montón de años contigo y nunca me has escrito nada.
-¿Estás celosa princesa?
-¿Yo? ¿Por qué debo estarlo?
Es cierto. Nunca te he escrito nada, pero hay una razón para eso.
-¿Ah sí, y cuál es?
-Pues porque no soy capaz, no se puede jugar con las palabras de manera adecuada como para que relaten tu belleza. A soñar que me pusiese, no encontraría palabra menos hermosa que tú para contar de tu pelo negro, ni de la finura de tu rostro siempre resplandeciente por la llama que vive en tus ojos, que les da un brillo singular y sin igual a tu tez infalible.
Es muy difícil describir el tacto de tu torso cuando desnudo posa ante mí, ni asemejar con cualquier figura la redondez de tus pechos firmes hacia mí.
Mira, son mis manos las que desabrochan tu batín para dejar tus senos al aire. Es mi dedo el que sin reparos y de espalda a su yema se desliza suavemente entre ellos jugando a erizar cada poro de tu piel, deslizándose sin medida hasta tu vientre, hasta tu ombligo, hasta conseguir erguir tu cuello hacia el respaldo del sofá y privarme de la luminiscencia que desprenden cuando vamos a hacer el amor.
Y se ayuda ahora de su hermano gemelo para desprenderse de tu tanguita negro, mientras mis labios dejan paso a mi lengua para lamer tus pezones y mis otras yemas juegan con tus labios a ser consumidos a lindos y pequeños bocaditos de placer.
Únicamente cubierta tu espalda también erizada por la seda del batín rasa, a horcajadas te sientas sobre mí simulando jinete sobre una yegua. Recoges mi pelo todo en uno, por la nuca, y desplazas mi cabeza hacia ti impidiendo que deje de amamantarme cual si fuese la pequeña Ángela, mientras es tu otra mano la que eficazmente busca algo que entre mis piernas crece durante la acción.
Más un berrinche inoportuno de mi vida nos hace abrir los ojos y por momentos perder el deseo que nos unía sin mas intención que fructificar nuestro placer…
-¿Comprendes ahora por qué nunca te escribo nada?
-Anda, ven aquí y ayúdame a que se duerma. Voy a ver si preparo algo de cenar.
Por cierto. Mañana es domingo.
-¿Y?
-Es para verte ¿eh?
-¿Qué pasa porque sea domingo?
-No es porque sea domingo, es porque es tu cumpleaños.
-Coño es verdad. Ni siquiera me acordaba con tanto manoseo que me tienes.
-¿Serás…? Me ha dicho tu madre que tus padres vendrán mañana a comer, y yo he invitado a los míos. ¿Hacemos una barbacoa en el jardín?
-Está bien. Mañana me levantaré temprano e iré a la gasolinera por un saquito de esos de carbón. Porque, ¿hay carne en el congelador verdad?
-Sí que hay.
Cuando volví de la gasolinera ya estaban en casa mis padres y mis suegros. Ángela dormía al sol en su carrito junto a sus abuelas, mientras sus abuelos se bebían los botellines de Cruzcampo de dos en dos.
Aunque me cansaba, yo me puse en la barbacoa a dar vueltas a la carne, y cuando menos me lo esperaba, sentí varios portazos de coches al cerrar.
-Sonia había llamado a todos mis amigos. Gali e Inma, Fede, mi primo Agu y Mª del mar,  entre otros. Pero mi sorpresa fue la del doctor Márquez y su mujer, que también había sido invitado. No me lo esperaba, y tanto es así que desde que le vi algo empezó a olerme mal. No sé por qué. Era una fiesta de cumpleaños como yo siempre había soñado, pero había cierto disimulo en la cara de los presentes que no hacían infundadas mis sospechas.
La velada transcurrió alegre. Hubo una gran tarta de la que incluso sobró siendo tanta gente, el día soleado, el olor del secreto ambientando todo el jardín, y mi niña que hacía poco que había despertado en brazos de unos y de otras jugando y riéndose.
También me reía yo y disfrutaba hasta que me llamó mi primo para ir por hielo a la gasolinera. Le dije que había en el congelador del patio, pero insistió tanto que le tuve que acompañar. Me la devolvió. Hace muchos años yo le hice lo mismo cuando me lo llevé para entretenerle en uno de sus cumpleaños.
Cuando volvimos, había cantidad de regalos encima de la mesa del porche. Se me debió de quedar cara de tonto –según me dijeron después- cuando los vi. Comencé a abrir uno por uno, del más pequeño al más grande. Siempre lo he hecho así, no sé por qué. Entre otras cosas, aparecieron colonias, ropa, incluso unos calzoncillos de esos largos hasta el tobillo con unas llamas bordadas… “para que se te caliente bien el alambre” –me dijeron entre copas.
Mientras habría regalos e iba dando las gracias uno por uno repetidamente, seguía notando cierta ironía en los presentes, pero llegué a pensar que era cosa mía.
Un peluche enorme, una colección de motos en miniatura que mi primo había ido coleccionando periódico a periódico, hasta que llegué al regalo más grande de todos. O eso pensaba yo, porque me habían engañado. Abrí la caja, enorme, y dentro había otra más pequeña. Comencé a reír y seguí abriendo paquetes que se iban empequeñeciendo con el paso de los minutos, hasta que me quedé con una caja enana que de verdad, no tenía ni idea, no me podía imaginar lo que contenía. Pero fue la que más expectación creo. Todos estaban pendientes a no perderse detalle de mi cara cuando viera el regalo, que por cierto, me hizo llorar a mansalva.
Lo cogí y lo apreté fuertemente entre mis manos, sin saber qué hacer, sin saber a quién mirar…
Mi primo me esperaba en el lateral del jardín, junto a su primo Fede los Antonios y Carlitos. Mi antiguo equipo de futbito “Fox de la K”, que nos llamábamos.
Bueno. Cuando miré hacia ellos se hizo un silencio en el jardín que me conmovió. Si era lo que yo me esperaba no me lo podía creer, pero tras asomarme lo confirmé.
Sonia, como siempre, se estaba manteniendo al margen y dejándome mi momento de protagonismo, pero la cogí de la mano y pasito a paso comencé a acercarme hasta ella. Metros antes de llegar me soltó y se volvió junto a los demás. Sólo ante y en mi momento, sin aún creérmelo, continuaba acercándome como si estuviese viendo un extraterrestre o algo así. Me detuve un momento y volví la cabeza. Todos me miraban y sin decirme nada con la voz, con la mirada me animaban a montar.
Toqué suavemente con 2 dedos el tacto de la espuma de su puño, y un enorme y complaciente escalofrío recorrió mi cuerpo de pies a cabeza. Volví a mirar hacia atrás para girarme de nuevo y adjuntar mi otra mano al acelerador. Presioné el embrague –suave como a mí me gustaba- y sin quitarle el pie, monté sobre ella levemente, como no queriéndole sobrecargar con mi peso. Volví a mirar sobre los presentes, parte de los cuales se encontraban sosteniendo el llanto, y la puse derecha para poder quitarle el apoyo.
No me atrevía a montarla, pues hacía mucho tiempo que no lo hacía. Pero sentía que volvía a nacer de nuevo, que nuevamente podría cabalgar sobre ella como lo hacía antaño.
Metí la llave que en mi mano portaba en el contacto, y la volteé hasta que se encendieron todas las luces del cuadro. Miré al doctor Márquez, quien con su cabeza asintió para dejarme entredicho que podría conducirla de nuevo. Arranqué. Aquel rugido del motor sonaba en mis oídos a música celestial. Coloqué el casco que había en el espejo sobre mi cabeza para evitar que me viesen llorar, con su visera bajada desde la que yo si veía llorar a mi madre y demás.
Me encaré hacia ellos, y muy despacito a medio embrague me acerqué a la puerta de la calle. Pero antes me detuve junto a Sonia para darle las gracias. Ella me contestó entre sollozos que la habían comprado entre ella, mis padres, mis suegros y mis amigos. “Todos han puesto dinero, incluido el doctor”.
Mi satisfacción era tan grande, me sentía tan querido que no me iban a salir las palabras de agradecimientos, con lo que en primera continué hasta la puerta que ya me había abierto Sonia…
Bajé la acera, me encaré nuevamente con la mirada al horizonte en el centro de la calle, cogí el embrague y metí la primera. Comencé a soltar poquito a poco y desde entonces… mi vida marcha sobre ruedas…